EL NEURÁLGICO ASUNTO DE LA DEUDA

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 Antonio Sánchez Nieto. 



Me ha impresionado la lectura de “En deuda”, de David Graeber, editado por Ariel en el año 2015.

Es una crítica radical a la historia de la economía clásica que trasciende lo académico para intervenir en el actual debate político que se está dando en Occidente sobre el modelo de capitalismo financiero. Cuenta cómo la Humanidad hasta el siglo XVIII utilizó el crédito personal, sin interés, como instrumento de intercambio económico y apenas utilizó la moneda en lo cotidiano. Insinúa con ello que otra economía alternativa a la financiera es posible, desacralizando el tema de la deuda.

Se publica en el contexto de la turbulencia social que se produce en todo Occidente por la salida de la Gran Crisis.

Hasta la caída del Muro la economía de los países desarrollados se basaba en un pacto implícito mediante el cual una parte de la plusvalía generada se repartía con los trabajadores y el Estado cumplía una función de redistribución mediante impuestos progresivos que financiaban lo que se llamaba Estado de Bienestar; además intervenía directamente en la economía mediante empresas públicas o regulaciones de la economía, incluyendo la financiera. La caída del Muro hizo innecesario  para el capital la existencia del pacto que ya previamente había sido puesto en cuestión por numerosos think-tanks primorosamente coordinados y financiados por empresas y políticos como Reagan, Thatcher, Blair..., que con un discurso de vuelta a las esencias del libre mercado, aborreciendo toda regulación estatal, lograron imponer un nuevo “sentido común” absolutamente revolucionario que apenas tuvo resistencia por parte de una izquierda política en desbandada (o algo peor). La eficiencia se impuso como único argumento legitimador de la economía.

El paradigma neoliberal auguraba que, si se reconstituía una tasa de plusvalía apetecible, los muy ricos, al cabo de algún tiempo, provocarían un crecimiento de la economía que acabaría con el paro y haría ricos a muchos trabajadores. Ahora bien, eso requeriría condiciones: seguridad jurídica de las inversiones, estabilización de los salarios, disminución de impuestos para los ricos... Lo llamaban política de oferta.

¿Cómo conseguir que los salarios no suban, empeorando las condiciones de trabajo, sin que la gente se enfurezca (aunque serían cabreos pasajeros, sin peligro para el sistema, porque el modelo alternativo ya se había diluido en el fracaso)? Impulsando la economía financiera: créditos baratos para todo el mundo, aunque careciera de solvencia, e hipotecas baratas para comprar casas, las hipotecas basura.

Seguramente la caja de Pandora se abrió en 1971 cuando Nixon estableció el cambio flotante del dólar, desvinculándolo del oro (35 dólares por onza de oro) para evitar el vaciamiento de las reservas federales que se estaba produciendo por los terribles gastos de la guerra del Vietnam. El dinero dejó de tener respaldo físico y apareció el dinero fiduciario (mero papel sin ningún valor intrínseco que se consideraba dinero porque así lo había decidido el gobierno). Al no existir el límite de las reservas de oro, la emisión de papel moneda y otros instrumentos fiduciarios se desbordó.

Simultáneamente en todas las empresas el capital físico se convirtió en un lastre. Todo debía transformarse en dinero inmediatamente. Todos los activos fijos debían convertirse en liquidez. Como la vida misma, la vida líquida.

Este proceso de financiarización obligó incluso a cambios de lenguaje que paliaran imágenes negativas de la palabra endeudamiento: pasó a llamarse “apalancamiento financiero”, palabra sugerente, sexy. Durante años se vivió una orgia de endeudamiento con plena satisfacción de apalancados y apalancantes. Todos se unieron a ella; las empresas, los gobiernos, la derecha, los socialdemócratas, los trabajadores..., era tan agradable. Las instituciones internacionales responsables de regular la globalización y los conflictos entre deudores y acreedores, como la OMC o el Banco Mundial actuaron como representantes de los acreedores e invitaron a la orgía.

