DE MITOS Y MENTIRAS

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Antonio Sánchez Nieto. 


Nunca conocí a mi abuelo, peón caminero, que estuvo en la Guerra de Cuba, la del 98. Como todos los pobres de la época era ágrafo y seguramente analfabeto. Mi padre solo le mencionaba cuando memorísticamente recitaba las cosas que le había contado de aquel sitio tan bonito en que había contraído la malaria (aquí llamada paludismo) a consecuencia de la cual falleció muchos años más tarde en un lugar de La Mancha. 

Casi cien años más tarde, gocé de un viaje entre La Habana y Santiago donde el guía mencionaba “trochas” que, para su sorpresa, yo recordaba por su nombre correcto (trocha de Júcar Morón, de Mariel…). 

Cuando era púber y leía a Salgari me encantaba un relato verbal que, de mayor, consideré despectivamente romance de ciego ya que contradecía la Historia escrita, siempre más seria.   Contaba mi abuelo que había estado en la batalla final, Las Lomas de San Juan, donde habían dado una gran paliza a los americanos, aunque fueran los españoles los que se retiraron.   Según él, los españoles esperaban, debidamente fortificados, a los americanos que, sin ser molestados durante su desembarco en Daiquiri, iban a tomar Santiago y tenían que pasar necesariamente por una pradera dominada por unas lomas. Esa pradera era un claro donde terminaba la selva que los invasores iban atravesando. Según mi padre, que recitaba lo que le contó mi abuelo, los americanos llevaban sobre sí un globo aerostático cuya misión era dirigir el fuego de dos cañones que solo produjeron fuego amigo y cuya humareda permitió a los españoles ubicar exactamente a los yanquis. Así que, tirando a mansalva con fusiles y cañones a la vertical del globo, provocaron la consiguiente masacre. Y después de breve y cruenta lucha, los españoles se retiraron desordenadamente hacia la ciudad. Nunca mencionaba carga de caballería. Ya se sabe, visión miope de un campesino español… 

Allá por los sesenta, vi “Cimarrón”, una película del Oeste en la que el protagonista, Glenn Ford, se entrevistaba con el primer Roosevelt y recordaban su intervención en la gloriosa carga de los Rough Riders (algo así como “rudos jinetes”) en Las Lomas de San Juan. El toponímico me resultaba familiar y el de los jinetes por ser la marca más conocida de condones (no es un chiste machista). A partir de entonces reparé en que siempre aparece en la Sala Oval de la Casa Blanca una escultura de unos veinte centímetros que representa a un jinete cargando. Es Theodore Roosevelt en la carga de Las Lomas. En la historia oficial, un héroe fundacional. Además de racista, supremacista, belicista, inmoral y, sobre todo, furibundo imperialista. 

Permitidme una rápida digresión por los cerros de Úbeda. Por casualidad, España tiene el triste récord mundial en creación de nacionalismos (a Dios gracias, ajenos): los americanos comenzaron su imperialismo con la guerra de Cuba; los ingleses fundamentaron su orgullo nacional en su hostilidad a Europa con La Invencible; los holandeses y belgas con la Guerra de los Ochenta Años; ¡para qué hablar de los países “hispanoamericanos”!  Solo encuentro una explicación: la Historia la escriben los vencedores.  Y suelen mentir, como es el caso.

 Muchos años mas tarde, ya en el segundo milenio, ojeando entre las casetas de la Feria del Libro, hojeé un libro a cuyo autor, Geoffrey Regan, ya conocía por su rara afición a no cantar epopeyas sino a contar las meteduras de pata, preferentemente militares, de los próceres de su patria. El libro, todo un clásico, se llama Historia de la incompetencia militar. Pues bien, confirma que el relato verbal de mi abuelo es real de cabo a rabo y la historia oficial escrita, una mentira propagandística. 

  En 1898, EE. UU. era la primera potencia económica mundial pero su ejército apenas superaba los 25.000 hombres. España, una potencia de segundo orden, tenia en Cuba 190.000 entre regulares y voluntarios. La fuerza expedicionaria americana sumó 17.000 hombres, entre ellos dos escuadrones de caballería voluntarios, pagados y dirigidos por un antiguo confederado Joe Wheeler y el teniente coronel Theodore Roosevelt con sus Rough Riders. Estos últimos, pronto se convirtieron en una pesadilla para los profesionales de la guerra por su incontrolable comportamiento dirigido a hacer de su propagandístico jefe el próximo presidente.  Su única “hazaña” fue un encontronazo con la retaguardia de los españoles, que se retiraban hacia Santiago, en la localidad de Las Guásimas, que el magnate de la prensa Hearst, el instigador de la guerra, convirtió en heroica hazaña de Roosevelt. En Las Lomas de San Juan los americanos gozaban de una superioridad de 17 a 1 y, aun así, sufrieron 205 muertos y 1.180 heridos. La incompetencia militar americana se vio superada por la del General Linares. 

La estupidez de los dirigentes podría hacer divertido el relato si no fuera por el sufrimiento de los soldados pobres que no pudieron pagar el “impuesto de sangre” que eximía a los ricos de su presencia en el campo de batalla. Es curioso constatar que fue una guerra de Cuba la que obligó a que la máxima condecoración militar, la Cruz Laureada de San Fernando, reservada hasta entonces a oficiales, pudiese ser otorgada a un soldado que se había hecho popular, Cascorro.  Este ensayo recoge otros casos de incompetencia ocurridos en nuestra patria: la expedición a Cádiz de 1625 (caso de estupidez británica) y el desastre de Annual en 1.921 (donde 10.000 rifeños mal armados aniquilaron a un ejército colonial español de 20.000 hombres). 

Como complemento a esta lectura recomendaría un librito del Marx periodista: “La Revolución en España”.

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