Cultura del victimismo

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 Pedro Espino Hurtado


En el año 2018, los sociólogos estadounidenses Bradley Campbell y Jason Manning publicaron un interesante libro, The Rise of Victimhood Culture: Microaggressions, Safe Spaces, and the New Culture Wars, que hasta ahora no ha sido editado en español. La traducción del título podría ser El auge de la cultura del victimismo: microagresiones, espacios seguros y las nuevas guerras culturales. En él se hace una descripción de conceptos ya anunciados claramente en el título del libro: microagresiones, cultura del victimismo y –con menos enjundia en mi opinión– espacios seguros. 

El término ‘microagresión’ fue acuñado y desarrollado en el decenio de 1970 en el ámbito de la psiquiatría y psicología estadounidenses. En la actualidad, las quejas de microagresiones –que no corresponden exactamente con la concepción original del término– suelen proceder de una cultura del victimismo en la que abundan personas y grupos que muestran una elevada sensibilidad ante lo que interpretan como menosprecios u ofensas, tienen tendencia a manejar los conflictos mediante quejas a las autoridades o a ‘terceros’ y buscan cultivar una imagen de víctimas que merecen asistencia o ayuda. En este trabajo, los autores definen tres tipos de cultura: cultura del honor, cultura de la dignidad y cultura del victimismo, que aparecen con una cierta evolución cronológica. 

Cultura del honor

En la cultura del honor es la reputación personal la que hace que el individuo sea o no honorable, por lo que este debe responder de manera decidida a los insultos, agresiones o afrentas. Las personas son sensibles a las ofensas pero manejan –o manejaban– los conflictos de manera agresiva. El ofendido puede ser criticado no por tener un comportamiento vengativo sino precisamente por no haber sabido responder a su ofensor. Esta cultura se asienta en ámbitos en los que la autoridad legal es débil o inexistente y la dureza es quizá el único freno eficaz frente a los ataques; de aquí surgen las creencias en el coraje y la capacidad personal. 

En las culturas del honor, el lesionado podía sentir vergüenza ante una ofensa y se podría dar el caso de que la víctima de una violación fuera ejecutada por sus propios parientes para evitar el daño a la reputación familiar. Los duelos con armas han constituido paradigmas claros de resolución de las ofensas al honor. Actos similares a estos ya no existen en la población general del mundo desarrollado, donde la cultura del honor queda restringida a grupos minoritarios, a algunos estratos de jóvenes o a bandas de delincuentes, y donde la violencia y el coraje tratan de dirimir las ofensas recibidas sin necesidad de recurrir a una autoridad externa. 

Cultura de la dignidad

Cuando se reafirma la autoridad del estado y la gente confía en la ley, la cultura del honor tiende a desaparecer y ser sustituida por la cultura de la dignidad. En las sociedades occidentales modernas la cultura de la dignidad se da de manera opuesta a la del honor. Más que honor, las personas tienen dignidad, que es un valor inherente que no puede ser arrebatado por otros; esta dignidad existe con independencia de lo que los demás opinen. En la cultura de la dignidad no se presta excesiva atención a los desprecios y los insultos. La ofensa generada por estos no tiene la misma repercusión en la destrucción de la reputación personal, y cuando surgen conflictos intolerables la cultura de la dignidad establece acciones no violentas, como cortar relaciones con el agresor sin llegar al enfrentamiento. Cuando la afrenta consiste en robos, agresiones violentas o incumplimientos de contratos, no se echa mano de la venganza sino que se apela a los tribunales: los ciudadanos no recurren a ‘la justicia por mano propia’, sin que eso les genere vergüenza como puede ocurrir  en las culturas del honor. 

Cultura del victimismo

Cuando se producen quejas sobre ‘microagresiones’, unidas a una elevada sensibilidad ante las ofensas que se veían en la cultura del honor, puede aparecer la cultura del victimismo, que es un tipo de estatus moral basado en el sufrimiento. Ser víctima pasa a ser una virtud –ya no es una deshonra– y el privilegio, real o atribuido, pasa a ser un desdoro; las personas que comparten el concepto de victimismo son proclives a publicitar sus situaciones de desventaja o marginalidad, aunque sea por poderes, es decir, por pertenecer supuestamente a un grupo discriminado. Existe la tendencia a pedir que ‘terceras partes’ muestren su apoyo ante las ofensas sufridas, haciendo hincapié en la propia vulnerabilidad (en la cultura del honor, la queja pública y la necesidad de simpatía de los demás eran un anatema para la persona de honor, quien lo perdería si fuera ese su comportamiento). En la cultura del victimismo se realza el estatus moral de la víctima, a diferencia de lo que ocurría en la cultura del honor en la que este estatus quedaba reducido, y se rebaja la condición moral del agresor. La solicitud de empatía que hace el ofendido en la cultura del victimismo se traduce a veces en la documentación, exageración o falsificación de las ofensas con el fin de construir un caso. La parte ofendida se centra más en la queja que en la acción concreta, ya que con gran frecuencia tendría dificultades para elaborar una tabla reivindicativa determinada y problemas para identificar ante quién hay que presentar dichas reivindicaciones. A veces también es difícil identificar quién es el ofensor: la sociedad, un ‘colectivo’ no especificado, etc. 