           Y de repente, por la publicación de casos de corrupción, a los que daban les entró desconfianza y, después, el pánico. Y se acabó la juerga. Cayeron en la cuenta de que la deuda es pecado. Que el crédito carecía de la solvencia que aportan los activos físicos. Reclamaron lo debido y los apalancados quedaron con el culo al aire. Los gobiernos, siguiendo protocolos de autoayuda, se dispusieron a ayudar a los más necesitados, los bancos, a costa de los deudores a los que, además de exprimirles económicamente, humillaron por irresponsables. A los apalancados países del Sur, se les llamó PIGS, acrónimo en inglés de Portugal, Italia, Grecia y España, una cuadrilla despreciable de deudores libidinosos genéticamente corruptos. Para los acreedores que organizaron la gran juerga, la civilización mediterránea es la Gran Puta de Babilonia.

El modelo funcionó mientras duró la confianza (crédito significa confianza. Solo confianza, sin activos que la respalden). Aunque el paradigma neoliberal está desacreditado, su funcionamiento sigue incólume porque “el poder” permanece intacto.  El problema de la deuda permanece y es segura otra gran crisis financiera.

  Creo que es útil aclarar la diferencia entre la naturaleza del dinero en la economía clásica y la financiera: en la primera cumplía una función intermediaria según el esquema: M-D-M (se vendía una mercancía que se convertía en dinero para comprar otra mercancía). En la economía financiera el dinero deja de cumplir una función intermediaria para convertirse en un producto, una mercancía, con arreglo al esquema M-D-D. La naturaleza especulativa del proceso es inocultable.

El panorama después de la crisis ha cambiado radicalmente.

§  El modelo económico genera una tendencia a la desigualdad como nunca en la Historia, que le hace socialmente insostenible e ineficiente, sin que los beneficiados sepan cómo controlarlo.

§  La imagen del vaso que rebosa tanta riqueza que gotea sobre los de abajo, se ha convertido en algo risible.

§  Novedosamente, con el actual modelo económico, el crecimiento por sí mismo no crea el empleo previsible.

§  Confiar en la revolución técnica producida por las nuevas tecnologías no parece prudente. A lo largo de la historia de la Humanidad el crecimiento económico ha sido muy lento y solo se ha acelerado puntualmente desde el siglo XVIII por las tres revoluciones industriales producidas por inventos: la máquina de vapor, la electricidad y el motor de combustión. Ahora estamos en la cuarta revolución y no parece que las nuevas tecnologías produzcan necesidades masivas de mano de obra.

§  La crisis ecológica es indiscutible, y para combatirla se necesitan inversiones en infraestructuras que el capital privado es incapaz de aportar. El regreso a las inversiones públicas parece inevitable.

§  La crisis ha puesto de manifiesto que, dentro de la Unión Europea, existen intereses irreconciliables entre deudores (el Sur) y acreedores (el Norte). La palabra “solidaridad” carece de contenido. La soberanía nacional suena a guasa en los asuntos esenciales. En Alemania vuelve a imponerse la geopolítica.

§  La crisis económica está produciendo un cambio de valores. Si el modelo económico reciente se basaba en el crédito, ahora se basa en el temor a una nueva crisis. Podríamos decir que se basa en el descredito. Pero ese descrédito, desconfianza, no se limita al modelo económico, sino que alcanza a todas las instituciones políticas y sociales, y, podríamos decir, de expectativa de futuro. Sobre esta “sociedad de descrédito” es difícil diseñar salidas.

 

El nivel de la deuda en el mundo es tan desaforado que su amortización supone una carga en los presupuestos que impide afrontar las inversiones necesarias en infraestructuras, educación y estado de bienestar. La única manera de afrontarlo hasta ahora ha sido el endeudamiento internacional financiado por los recortes sociales en los países deudores. Con este sistema se asegura la contingencia de crisis financieras cada vez más graves.

