DE MITOS Y MENTIRAS, 2

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Antonio Sánchez Nieto.

 


Como curioso y oportuno descubrimiento en mi lectura actual, recojo el testimonio de Teddy Roosevelt sobre uno de los mitos fundacionales de la ideología imperial estadounidense, que trataba en el anterior artículo.

Cada vez tengo más claro que hay que hacer caso a los abuelos. Nunca lo conocí, pero la veracidad de su relato verbal descabala mi débil confianza en la historia oficial.

Transcribo del ensayo “La mente reaccionaria”, de Corey Robin.

 “Recordemos a Teddy Roosevelt y lo que decía sobre el materialismo y la debilidad de las clases capitalistas estadounidenses. Se preguntaba dónde podría encontrarse un ejemplo de «vida extenuante» —la emoción de la dificultad y el peligro, la lucha que producía progreso— en los Estados Unidos contemporáneos. Quizá en las guerras en el exterior y en las conquistas que Estados Unidos había realizado a finales del siglo. Pero incluso ahí encontraba frustración Roosevelt. Aunque sus informes de la Guerra Hispano-estadounidense estaban llenos de valentía y fanfarronadas, una lectura cuidadosa de sus aventuras en Cuba sugiere que sus hazañas fueron un fiasco. Cada una de las famosas cargas que Roosevelt dirigió colina arriba o colina abajo rozaron el patetismo. La primera culminó con dos soldados españoles abatidos por sus hombres: «Fueron los únicos españoles que de verdad vi caer por disparos de alguno de mis hombres», escribió, «con la excepción de dos guerrilleros entre los árboles». En la segunda él dirigía un ejército que ni lo oía ni lo seguía. Así que, con un sombrío reconocimiento, recitó los dispépticos comentarios de uno de los líderes del ejército en Cuba, un tal general Wheeler, que «había vivido demasiados combates duros en la Guerra de Secesión como para considerar la lucha actual muy seria».[210]

En las sangrientas ocupaciones que siguieron a la Guerra Hispanoamericana, sin embargo, Roosevelt creyó entender la verdadera bendición que suponía estar vivo en ese amanecer. Roosevelt estaba seguro de que las ocupaciones estadounidenses de Filipinas y otros lugares estaban más cerca de la Guerra de Secesión —esa noble cruzada de virtud inmaculada— de lo que nunca él y sus compatriotas hubieran visto. «Nosotros, los de esta generación, no tenemos que afrontar una tarea como la que afrontaron nuestros padres», declaró en 1899, «¡y ay de nosotros si no logramos realizarlas!… No podemos evitar las responsabilidades que nos aguardan en Hawái, Cuba, Porto [sic] Rico y las Filipinas». Aquí —en las islas del Caribe y el Pacífico— se daba la confluencia de sangre y resolución que había buscado toda la vida. La tarea de elevación imperial y de educar a los nativos en «la causa de la civilización» era dura y violenta, suponía una misión que Estados Unidos, Dios mediante, tardaría años en cumplir. Si la misión imperial tenía éxito —y aunque fracasara— crearía una verdadera clase dirigente en Estados Unidos, una clase endurecida y curtida por la batalla, más noble y menos miserable que la de los esbirros de Carnegie.[211]

Era un sueño hermoso. Pero tampoco podía soportar el peso de la realidad. Aunque Roosevelt esperaba que los hombres que gobernaran Filipinas fueran «elegidos por su capacidad e integridad», y gestionaran «las provincias en nombre de toda la nación de la que provenían y por el bien de todas las personas a las que se dirigían», le preocupaba que los ocupantes coloniales estadounidenses provinieran de la misma clase de financieros e industriales egoístas que lo habían hecho ir al extranjero. Y así, sus elogios al imperialismo terminaban con una agria nota de advertencia, incluso de condena. «Si permitimos que nuestro servicio público en Filipinas caiga presa de políticos malcriados, si no mantenemos los estándares más elevados, seremos culpables de un acto no solo de maldad, sino de locura débil y miope, y habremos empezado a recorrer el camino que llevó a los españoles a su amarga humillación» (Discurso de Teddy Roosevelt en el Lincoln Club, febrero de 1899)”.

Por cierto, se confirmaron sus temores: en la inmediata represión de los filipinos cuando cesó la tiranía española se asesinaron entre uno y tres millones de nativos, incluyendo mujeres y niños. La imprecisión de mis cifras se debe a la mala contabilidad de las cosas incontables. Por supuesto, al ser de raza amarilla las víctimas y culturalmente hegemónicos los verdugos, la cosa no trasciende más allá del inevitable coste del progreso.

 

 

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