MI VIAJE INICIÁTICO

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                           En mayo del 68, París era una fiesta


Antonio Sánchez Nieto

En la década de los sesenta, el país se puso en movimiento. No era el Glorioso Movimiento Nacional, porque no era la gloria lo que movía a la gente, sino la miseria. Millones de personas huyeron en desbandada desde el campo a la ciudad, a las fábricas, a los hoteles en construcción... y a la emigración en Europa (donde relevó a la italiana). Una facción del franquismo, ante el fracaso de la autarquía como solución a la miseria, impuso una economía “liberal” a marchas forzadas. Los ternos del Opus Dei relevaron a las camisas viejas, que ya apestaban. La gran movida fue una acción higiénica que les salió bastante bien.

 En el sesenta y cinco, después de seis años acuartelado en la milicia y Guardia Civil, ingresé en la sociedad civil. Es decir, me civilicé.

Entré en Iberia Líneas Aéreas y compartí piso con universitarios que me hicieron tomar conciencia de mi anacrónica existencia.

Uno de ellos, también llamado Antonio, relacionado con el grupo teatral Los Goliardos, solo tenía un tocadiscos con un disco, y una novia, pero francesa. Cuando confluían los cuatro, siempre al atardecer, sonaba la Tocata y Fuga de Juan Sebastián Bach, el único disco disponible, para ocultar los gemidos de la francesita.  Mi primer contacto con la cultura francesa no podía resultar más excitante. Yo quería ser europeo.

Mientras tanto, el cambio de camisa por terno no había mejorado todavía la estética del país. El semanario Blanco y Negro, icono cultural de las clases medias, describía con su título el estado machadiano de la nación: una España crítica blanca, sobre la que nada ni nadie podía escribir sin censura, muda, sin color, ni calor…

Frente a ella se levantaba la España negra, la profunda y oscura de siempre, la militante que aspiraba a un imperio hacia Dios, mirando a la Edad Media… Era la cultura hegemónica.

Entre ellas un inmenso gris donde centelleaban cada vez con más frecuencia puntos rojos evanescentes: conflictos sociales en las minas, fábricas…pero, no nos equivoquemos, el gris (con porra) prevalecía en la calle. La sociedad española era decididamente fea.

     Tras dos años trabajando en Iberia pude acumular el capital necesario para salir al extranjero. Por vez primera, cruzaría una frontera y lo haría en avión. Era como la puesta de largo de las burguesitas de provincia.

 En aquella época, las masas no hacían turismo, emigraban. Como el turismo todavía era una actividad de señores, tenía que disfrazarme como ellos: me compré un traje Tamburini gris marengo, de verano, hecho a medida, y una cámara fotográfica.

A mis veintiséis añitos, tal equipamiento buscaba una imagen agradable. Cosa difícil pues debía embellecer un busto de rizado cabello, labios carnosos, nariz latina, ojos negros hundidos, piel morena… en fin, un arquetipo magrebí.

Como en París estaba pasando algo en mayo, allí nos fuimos mi amigo Ripoll y yo. Iríamos en plan voyeur y nos alojaríamos en la parte opuesta a donde se desarrollaban los évènements. Comeríamos, eso sí, en los comedores universitarios.

Al llegar a París, los autobuses nos condujeron a la Gâre des Invalides. Desplegamos uno de aquellos inmensos planos (no existía Google) comprobando que una salida daba a una avenida llamada Rue de l´Université, así que tomamos la otra, en dirección contraria. Había huelga de transporte urbano por lo que no había taxis ni autobuses. Avanzábamos lentamente levantando sendas maletas sin ruedas (extraña sabiduría humana la que inventa la bomba atómica antes que las maletas con ruedas). Andábamos ya desfondados cuando descubrimos una fonda donde nos alojamos preguntando a la posadera por la estación de metro más cercana; “la primera rúa a la droite”, nos contestó en perfecto francogallego.