Hablemos de España. La forma más sana de financiar la deuda (que supera el 120% del PIB) sería mediante acumulación de superávits comerciales, cosa difícil en una estructura económica basada en artículos con poco valor añadido y con mano de obra barata. La financiación externa solo se consigue si se da confianza a los acreedores, que cada vez impondrán condiciones más duras (entiéndase recortes en Sanidad, Educación y todos los capítulos del Estado de Bienestar). La actual “solidaridad financiera” de la UE viene obligada por la excepcional gravedad de la Pandemia y finalizará con la contingencia. Por tanto, la única posibilidad de financiar el Estado de Bienestar es una reforma fiscal que consiga que los ricos paguen impuestos. Lo malo es que será insuficiente y creo que irremediablemente afectaría a gran parte de la clase media que preferiría disminuir el Estado de Bienestar antes que pagar más impuestos. Los neoliberales triunfaron totalmente, no solo imponiendo su modelo económico, sino el cultural (el sentido común), que maldice los impuestos. Esto lo sabe de sobra la derecha que, pura pornografía, plantea rebajar los impuestos. A mí me resulta deprimente que la izquierda sea incapaz, por timorata, de plantear la realidad incontestable de que el Estado de Bienestar depende de los impuestos; que el debate esencial gira alrededor de los impuestos y que el resto (conflictos por identidades de género, nacionales, emigración...) son primera, segunda o terceras derivadas de este. Es fácil augurar un grave conflicto social.

Graeber es un antropólogo que escribe sobre Historia. Y eso suele propiciar enfoques originales, libres de los límites que se autoimponen los especialistas. En este libro propone una historia de la economía realmente alternativa a la académica vigente.

Descubre cómo bajo la apariencia de un debate académico, la naturaleza ética de la deuda subyace una cuestión política capital en estos momentos: ¿es posible liberar al mercado de la deuda?

Alerta sobre lo que implica que, por vez primera en la Historia, la Humanidad se divida en deudores y acreedores.

No es este un libro para entretener. Es de esos ensayos que, al terminar de leerlos, te asombras de cómo cosas elementales te han sido ocultadas por la cultura oficial. Y te sientes ignorante.

Las primeras trescientas páginas del libro se dedican a romper el mito fundacional de la economía liberal: que la economía previa a la moneda se basaba en el trueque. Y demuestra que lo del trueque es un mito del que no existen pruebas. Que lo que realmente existió fue el crédito personal: la gente se ayudaba entre sí y el mercado (que siempre existió y del que el capitalismo es solo una modalidad, seguramente la más cruel) se basaba en la confianza (el crédito). Raramente se incumplía una promesa, porque a quien perdía el crédito se le condenaba a la muerte civil (nadie, nunca, le dirigiría la palabra).

Divide el tiempo de cinco mil años de historia en una Edad Antigua (de 3500 a 800 A.C.), Era Axial (del 800 A.C. al 600 D.C.), Edad Media (hasta 1450 D.C. Era de los grandes imperios capitalistas (hasta 1971) y otra aún por denominar hasta nuestros días.

Geográficamente localiza la Civilización Clásica (formada por Oriente Medio, Egipto, Grecia, Roma y lo que denomina, con igual ironía y precisión, el Lejano Occidente), la India y China.

Como decía, las primeras trescientas páginas explican la actitud de las diferentes civilizaciones ante el mercado, la moneda, los mercaderes, el préstamo, el interés, la deuda, la esclavitud casi siempre ligada a la deuda, la actitud de las religiones y su evolución respecto al préstamo con interés, la aparición simultánea durante la Edad Axial de la moneda, siempre ligada a los ejércitos permanentes, y las grandes religiones en las tres civilizaciones (el judaísmo, el confucianismo, el budismo y el islam); la ritualización del perdón de la deuda,  que aparece en todas las civilizaciones (por ejemplo, en la religión judía cada siete años se celebraba el año sabático en que se perdonaban todas las deudas); como todas las novedades mercantiles y de funcionamiento eficiente de la sociedad se dan siempre con retraso en el Lejano Occidente hasta el siglo XVIII; la desaparición  de las sociedades esclavistas en la Edad Media; la infrautilización de la moneda por la mayoría de la población que contaba otros instrumentos, como el palo de conteo. Todo ello aderezado con una erudición absolutamente necesaria para entender el proceso que estalla en el siglo XVI y que implica, para la mayoría de la Humanidad, un empeoramiento dramático de sus condiciones de vida respecto a la Edad Media.

