¿QUIÉN HA GANADO LAS ELECCIONES?
Ramón Utrera
Parece una pregunta con una
respuesta obvia, pero sólo lo parece. El espectáculo mediático habitual que se
monta en todos los países en torno a los procesos electorales se suele cerrar
al final de los comicios con el anuncio de los resultados y el titular de las
noticias de que la opción política que ha sacado más votos es la triunfadora.
Sin embargo, a menudo ese resultado no conlleva que la ganadora sea la
encargada de formar gobierno. Las aritméticas parlamentarias acaban alumbrando
gobiernos formados por fuerzas que no ganaron las elecciones. Cuando esto se
produce es frecuente ver a los partidos “ganadores” reclamar, con escasa
convicción, su derecho a gobernar insinuando que se está defraudando la
voluntad de la mayoría. Es verdad que ni estos partidos ni los medios están
mintiendo exactamente, simplemente no están diciendo toda la verdad; y lo que
es peor, lo hacen conscientemente. Es decir, la espiral de malentendidos lleva
a una deliberada comprensión falsa del resultado electoral y a algunas
frustraciones.
El error comienza con entender
que los procesos electorales funcionan como una competición deportiva: El que
saca la mejor marca se lleva la medalla, aunque sea por una mínima ventaja. A
diferencia de los países con sistemas presidencialistas, en los que funcionan
con sistemas parlamentarios las elecciones generales no son un sistema de
adjudicación del poder ejecutivo con carta blanca para hacer lo que se quiera
hasta las próximas elecciones; sino un sistema para elegir a los representantes
políticos que elaborarán las leyes que han de regir la convivencia, y que nombrarán
y controlarán al gobierno que dirigirá la política diaria del país, con derecho
de revocación. Todas las opciones políticas participan en la elaboración de las
leyes, e influyen y controlan la labor del gobierno. Esto es lo que se dice en la
Constitución, la que hemos votado, aunque a menudo lo olvida gran parte de la
ciudadanía y de las propias élites políticas. Por tanto, todos los
participantes en la “competición política” participan después en la práctica
parlamentaria legislativa y de control gubernamental, y en algo muy importante,
en la transmisión parlamentaria de la sensibilidad y voluntad popular que les
ha votado, independientemente de si su “marca electoral” ha sido mayor o menor.
Otra cosa es que a la hora de las votaciones el peso de su influencia se ajusta
a los escaños obtenidos.
Sin duda alguna el mayor de los “errores”
de los partidos ganadores y de los medios de nuestro país es leer los
resultados electorales como si nuestro sistema electoral fuera de carácter
mayoritario y no proporcional como dice claramente la Constitución (art. 68,
ap. 3). En un sistema electoral mayoritario el partido que saca más votos en un
distrito se lleva el único diputado que se elige por ese distrito, y el que
gana en más distritos es el que se lleva más diputados. En un sistema electoral
proporcional en cada distrito se eligen varios diputados, y estos se adjudican
en función de los votos obtenidos por cada una de las opciones que se
presentan. Normalmente no hay relación entre el que gana en más distritos, o el
que recibe más votos en total o incluso el que saca más diputados con el que o
los que luego gobernarán. Porque en un sistema proporcional la opción que
gobierna es la que logra el apoyo de más diputados de la cámara, aunque a veces
para lograr esa mayoría necesite gobernar en coalición. Por tanto, ser la
minoría más votada, que es lo que normalmente suele darse, es irrelevante
porque después ni conseguirá aprobar sus proyectos de ley ni logrará apoyos suficientes
para gobernar. Eso no deslegitima ni al Gobierno ni al sistema que hemos votado,
como intenta intoxicar a menudo populistamente la opción minoritaria que ha
sacado más votos, porque democráticamente gobernará y aprobará sus leyes la
suma de opciones que consiga una mayoría simple. Es verdad que hay otras
opciones intermedias y con variantes, pero el punto básico de partida teórico
son las dos opciones que acabamos de describir.
El sistema mayoritario es el que
funciona en EE.UU. y el Reino Unido, mientras que el sistema proporcional es
más propio de la tradición europea continental. Los sistemas mayoritarios son
muy injustos en cuanto a reflejar la opinión de los electores porque se pierden
muchos votos, hasta el punto de que por ello provocan altos niveles de
abstención dadas las escasas posibilidades de conseguir un resultado positivo.
Tienen la ventaja de que suelen alumbrar mayorías claras que permiten gobernar
con facilidad y sin necesidad de coaliciones. Son sistemas para países que
consolidan la presencia de dos partidos grandes en alternancia, y algunos
testimoniales que se limitan a recordar que socialmente hay opiniones
discrepantes, pero nada más. Son sistemas propios de sociedades en las que se
busca la gobernabilidad y la estabilidad, y en las que es difícil que haya
cambios políticos, económicos y sociales importantes; pero en las que se
acumulan dosis importantes de descontento sin salida.
