DECÁLOGO DE HETERODOXIAS PROGRESISTAS

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 Pedro Espino Hurtado


En los países desarrollados y democráticos existe una corriente de opinión que podríamos considerar como nicho cultural progresista. Así, es difícil que en nuestro medio haya personas de izquierdas que no defiendan los derechos LGTBI, que no utilicen el término Euskadi hablando en castellano o que no defiendan la gratuidad de la enseñanza universitaria. A veces, cuando uno se aventura a introducir matices acerca de conceptos tenidos como progresistas o cuestionar algunas verdades indiscutibles, se tienen respuestas del tipo de “Pero si eso es lo que dicen los de...”. De este modo, se ha instaurado una corrección política expresiva que pocos se atreven a saltarse. 

Mi intención en estas líneas es enumerar varios de estos axiomas supuestamente progresistas con los que algunos, desde la racionalidad y el pensamiento de izquierdas, no coincidimos. El orden en el que aparecen no implica ninguna jerarquía de valor.

El apoyo a los nacionalismos periféricos, que hace tiempo era una característica del pensamiento de la izquierda, se ha modulado en la actualidad y ha dejado de ser unánime, por lo que no lo incluyo en este decálogo. 

Celebración de elecciones primarias en los partidos políticos

Es casi general la idea de que lo realmente democrático es que los partidos políticos lleven a cabo elecciones primarias para elegir a sus candidatos. Esto, como tantas cosas, se ha importado desde la cultura política estadounidense. Pero no hay que olvidar que allí los votantes registrados de los partidos eligen al candidato presidencial, y que el presidente será elegido mediante votación popular y tendrá unas funciones ejecutivas. Dado que en España se eligen parlamentarios y no presidentes, unas auténticas primarias tendrían que hacerse para designar a cada uno de los componentes de las listas de candidatos a diputados (o concejales). Las primarias para los candidatos a Presidente son un poco artificiales, especialmente en el caso de los partidos sin opciones a ganar, que son la mayoría. 

Vigencia y urgencia de la reivindicación republicana

Una jefatura del estado hereditaria es difícilmente defendible desde posiciones progresistas. Sin embargo, no hay que olvidar que la Segunda República Española lo que hizo fue sustituir a una monarquía gobernante y, además, en aquella nunca se eligió al presidente por votación popular sino que era elegido de manera indirecta a través del parlamento y de unos compromisarios con voto secreto; este hecho tenía lógica ya que no se trataba de presidencias ejecutivas, sino de un sistema similar al que existe hoy, por ejemplo, en Alemania, Italia, Israel... Así, cabe la posibilidad de que, si hubiéramos tenido un régimen republicano durante el gobierno de Rajoy, se habría sufrido a José María Aznar o a Rodrigo Rato como Presidente de la Tercera República. Reconocer esto no es declararse monárquico sino pensar que podremos ver la República en un futuro más o menos próximo, pero que ello no resolverá ningún problema destacable. 

Aplausos

El aplauso en señal de aprobación o entusiasmo debería ser una manifestación dosificada ya que su abuso le hace perder valor. Reservado antes casi exclusivamente para expresiones artísticas, se ha convertido en un fenómeno ubicuo de la actividad política y social. Si yo estuviera en el organigrama jerárquico de una organización política, trataría, si no de prohibir, de reducir al mínimo los aplausos. Cuando en el Parlamento los diputados aplauden, prácticamente en exclusiva, al orador de su partido, ¿qué valor tienen esos aplausos? Hace tiempo, en los mítines, los asistentes aplaudían a los oradores, pero en la actualidad en cualquier acto político todos aplauden a todos (creo que los pioneros en esto fueron los actos de Podemos, aunque ahora es moneda común en todos los partidos). Esta inflación de aplausos se ha generalizado fuera del ámbito político, y ahora se aplaude en cualquier concentración de repulsa a un asesinato o a una agresión, en el entierro de tres jóvenes fallecidos en un accidente de tráfico cuando volvían a su pueblo tras una noche de fiesta (¿a quién se aplaude?), etc.    