Esa exposición pretende hacerse desde visiones absolutamente ajenas al eurocentrismo (para remarcarlo, suele llamar a la Europa nórdica situada en los márgenes de la civilización mediterránea, Lejano Occidente) lo que da un plus de credibilidad.

A mitad del libro, cuando comienza a analizar la Edad Moderna, el autor “se calienta” (incluso cambia de metodología analizando casi exclusivamente el proceso en Occidente, posiblemente dando por obvio que el resto de la Humanidad se rige, a partir de entonces, por el modelo económico europeo) y describe de qué forma la universalización del préstamo con interés, impersonal, pudre cualquier atisbo de humanidad en las relaciones sociales del mercado, introduciendo en el “sentido común” la falsa idea de que el capitalismo es  la única modalidad posible de mercado. Cuenta cómo durante la Edad Media, en la mayoritaria población aldeana, la falta de moneda se sustituía con el crédito en las pequeñas transacciones: todo el mundo vendía y compraba al vecino. La mayoría de la población era deudora y acreedora al mismo tiempo. El crédito que permitía su funcionamiento era la reputación de honestidad de la persona. La moneda solo circulaba en las transacciones de los grandes mercaderes, para las que el apretón de mano en la feria no es suficiente garantía de pago de deudas (aunque sí lo era en el zoco islámico), el pago de impuestos, para pagar a los mercenarios, a los jueces... Por otra parte, también utilizan la moneda las personas marginales, las personas sin crédito: prostitutas, saltimbanquis, adivinos, forasteros... Paradójicamente son los agentes de la ley y sus perseguidos los que utilizan la moneda. Estos valores de sociedad solidaria todavía son hegemónicos en la primera mitad del siglo XVII.

Es evidente que esta descripción tan idílica de la solidaridad en la sociedad rural habría que matizarla, pues es al tiempo una sociedad muy cruel.

La Edad Moderna, el Renacimiento, supone una revolución en los valores que posibilita una explosión en las ciencias naturales, en la libertad de pensamiento, en los descubrimientos tecnológicos (como la imprenta) ... La sustitución de Dios por el hombre como centro del universo constituye un gigantesco paso adelante en la historia de la humanidad, pero, como en todos los procesos conflictivos (y este lo fue en grado sumo), tuvo ganadores y perdedores. Los perdedores fueron la inmensa mayoría de la población: los pobres.

Durante la Baja Edad Media la Iglesia cumplía una función de freno frente a la barbarie feudal. Regulaba, mediante el campanario, la jornada laboral de los campesinos; el número de fiestas llegó, en algunos momentos y lugares, a alcanzar la mitad del calendario; se establecían “treguas de Dios” en las guerras, muy ritualizadas para ocasionar el menor número de víctimas posibles (bien es verdad, que limitadas a las personas de calidad); se prohibía el interés en los créditos...

Con la Edad Moderna aparecen los estados centralizados con ejércitos permanentes de mercenarios, lo que implica una mayor monetización de la economía, con aumentos de impuestos (que solo pagan los comunes) y la legalización y posterior generalización del préstamo con interés. Toda forma de solidaridad colectiva comienza a ser vista con sospecha. El crédito personal, sin papeles, sin interés, entre aldeanos, se convierte en sospechoso y, a menudo, tiene consecuencias penales. Por vez primera el gobierno interviene en el mercado legalizando el interés y asegurando el pago de las deudas mediante penas de cárcel. (En el islam los gobernantes siguen sin intervenir en el zoco). Comienzan los cerramientos de las grandes fincas, se acaban con las propiedades colectivas como el monte o la caza.

