AFGANISTAN: LA NECESIDAD DE OTRA VISIÓN DESDE OCCIDENTE.
Ramón Utrera
De momento desde las redacciones
de los medios o como mucho desde los alrededores del aeropuerto de Kabul,
priman los artículos sobre las expectativas pesimistas para las mujeres, quienes
habían logrado algunas cotas de libertad; aunque más basados en la anterior
experiencia de hace 20 años del régimen de los talibanes que en informaciones
fidedignas de qué está pasando en estos momentos. Poco a poco se van abriendo
paso artículos de análisis bien informados y documentados que explican que el
desmoronamiento del régimen apoyado por EE.UU. y sus aliados se veía venir por
todos los expertos, que los análisis de la capacidad de resistencia del régimen
apoyado por la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad (ISAF) eran
irreales y optimistas. Pero sobre todo empieza a vislumbrarse que el problema
de fondo es que la intervención de EE.UU. y sus aliados no fue para llevar la
democracia a un país perdido en el centro de Asia, sino para destruir a Al
Qaeda en sus bases y vengar ante la sociedad americana la afrenta de haber sido
atacados por el terrorismo islamista en pleno Manhattan, y de paso para instaurar
un régimen democrático de corte occidental que no diera problemas; régimen con
el que supuestamente la sociedad afgana llevaría soñando desde hacía tiempo
según los corresponsales y las películas de Hollywood. Sin embargo, el nuevo
fiasco histórico de otra guerra sin salida podría haberse evitado si los
occidentales, empezando por los medios políticos norteamericanos y siguiendo
por los periodísticos, hubieran prestado más atención a los informes internos
de los propios ocupantes, a los puntos de vista de observadores de otros países
del Tercer Mundo cercanos, y evidentemente a los de los propios afganos no
relacionados directamente con occidentales.
Ante todo, Afganistán es un país
muy pobre. Sus 500 dólares de renta per cápita le colocan en el último lugar
del ranking mundial -Dos de cada tres afganos viven con menos de 2 dólares al
día-, último lugar en el que también está en el ranking de consumo de calorías.
El 90% de la población vive de la agricultura -primer país del mundo en
producción de adormidera, básica para el opio-. Como suele ocurrir en los
países muy pobres la gestación de hijos es el principal medio para salir de la
miseria; de tal modo que las mujeres afganas tienen una media de 6,64 hijos por
mujer. Ni siquiera aparece en la lista de respeto de los derechos humanos.
Aunque tiene firmados varios tratados internacionales al respecto es
considerado el país que menos respeta los derechos de las mujeres. Esta
situación y el dinero gastado a mansalva por los occidentales para consolidar
el nuevo régimen explican los altos niveles de corrupción existentes, y es la
primera razón de por qué se han diluido tan rápidamente el ejército y todas las
instituciones del Estado. El analfabetismo alcanza al 50% de los hombres y al
80% de las mujeres; de hecho, los problemas de formación han lastrado multitud
programas y cualquier tipo de intentos para introducir organización, tecnología
o inclusos simples usos que sirvieran para modernizar el país y sus
instituciones.
Afganistán sigue siendo una
sociedad tribal con sus tradiciones, usos y costumbres típicos, derivados de
múltiples influencias culturales recibidas a lo largo de su historia. El aspecto
de las minorías de Kabul, de sus tiendas, negocios, calles, restaurantes, etc.
y de alguna otra ciudad importante visitada por los corresponsales especiales
no refleja bien la realidad profunda de la mayor parte del país. Además, presenta
un crisol de grupos étnicos muy diverso y de difícil convivencia, entre otros el
de los pastunes (42%), etnia mayoritaria de los talibanes y el de los tayikos
(27%), etnia del norte enfrentada y perseguida. Sin embargo, el persa es la
lengua del 50%, frente al 35% del pastún. Como en otros países del Turquestán
el budismo y el zoroastrismo fueron desplazados por el islamismo -aunque aún se
practican clandestinamente-, básicamente en su versión sunnita -la de Pakistán,
Arabia Saudí y la mayoría del Islam- (80-85%), frente a la chiita -la de Irán-
(15-20%).