El sistema proporcional es más
justo; aunque hay muchas variantes, enfocadas a corregir más o menos la proporcionalidad.
Esto se debe a que, si bien cuanto más proporcional es más justo, pues permite
que opciones muy minoritarias consigan alguna representación y que por ello
mismo se anime la participación, es muy difícil que se den gobiernos
monocolores y con mayorías parlamentarias; esto es, se dificulta la
gobernabilidad y se pierde estabilidad. Por eso no hay sistemas proporcionales
puros y se suelen dar diferentes grados de corrección; en parte para buscar
cierta estabilidad política y en parte para impedir cambios radicales. Bien es
cierto, que tradicionalmente los cambios solían ser de signo progresista; pero
últimamente, y no es la primera vez históricamente, los riesgos de reversión
social han crecido mucho y los riesgos de falta de estabilidad pueden incluso afectar
a la consolidación de las mejoras sociales conseguidas. No obstante, en
principio las correcciones para reducir la proporcionalidad buscan en general
la gobernabilidad y la estabilidad a través del afianzamiento de pocos
partidos.
Por esto último es por lo que los
partidos más grandes en los sistemas electorales proporcionales se apresuran a
cantar victoria cuando sacan más votos que los demás, aunque no logren la
mayoría absoluta, y reclaman cínicamente una legitimidad para gobernar que el
sistema no les permite ni les reconoce, como si estuvieran sufriendo una
injusticia. Esto sirve para que su electorado se sienta “traicionado” y sea más
propenso a reclamar cambios constitucionales hacia el bipartidismo, que en el
fondo llevarían a un sistema menos justo. Evidentemente en un sistema de corte
mayoritario hay menos problemas para formar y mantener gobiernos, el partido en
el poder tiene manos más libres para hacer sus políticas y se impide un control
exhaustivo de su política, y de paso los dos partidos mayoritarios crean una
especie de techo de cristal que impide que nuevos partidos a derecha e
izquierda puedan crecer lo suficiente como para pasar de testimoniales a
alternativas de gobierno.
Lo llamativo es el caso de los
medios de difusión, quienes están obligados a tener un enfoque más
independiente y a hacer un análisis más objetivo. Pero el problema es que en
las democracias actuales, todas dentro de un sistema capitalista, los medios
están en manos de empresas, y su objetivo principal no es informar bien o
concienzudamente, sino “vender” noticias, lograr audiencia y lectores, aumentar
el share y el tiempo de conexión al medio. Porque de ello depende la tirada,
las suscripciones, y sobre todo la publicidad que les financia. Por no hablar
de los objetivos de lograr poder e influencia. Los titulares de las noticias
son transcendentales y decisivos para captar y mantener la atención. Si una
noticia no es per se lo suficientemente llamativa se la enfoca de la manera
necesaria para que lo sea o lo aparente.
Con este condicionante ineludible
en nuestro Sistema, se vende mejor un titular de quién ha sacado más diputados,
de “quién ha ganado las elecciones”, aunque sea por la mínima, en lugar de
hablar de un resultado en el que la voluntad popular se ha dispersado entre
varias opciones todas minoritarias. Se da el triunfo al que saca el 30% o el
25%, al margen de la lectura que se pueda hacer de cómo se ha distribuido el
otro 70% o 75%. Llegando a veces a ocultar que la opción real más probable es
una coalición de otro signo diferente al “ganador”, o a presentarla como espuria
y fraudulenta. Los medios suelen presentar como sorpresas, las vivan de esa
manera o no, o hablar de cambios sustanciales en el voto, lo que no son más que
variaciones pequeñas, pero que dado el tipo de sistema electoral, especialmente
en el caso de los mayoritarios, acentúan sobremanera sus efectos en términos de
escaños. Los medios han vendido triunfos electorales con menos del 40% en
sistemas proporcionales, o incluso inferiores al 30% en los mayoritarios, como
mareas ciudadanas que han acabado influyendo en la percepción de la sociedad
sobre su propio clima. Se han sacado conclusiones erróneas y hasta falsas sobre
los procesos sociales, y cuando posteriormente se ha visto que eran exageradas,
no se han moderado los análisis previos, sino que se han “corregido” con otro
exceso de signo opuesto. Cualquier cosa al servicio del interés económico o la
soberbia profesional.
Por unas razones unos, por otras
los otros, nadie está interesado en contar e interpretar la realidad tal cual
es. Hoy día las elecciones se han convertido en espectáculos mediáticos y en
oportunidades políticas para acelerar o revertir la realidad. En cualquier
caso, como dice el dicho periodístico, “No dejes que la realidad te estropee
una buena noticia”.
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