Los feudales y propietarios, que lidian con una situación nueva, la del endeudamiento, carecen de los conocimientos de la emergente “clase” bancaria sobre las técnicas del cálculo financiero y, a menudo, son víctimas de engaño. Resumiendo, la legalización del tipo de interés hizo que la mayoría de la población se sintiese sujeta a ese yugo. Quienes podían recurrieron a aumentar los impuestos sobre los campesinos. Estos ya no tenían ni el refugio de la Iglesia (muy debilitada por la Reforma), y los protestantes se pusieron desde el principio del lado de los poderosos. Por ejemplo, los escritos de Lutero, masivamente extendidos por la imprenta, habían abierto los ojos a los campesinos y provocado una rebelión antifeudal. Cuando Lutero vio cómo los miserables campesinos siguiendo su doctrina, habían interpretado libremente la Biblia y puesto en peligro el orden establecido, montó en santa cólera y escribió que los rebeldes deberían ser exterminados, recomendación que fue acogida respetuosamente por los nobles y cien mil rústicos pasaron a mejor vida. Cosas parecidas ocurrieron en el resto de Europa.

Si bien los bancos habían aparecido en la Edad Media, es en la Moderna donde alcanzan el apogeo de su poder. La guerra se financia previamente con la deuda. Consecuentemente los banqueros se convirtieron en un poder insuperable. Hasta Carlos V y Felipe II cedieron ante los Fugger y los Welser cuando intentaban devaluar la moneda para atenuar sus deudas. Los banqueros amenazaron con no volver a prestarles y los Reyes doblaron la cerviz. Pocas veces los bancos quebraron. Muchos han durado más que cualquier dinastía (Il Monte di Pasto de Siena todavía sigue funcionando). Las cárceles se llenaron de deudores y el miedo a los acreedores se hizo universal a la vez que el crédito impersonal y monetario se convirtió en inevitable.

Para explicar cómo el préstamo con interés determinó el comportamiento de la gente, echa mano Graeber a un arquetipo de la nueva era: el conquistador. Lo hace a través de una traducción al inglés de “La conquista de América” de Todorov. Una de las tesis de este historiador, que se apoya en las fuentes directas de Bernal Díaz del Castillo, Hernán Cortés, fray Toribio de Benavente, fray Bartolomé de las Casas y otros, es que, cuando se unen poder sin control, el actuar en los márgenes de la civilización y la impunidad que esto trae consigo, el ser humano desarrolla toda su potencialidad de mal. Otra de sus tesis mantenía que el hecho de no sentirse nunca satisfechos con lo conseguido, montañas de oro, era porque la codicia siempre es insaciable. Los capitanes de Hernán Cortés nunca se retiraron a gozar de sus ganancias. Todos emprendieron nuevas conquistas después de la de México.

Graeber rechaza el argumento psicológico de la codicia “insaciable”. Según él no era sólo la ambición lo que les empujaba a la acción, sino la necesidad: estaban arruinados por las deudas que no podían cubrir y que habían adquirido en el momento de planear la empresa. La ballesta, el arcabuz, la pólvora, la espada… y todo el equipo de cada soldado había sido adquirido individualmente mediante préstamo con interés.

En una sociedad todavía impregnada por los valores medievales, Hernán Cortés es ya un hombre moderno, renacentista: no le mueve el honor, sino el cálculo. No piensa como un caballero, sino que podría ser un arquetipo de Maquiavelo. Cortés es un genio militar y diplomático con muy pocos escrúpulos, lo que no solo es achacable a su naturaleza sino a la emergencia de nuevos valores morales que pronto sustituirán a los medievales. Es una mala persona que triunfa en una sociedad que requiere que lo sea. Siempre miente y nunca cumple ninguno de sus compromisos ni con sus enemigos, ni sus aliados, ni sus capitanes, ni sus soldados, ni sus mujeres, ni su rey. Bernal Díaz del Castillo, un soldado a su servicio, lo describe magistralmente en su libro. A todos engañó… menos a sus banqueros. Su vida después de la conquista de México es una constante queja de pobreza, pidiendo auxilio al Emperador frente a sus deudores.