Lenguaje inclusivo (debería llamarse duplicativo) y jerga de moda

Es prácticamente imposible encontrar un acto político, o un documento, de la izquierda –y últimamente no solo de la izquierda– trufado de expresiones con pretensión de corrección política y del cansino ‘compañeros y compañeras’, ‘trabajadoras y trabajadores’, etc. (es curioso que nunca dicen ‘corruptos y corruptas’ o ‘explotadores y explotadoras’). Esta técnica expresiva, demagógica y que supongo que pretende obtener réditos electorales, es, además de aburrida, incorrecta gramaticalmente. Se olvida que en español el masculino es en principio el género no marcado y que su uso no invisibiliza ni humilla a nadie. Es una característica de nuestro idioma, como lo es en inglés la práctica inexistencia del género, o que, por ejemplo, el finés y el húngaro tengan una sola palabra para ‘él’ y ‘ella’. Incluso existen idiomas en los que el femenino es el género no marcado, sin que por ello sean más igualitarias las sociedades en que se hablan. Es decir, cada idioma tiene sus peculiaridades y en español la expresión ‘abuelos maternos’ incluye a un hombre y a una mujer, y la palabra ‘víctima’, de género epiceno y artículo femenino, incluye a personas de ambos sexos. Desde el activismo de la corrección política se dan paradojas como haber conseguido introducir un inelegante femenino para ‘juez’ (jueza) y renunciar a un femenino ya existente como ‘poetisa’ para utilizar como común el masculino ‘poeta’. Pero lo más importante es que construyendo un discurso extenuante no arreglan nada de lo que supuestamente pretenden enmendar los defensores de esta técnica. 

Universidad gratuita

Es difícil encontrar a alguien de izquierdas que no defienda la gratuidad de la universidad. Sin embargo, a pesar de que haya licenciados universitarios con trabajos precarios, en general los licenciados suelen tener más posibilidades de conseguir empleos mejor remunerados, es decir, un título universitario suele aparejar un privilegio. Por ello, una universidad gratuita para quien la puede pagar no parece que sea un objetivo de justicia. En los países del espacio de la Unión Soviética la universidad era gratuita, pero no era garantía de mayor remuneración en la etapa laboral posterior; aún así, este sistema fracasó. Parece defendible que lo auténticamente progresista es que la universidad pública la paguen –si no del todo, al menos en gran parte– los alumnos y que exista un sistema de becas justo y riguroso al que se puedan acoger los estudiantes de las clases humildes (aquí, el fraude fiscal es un elemento distorsionador ya que no siempre coinciden los ingresos familiares declarados con los ingresos reales, pero esa es otra cuestión).  

Superlativismos

[Me permito utilizar este término no incluido en el diccionario académico pero que considero útil para referirme a expresiones hiperbólicas]

Ante cualquier fenómeno social es frecuente emplear, al describirlo, la palabra más altisonante posible, se supone que en un intento de enfatizar aquello que se trata, especialmente si es un hecho con connotaciones negativas. Esta falta de rigor no me escandaliza en la derecha: el entonces Presidente de Melilla, Juan José Imbroda, calificó de ‘golpe de estado’ el cambio de gobierno mediante la moción de censura que el PSOE presentó el año 2018; en noviembre de 2018 empezó a funcionar la zona Madrid Central, a la que, el que fuera alcalde de Alcorcón, David Pérez equiparó al muro de Berlín; en medios nacionalistas catalanes se utilizó el término ‘genocidio’ para describir lo que ocurrió el día del aciago referéndum del 1 de octubre de 2017. Pero esta tendencia a la hipérbole no es privativa de la derecha. Para que no quede duda de la solidez de sus propias posiciones, son muchas las personas del ámbito progresista, e incluso escritores con firmas de prestigio, que abusan –banalizándolos– de términos como fascismo (y antifascismo), genocidio, terrorismo (aplicado incluso a sentencias judiciales), esclavismo, violencia o discriminación, aplicándolos a hechos de mucha menor entidad. 

Topónimos de lenguas vernáculas o endónimos

El término endónimo se aplica al nombre con el que un lugar es denominado en la lengua vernácula del país en el que se encuentra. Sería el caso de, hablando en español, decir ‘London’ en lugar de ‘Londres’ o ‘Deutschland’ en lugar de ‘Alemania’. Probablemente en todos los idiomas se han modificado las palabras de lugares de fuera del país para adaptarlas a la escritura y fonética del idioma local: esto ocurre con topónimos de gran tradición de uso, y se da menos con lugares cuyos nombres no se han utilizado de manera habitual (por ejemplo, si hablamos de un pueblo remoto de Escocia que casi nadie conoce), de manera que se tiende a respetar el término extranjero si está escrito con caracteres latinos. Pero lo que parece lógico es que hay que hacerlo de manera coherente y no contradictoria. 

Es un hecho indiscutible que durante el franquismo se prohibió y reprimió el empleo de las lenguas españolas diferentes del castellano (es conocida la consigna “Habla la lengua del imperio”). Durante la dictadura, la izquierda simpatizó con los nacionalismos periféricos al considerarlos aliados en la resistencia antifranquista. Por esta causa, y por un cierto complejo, se ha dado un fenómeno de ultracorrección política lingüística y se cambiaron en diferentes leyes de 1992, 1998 y 2011 las denominaciones oficiales de Gerona, Lérida, La Coruña, Guipúzcoa, etc., incluso hablando y escribiendo en castellano. Sin embargo, no sé si por falta de rigor, cultura o coherencia, es frecuente que políticos y periodistas, hablando en castellano escriban Girona y pronuncien Yirona (bien), pero escriban Barcelona y pronuncien Barzelona en lugar de Barselona (contradictorio), no respetando siquiera lo que defienden. 