A pesar de todo el atraso
económico y cultural de Afganistán la derrota militar de EEUU y la OTAN -según
la Universidad de Brown estas dos décadas de guerra han costado 800 mil
millones de dólares a EEUU- es seguramente lo que más ha sorprendido, y
especialmente la velocidad a la que el ejército afgano se ha derrumbado,
prácticamente en dos semanas. Un ejército levantado con 300.000 efectivos
teóricos, pero que a la hora de los combates se ha quedado en 60.000 por bajas,
deserciones y sobre todo corrupción. Un ejército pertrechado y formado durante
21 años por los EE.UU. y sus aliados y en el que han invertido 85.000 millones
de dólares. Sin embargo, y a pesar de las críticas del propio Biden sobre su
falta de combatividad, numerosos informes internos americanos ya alertaban de
todas sus carencias y problemas; entre otros el del inspector general especial
para la reconstrucción de Afganistán (SIGAR, en inglés), el cual concluye que
EEUU sobrestimó seriamente la capacidad de las FFAA afganas. No ha habido apoyo
logístico, ni médico, ni aéreo, dado que la retirada prematura de controladores
y personal técnico dejó al ejército afgano sin fuerza aérea. Las condiciones
salariales eran malas, los retrasos continuos y la corrupción desviaba
continuamente el dinero al bolsillo de los señores de la guerra, a menudo a
través de pagos secretos directos de los servicios de inteligencia
norteamericanos. Las estructuras jerárquicas militares montadas para sustituir
a las tribales tradicionales no funcionaron y encima los oficiales corruptos
-algunos de los cuales señores de la guerra reconvertidos- perdieron todo su
liderazgo militar. El SIGAR reconoció que el uso de sistemas avanzados de armas
y logística occidentales estaba fuera de las capacidades de un personal afgano
carente de formación general y militar, cuando no simplemente analfabeto. Algunas
voces críticas estadounidenses no hablan de errores de exceso de optimismo o desconocimiento
sino de ocultación y engaño por parte de las diferentes administraciones
republicanas y demócratas.
La retirada precipitada,
desordenada y sin planificación de EE.UU. y sus aliados, que no tenía previsto
un desplome tan brusco del régimen afgano. Esta unida a la falta de moral y de fe
en el Gobierno -el presidente Ashraf Ghani se marchó del país el fin de semana
del 15 de agosto-, ha producido una terrible sensación de abandono y
desmoralización en el ejército afgano, muy mermado por las bajas y las deserciones
continuas. “No nos hemos rendido, ellos nos han abandonado” se quejan los pocos
que han intentado resistir. El propio David Petraeus, general excomandante de
la ISAF y la USFOR-A les da la razón. Y encima los acuerdos de Trump con los
talibanes, sin participación alguna del gobierno afgano, liberó a 5000
combatientes decisivos en la reconquista de los ultras islamistas. Al parecer
los talibanes se han hecho con los archivos del ministerio de Defensa antes de
que fueran destruidos, y el temor a las represalias ha alimentado aún más las
deserciones. Ha sido revelador que los notables de muchas ciudades y provincias
hayan pedido a los talibanes y a los restos del ejército que no combatieran.
La situación del ejército es
perfectamente trasladable al resto de la administración y hasta cierto punto a
la estructura social y económica que durante los últimos 20 años se ha
intentado montar en Afganistán. Al margen de los 240.000 muertos -más de la
mitad víctimas civiles colaterales- que según los últimos cálculos se estima
que ha costado la guerra, los 145.000 millones invertidos por EEUU en
reconstruir el país y adaptar su administración y los cientos de miles de
millones de dólares invertidos por el resto del mundo en hacer negocios, que
han remozado la economía afgana, parecían haber cambiado el aspecto y los usos
sociales; si bien más en las ciudades que en el campo. Pero lo cierto es que
una gran parte de ese dinero se ha ido por el amplio agujero de la corrupción o
del profundo y arrogante desconocimiento occidental de la realidad socio cultural
afgana. El caso del sistema judicial es bastante paradigmático. Según el SIGAR
entre 2003 y 2015 EE.UU. destinó mil millones de dólares a desarrollar un
sistema judicial de corte moderno y occidental. Sin embargo, la desconfianza de
la población local ante un sistema desconocido llevó a que en el primer año los
jueces sólo vieran media docena escasa de casos; en tanto que entre el 80% y el
90% de las disputas según las zonas se resolvieron por los medios
tradicionales. En general la necesidad de sustituir un sistema tribal basado en
el liderazgo de notables locales con sus usos, leyes, costumbres y tradiciones
seculares por un sistema moderno de administración basado en instituciones
parlamentarias y políticas, por lo general con lealtades salidas de elecciones
de una legitimidad poco asumida, provocó un conflicto total. El nuevo sistema
mal funcionó en Kabul y algunas ciudades, pero poco o nada en las provincias y
medios rurales.