Dejando las maletas, nos dirigimos a paso ligero hacia dirección recomendada y… nos encontramos ante la inmensa fachada de la ¡Facultad de Medicina! ¡habíamos desplegado el plano al revés, seguido inadvertidamente la Rue de la Université y nos alojado en el corazón de las tinieblas!

Una inmensa banderola roja envolvía la fachada con el anuncio de que el POUVOIR ÉTUDIANT había tomado la facultad. Junto al portalón, yacía una ambulancia llena de abolladuras, cristales rotos y restos de sangre. Un panfleto explicaba que había sido masacrada por la policía.

Sorprendidos, pero no atribulados, optamos por el carpe diem. Para nosotros aquella fachada, preñada de simbolismo libertario, era algo tan exótico como América para Colón o España para los europeos. Para inmortalizar el momento, pedí a mi compa que me fotografiara bajo la bandera roja, junto a la mesa alargada donde un grupo de estudiantes ejercía de comité de recepción. No había dado veinte pasos, cuando a mi espalda oí la voz de mi compañero que pedía mi regreso porque el grupo de estudiantes ¡le iba a partir la cara!

Mi compi no hablaba ni entendía francés. Yo pretendía entenderlo. La curiosidad con que nos miraban los estudiantes, su sospecha sobre el magrebí disfrazado de europeo no invitaba descartar lo peor.

Entonces, un melenudo gigante me explicó que, con el manoseo de la cara, expresaban que no querían que salieran los rostros. ¿Pour quoi?, inquirí. Porque la policía nos buscaría, me respondió. Mi nivel de francés y la repetición de la palabra journaliste (que, incomprensiblemente, no significa jornalero) me permitieron deducir que nos habían tomado por periodistas. Le aclaré que éramos estudiantes, afirmación que apoyó Ripoll sacando con rapidez el carné de estudiante de Económicas. Lo observó el melenudo y, blandiéndolo a tres metros de altura, con voz tonante anunció a las masas (casi diez personas) que “una delegación de la Facultad de Económicas de la Complutense nos está visitando”. El anuncio fue acogido con aplausos y, desvanecidas las sospechas, se nos franqueó la visita a la facultad. Yo, con la misma franqueza, le advertí, por lo bajinis, que realmente no éramos delegados, a lo que el franco tonante (o tunante) me recomendó discreción.

Dentro, una especie de horror vacui cubría las paredes de pasquines, de los cuales uno, gigantesco, sobresalía: eran los estatutos de la Universidad de Salamanca, del siglo XVI, que superaban en tolerancia las actuales normas de residentes en la facultad ocupada…

En los siguientes días, relegado el Tamburini al armario hasta el viaje de regreso, vimos cosas que yo jamás sospeché que existieran. Mítines con banderas rojas, manifestaciones machacadas por policías gigantescos vestidos de negro que emergían de las nieblas de gases lacrimógenos pegadas al suelo, barricadas de autobuses ardiendo… y también museos, “cine de autor”, monumentos, librerías con libros prohibidos en España, olor a pan, minifaldas… pero, sobre todo, hambre. No habíamos previsto en nuestra escapada que una huelga general (y allí eran muchas y salvajes) afecta a los comedores universitarios. Pronto desaparecieron nuestras latas y los escasos restaurantes que funcionaban no estaban a nuestro alcance. Así que nos refugiamos en las crêperies que, si no matan el hambre, al menos le adormecen.

Innumerables fueron las anécdotas que nos ocurrieron aquella semana. Pero no es hoy ocasión de contarlas.

Para mí, París no fue una anécdota. Comprobar que fuera existía un sitio donde todo tenía color, aunque siempre estuviese nublado, al contrario que en mi país, fue una experiencia deslumbrante. Era como pasar de un lugar donde morir, como El Escorial, a otro donde gozar, como Versalles.

Pablo cayó del caballo en el camino a Damasco; yo, deslumbrado, caí del burro en el camino a Paris. Al llegar a España, pedí la excedencia en Iberia y en septiembre trabajaba como unskilled worker (friegaplatos) en Londres.

Se había iniciado mi personal guerra de liberación. Creo.

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