Este fenómeno de los políticos queriendo dejar su huella en áreas como el idioma, y en las que con frecuencia patinan, se ha repetido hace menos tiempo cuando la vicepresidenta Carmen Calvo pretendió que la Real Academia Española (RAE) modificara la redacción de la Constitución para “incluir a las mujeres”; parece que la vicepresidenta pasaba por alto cuáles serían los mecanismos para implementar dicho cambio. La RAE respondió diciendo que la Constitución era gramaticalmente impecable. 

Matrimonio homosexual (¿igualitario?)

La defensa del matrimonio entre homosexuales ha pasado a ser una piedra de toque de las ideas de la izquierda política, de tal manera que es difícil introducir matices sin ser tildado de retrógrado, homófobo, etc. Permítaseme un símil. Dado que en la enseñanza pública se imparten clases de religión católica, desde posiciones laicas de izquierda ¿hay que defender que en los colegios se impartan clases de religión islámica, judaísmo, hinduismo, etc.? Parece más adecuado que la enseñanza de la religión pase al ámbito privado o que la impartan las propias organizaciones religiosas. Mutatis mutandis, en mi opinión, lo auténticamente progresista no es defender una institución conservadora como el matrimonio ampliando las condiciones personales de sus integrantes, sino legislar para que el ciudadano adulto tenga una relación directa con el Estado, en derechos y deberes, sin el colchón de una microsociedad como el matrimonio. Lo adecuado sería despojar al matrimonio de los privilegios que pueda disfrutar para que no haya nadie que sea discriminado por no formar parte de dicha entidad (en este terreno se invocan conceptos como consentimientos, herencias...). Porque, puestos a ampliar la institución, se podría hacer con grupos de más de dos personas o de personas de la misma familia. El dilema no debería ser apoyar o rechazar el matrimonio entre homosexuales. O dicho de otra manera, ¿es posible no estar en contra del matrimonio homosexual y, al mismo tiempo, no creer que su legalización sea un avance progresista?  Yo nunca me manifestaría contra estos matrimonios, como hace la jerarquía católica –me da igual que existan o no–, pero no acepto que lo progresista sea defenderlos. 

Discriminación (si no es normativa, es otra cosa)

Hoy, parece que no se es nadie si no se sufre alguna discriminación o no se forma parte de un colectivo secularmente discriminado. A mi juicio, la discriminación es normativa o, si no, es otra cosa más compleja. Las discriminaciones normativas son más fáciles de abolir si existen la voluntad política y la capacidad para hacerlo. Otras diferencias que afecten a grupos humanos pueden estar radicadas en prejuicios ideológicos, tradiciones, procesos complejos, etc., más difíciles de contrarrestar. Por ejemplo, las pensiones medias más bajas se cobran en Extremadura y Galicia, y las más altas en el País Vasco y Asturias. Si existiera algún método expeditivo para lograr la igualación sería relativamente fácil conseguirlo. Pero este hecho se debe a causas más complejas como son los tipos de empleo y los salarios durante la vida laboral. No sería aceptable culpar a los pensionistas asturianos –muchos de ellos con pensiones asimismo bajas– de la discriminación sufrida por extremeños o gallegos. Argumentos similares se podrían aplicar a otras supuestas discriminaciones como la denominada ‘brecha salarial de género’ o a eslóganes del tipo de ‘España nos roba’. 

Sentencias del franquismo

En la izquierda, existe una amplia corriente de opinión que defiende que se deberían anular las sentencias penales del franquismo. Así, la Justicia española debería declarar inocentes a Miguel Hernández, Julián Grimau, etc., por hablar solo de personajes conocidos. En mi opinión, dada la ilegitimidad del régimen franquista, todas las condenas de carácter político fueron, por definición, ilegítimas (también lo serían muchas condenas ajenas al ámbito político). Anular la condena de los represaliados podría tener valor solo en el caso de que siguieran vivos los ejecutores de dichas condenas y aquellos a quienes se les pudieran exigir responsabilidades. Sin embargo, el tiempo transcurrido, con desaparición de la mayor parte de los que intervinieron en dichas condenas, y la Ley de Amnistía de 1977 hacen poco practicable su anulación. Sería absurdo, en mi opinión, declarar ahora inocentes a Largo Caballero o a Negrín. Sí, fueron culpables de haberse opuesto al golpe de estado de 1936. 

*      *      *

 En definitiva, creo que desde la izquierda se puede, y quizá se debería, no comulgar con los puntos de corrección política enumerados. El empleo del término ‘decálogo’ en el título se basa en una cierta tradición literaria; sin embargo, creo que no es difícil ampliar a bastantes más de diez el número de axiomas políticamente correctos que se podrían cuestionar desde las filas progresistas.

 

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