En esta segunda “oportunidad” los
talibanes parecen más preocupados por su imagen internacional, y han intentado
frenar venganzas y pillaje, así como no dar muestras de descontrol y
desconexión en su comportamiento. Aunque se negaron a pactar un traspaso de
poder pacífico con el gobierno anterior y no han aceptado un gobierno de
transición, han buscado una ocupación no demasiado violenta y con la menor
sangre posible; de hecho, muchas ciudades y provincias han caído a través de
negociaciones. Esta vez es muy sintomático el aumento de influencia en el país
de nuevas potencias como China, Rusia, en parte Irán y sobre todo Pakistán, si
es que en algún momento éste último ha dejado de tenerla.
La debilidad y carencias del
régimen establecido por EEUU y la OTAN explican en gran parte la facilidad y la
rapidez con la que los talibanes han recuperado el país; pero también es cierto
que ha habido escasa oposición o resistencia en muchas zonas del país y en
amplias capas sociales, cuando no cierta simpatía. Para muchos afganos partidarios
de los talibanes el movimiento de estos es de liberación nacional, más
representativo de la identidad afgana que el vendido gobierno anterior. Como en
otros países musulmanes o del Tercer Mundo la progresía occidental y la
izquierda en particular tienen que asumir, al menos de momento, que los avances
progresistas de estos países tienen un apoyo social importante, pero no
mayoritario, por mucho que cueste reconocerlo. Las imágenes impactantes
transmitidas por los medios no suelen reflejar la realidad social del país,
sino que está emocionalmente sesgada. Los valores occidentales de cualquier
lado del espectro ideológico no han acabado de calar en estas sociedades, o
sólo poco y en algunos sectores más abiertos. Lo que realmente admiran o
envidian de Occidente es su nivel de vida y su poder, para todo lo demás
prefieren lo que tienen. Aunque todo ello lleve a grandes contradicciones en
Afganistán, y en Occidente.
Otra cosa es que los cambios
producidos durante estos últimos veinte años, unidos a los que ya se iniciaron
en la época de influencia o invasión soviética han cambiado muchas cosas en la
sociedad afgana, sobre todo en algunas capas sociales, desde todos los puntos
de vista. Y los efectos de esos cambios no van a desaparecer a golpe de
autoritarismo integrista y de intransigencia del nuevo sistema talibán. A pesar
de que esa incipiente dictadura política, económica, religiosa, social y
cultural tenga un apoyo social más o menos mayoritario. Como siempre el error
occidental, y el propio talibán también, viene de la negativa o incapacidad
para valorar qué grado de apoyo social, en qué medida y en qué aspectos existe para
cada opción en el país. Por no hablar de la incapacidad democrática para
convivir con un sector social con una perspectiva diferente o con el respecto a
sus derechos más elementales, sea éste mayoritario o minoritario. De momento, además
de las mujeres en las ciudades, las minorías de los tayikos, uzbekos, hazaras y
turcomanos, localizadas sobre todo en las regiones del norte, la minoría
religiosa de los chiitas y las élites occidentalizadas de las ciudades que no
han huido y que por razones profesionales son muy necesarias, etc. todas ellas van
a presentar problemas.
Bien es cierto que algunos
cambios de estos años, muchos ya iniciados antes de la llegada de los occidentales,
ya han sido medio asimilados, incluso por los propios talibanes. Muchos progresos
han logrado cierto arraigo en la mentalidad social, en las costumbres -por muy
lejos que se queden aún de las nuestras-. Ciertas mejoras y comodidades los
mismos talibanes van a intentar que se mantengan, más por pragmatismo que por
convicción. Las nuevas autoridades están pidiendo a los funcionarios, técnicos
y profesionales que vuelvan a sus trabajos, incluso a mujeres de escalafones
laborales bajos o imprescindibles en sus puestos. Hay algunos indicios que
apuntan a que el nuevo régimen no será liberal ni democrático, pero tampoco
será tan estricto como el del periodo 1996-2001, y a que Al Qaeda y el ISIS no
van a seguir operando desde el país; aunque sólo sea para evitar más invasiones
o un bloqueo internacional asfixiante. El régimen taliban se va a encontrar
también por su parte con algunos problemas similares a los del recién derribado;
básicamente el de la falta de control de muchas zonas del país, incluidos los
de algunos de sus miembros tentados a seguir una política excesivamente
autónoma; de hecho, ya están teniendo dificultades para trasmitir y hacer
cumplir sus políticas. Con otra correlación de fuerzas distinta las rivalidades
tribales y el clientelismo van a seguir ahí, pero también es cierto que con
bastante menos corrupción. Otra cosa es que la precaria situación económica le
impida abandonar el cultivo de las amapolas.
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