Todos sus capitanes se vieron obligados a emprender nuevas conquistas a Honduras, Guatemala, el Yucatán... Hasta Pedro de Alvarado, su lugarteniente, estuvo preparando una conquista de China. Y no, no fue la testosterona lo que les impidió instalarse en la molicie, sino el tipo de interés.

El peso de la deuda repercute en toda la sociedad. Un ejemplo: cuando los españoles conquistan América, la monarquía peninsular se encuentra en un momento de cambio de era en el que vestigios medievales, como el poder de la Iglesia, permanecen como en ninguna otra parte de Europa. Los españoles que llegan a América no son un poder monolítico. Surgen intereses contradictorios de forma constante. Se establece un debate jurídico y político muy serio sobre qué hacer con los indios. Y, de hecho, el debate lo ganan los protectores. La espada y la cruz a menudo no iban juntas. Abundó la legislación protectora de los indios, pero en el momento de confrontarla con la realidad, o bien las autoridades locales no se atrevieron a enfrentarse con los colonos, o bien dejaba de aplicarse al poco tiempo. Aunque tuviera efectos paliativos, no pudo evitar que, como siempre, la economía se impusiera a la decencia.

En las otras potencias nórdicas, donde la Reforma había acabado o debilitado el poder de la Iglesia, el desarrollo de la modernidad (llamémosle capitalismo) se aplicó en toda su potencialidad sin apenas conflictos humanitarios.

Además, ya habían desarrollado instrumentos, como las corporaciones, que liberaban de responsabilidad personal. Por ejemplo, la Compañía de las Indias Orientales era una empresa por acciones, no dependiente del Estado holandés, cuyos mercenarios se aplicaban exclusivamente a defender, a sangre y fuego, los intereses de los accionistas, que a su vez no tenían ningún tipo de escrúpulo moral al cumplir un objetivo legítimo como el optimizar sus beneficios. El Estado holandés formalmente dejaba que se desarrollara una actividad privada que enriquecía a sus ciudadanos sin preocuparse de los efectos nefastos sobre el resto de la humanidad. Todo un ejemplo del carácter impersonal de las relaciones capitalistas.

Durante los siglos XVII y XVIII este modelo fue aplicado de forma eficiente por Inglaterra, Francia y Portugal convirtiendo el Océano Índico, los Mares del Sur y sus ciudades en un infierno hasta entonces desconocido.

Sobre la parte contemporánea de los siglos XIX y XX no me voy a extender por razones de extensión del texto, aparte de existir una inmensa literatura sobre el periodo. Solo resaltar el brillante análisis que hace sobre la indisoluble ligazón de la deuda y la esclavitud y su prolongación en el colonialismo y las dos guerras mundiales.

Las últimas páginas, las menos convincentes por razones obvias, tratan de plantear que un mercado sin tipo de interés (eso que llaman economía colaborativa) es posible. De hecho, afirma que es lo más probable (tras un periodo de transición que él reconoce puede durar siglos) tras el hecho de que el capitalismo ya ha fracasado. ¡Todo un optimista!

Mi opinión, nada académica, sobre este ensayo es que me ha resultado muy útil para borrar prejuicios.  En estos tiempos en que, por razones de oportunidad política, se devalúa hasta la banalidad la gravedad del recurso a la deuda, cuyo peso traspasamos a nuestros nietos, son de agradecer las aportaciones intelectuales que desmitifican uno de los pilares básicos de nuestra civilización.  Y, aunque resulte chocante lo que digo, me aventuro a predecir que pronto los temas “teóricos” sobre la deuda se convertirán en “prácticos” y se abrirá el conflicto.

¡Dios nos coja confesados!

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