Existen sitios web en los que se alienta a los visitantes a que comuniquen sus motivos de queja, y no llaman la atención sobre un agravio específico sino que buscan documentar una serie de ofensas que, tomadas en su conjunto, cobran más entidad que un incidente aislado; el objetivo es incluir numerosas posibles quejas con el fin de demostrar la existencia de un patrón estructural de desigualdad. Así, una disputa interpersonal se puede llegar a considerar intercolectiva y una afrenta particular pasa a ser explicada por factores tales como el sexo o el lugar de nacimiento. Existe asimismo un amplio léxico accesible en Internet sobre ofensas o discriminaciones que puede focalizar la atención en cosas que podrían pasar inadvertidas si no se incidiera en ellas (aunque está en inglés, puede merecer la pena la lectura del glosario sobre diversidad y justicia social elaborado por la Lowell’s Office of Multicultural Affairs de la Universidad de Massachusetts, https://www.uml.edu/student-services/Multicultural/Programs/dpe-glossary.aspx). También hay webs que solicitan a los lectores que participen –de manera claramente inducida– en encuestas en línea que se ocupan de temas relacionados. Esta técnica de encuesta carece de una metodología aleatoria ya que se nutre de personas predispuestas a notificar sobre ‘lo suyo’. Es también llamativo que un refinamiento de la moralidad antidiscriminatoria se exprese más en sociedades o en sectores que cuentan ya con grados notablemente altos de igualdad, tal como ocurre con los nacionalismos regionales en estados democráticos  o los identitarismos del sexo en los países más igualitarios.  

Los autores del libro señalan a las universidades estadounidenses como cunas y centros de la cultura del victimismo, y especialmente a las instituciones más caras y selectivas, aunque es probablemente diferente en los países europeos. La cultura del victimismo produce un vocabulario especial propio, con subtipos de microagresión como ‘microataques’ y ‘microinsultos’. La palabra mansplaining hace referencia a las explicaciones que un hombre da a una mujer y que esta percibe como un comportamiento condescendiente; otros términos del mismo tipo son whitesplaining o straightsplaining, cuando un blanco explica algo a una persona de otra raza o cuando lo hace un heterosexual a un homosexual. Estas últimas palabras no han encontrado, que yo sepa, su acomodo en castellano, aunque algún uso sí he visto de ‘machoexplicación’ para mansplaining (a veces se utiliza directamente el término inglés); también se han acuñado multitud de palabras acabadas en ‘-fobia’. Aunque sin constituir una jerga específica, términos como ‘abusos’ y ‘violencia’ son particularmente frecuentes en este contexto. Es asimismo destacable la existencia del ‘victimismo competitivo’, que tiene lugar cuando hay grupos que discuten sobre quién ha sufrido o sufre más, o el crédito otorgado de entrada a una denuncia emitida por alguien perteneciente a un determinado grupo (lo que a veces se denomina ‘perspectiva de...’). El estatus moral de víctima es especialmente importante, ya que mucha gente se siente inclinada a creer al lado que se supone que parte con desventaja y a no creer al lado privilegiado. 

En la cultura moral del victimismo existen personas fervientes o apasionadamente devotas, otras que aceptan pasivamente la opinión de la mayoría y otras que explotan cínicamente estas ideas y prácticas morales para sus propios fines, aunque la adopción de esta cultura moral sea finalmente la misma. Asimismo, es habitual que se dé un ‘tratamiento de la culpa de suma cero’ por el que, si se admite, por ejemplo, que una víctima ha cometido un error (como pasear de noche en un parque), haya voces que digan que con ello se resta responsabilidad al agresor: si se quiere atribuir la máxima culpa al asaltante no debe parecer que se asigna alguna responsabilidad a la víctima. 

Posiblemente en Europa, y específicamente en España, la manifestación del victimismo sea diferente de lo que los autores describen en el libro comentado, centrado en EE.UU. Tengo la impresión de que en España este fenómeno se produce más fuera del ámbito universitario, siendo especialmente notable en medios de comunicación y en algunos movimientos sociales. Incluso la izquierda política y las organizaciones sindicales se hacen eco a menudo de quejas victimistas caracterizadas por su transversalidad y por no estar claramente delimitadas. Con frecuencia, además, quienes invocan concepciones victimistas parecen negar el progreso y encuentran mayor comodidad apelando a situaciones reales que ocurrían en el pasado y que en la actualidad ya no se dan. Se produce así una cierta nostalgia de viejas discriminaciones reales, como la ausencia del derecho al voto de las mujeres o la prohibición de utilizar lenguas vernáculas: reconocer el progreso puede poner en cuestión el estatus de víctima.

 

 

 

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