UN DIÁLOGO INVENTADO

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 Antonio Mora Plaza

 


Decía mi abuelo Berto que el escritor es como un camaleón: debe camuflarse de cualquiera sin dejar de ser el mismo. Yo me atreví un día a señalarle que eso estaba más cerca de la copia que de la originalidad y él me contestó frunciendo el ceño: “No me has entendido. Si has leído mucho a un autor y sus aledaños no necesitas recordar sus escritos cuando tomas la pluma –el utilizó siempre la pluma para escribir-, sino que debes ponerte en su lugar, saquear su alma, adueñarte de su espíritu, y la escritura fluirá conforme a tus deseos como el agua del río se adapta a su terrenal contorno”. Mi abuelo era muy ampuloso cuando hablaba y gustaba de las metáforas. El día que se lo hice notar me dijo: “la metáfora es la reina de la república de las letras, que además tiene su rey y su príncipe”. Con tono irónico le dije que para ser republicano a machamartillo hablaba con un lenguaje inadecuado y me contestó: “Es otra metáfora cuyo rey es el divino William y su príncipe nuestro gran Federico”. El lector no debiera necesitar más aclaración, aunque yo siempre le entendía a medias y él lo sabía: eran restos de su educación religiosa que dio como resultado su ateísmo panteísta y su anticlericalismo. Mi abuelo es autor de este diálogo, fruto de un supuesto encuentro entre Shakespeare y Cervantes: 

S – Venid a mis brazos, querido Miguel.

C – Aquí os reciben, gran William, como han recibido vuestras comedias: con agrado y con deseos de leer vuestras últimas obras y conocer también vuestras andanzas en tierras tan septentrionales.

S – Leí también la  Segunda parte de vuestro Quijote, estimado Miguel.

C – Yo he disfrutado de vuestro Otelo, Rey Lear, Pericles, las últimas de las que he tenido noticia. Pero sentaos y bebamos.

S – Bebamos primero, Miguel, que la alegría del encuentro no necesita más acomodo.

C – Tenéis razón, pero mis piernas, al igual que mi brazo, se fatigan más de lo que yo quisiera. Sabed, estimado William, que tengo ya un pie en el estribo y siento próximo el día de la cita con el Creador.

S – Yo también siento próximo mi final y ya sin magias para encantamientos que trasladar al teatro. Por eso os pido un juicio sobre mi obra: el vuestro será la única sentencia que admita hasta el día del silencio eterno.

C – Vos utilizáis la pluma como un cincel para esculpir en versos las pasiones que guían nuestros actos.

S – Y vuestra prosa es la paleta del pintor que refleja las grandezas y miserias de nuestra existencia: ¿Quizá fuera mejor dejar el juicio sobre nuestras obras a esos críticos que sellan el futuro por carecer del don de la fantasía?

C – Sea la fantasía nuestro mejor epitafio.

S – Dejemos nuestro destino a su suerte y hablemos de la farsa y del teatro, si os parece. Para mí, la vida, farsa y teatro son la misma cosa. El mundo nos pone un traje y nos fuerza a representar un papel que no hemos elegido, donde los locos son los cuerdos y los cuerdos son locos sin imaginación: un cuento contado por un loco lleno de ruido y furia.

C – No andáis del todo descaminado, querido William, y próximas me resultan vuestras palabras. Creedme si os digo que en la vida elegimos un papel y luego nos ponemos el traje que mejor se ciñe a nuestros deseos, pero el tiempo hace de lo real y de lo imaginado un puchero que no distingue paladares. Digno del gran Sófocles es vuestro Hamlet; notable la escena de la llegada de los cómicos y su parodia del mismo tema que en la obra toma asiento principal. El teatro dentro del teatro: con ello convertís a los personajes en público y al público en espectador de espectadores. Sin falsa adulación, diría que vuestro ingenio mostrose alado como nunca.

S – Adulación por adulación, genial resulta la aparición del Quijote y de su autor en la Segunda parte como personaje de la Primera: la novela dentro de la novela. Nunca vi cosa igual. Con ello conseguís que sea leído como historia aquello que es producto de la fantasía. Y qué decir del diálogo entre caballero y escudero que es vuestro Quijote todo: lo que de mísero y de noble tiene nuestra existencia cabe en él, en él se sustenta y a élla representa.

C – Temeridad por temeridad, que sean los tiempos venideros los que lancen su juicio de nuestras andanzas en la república de las letras: ¿os parece?

S – Sea, aunque yo vivo y preocúpame sólo el presente; de él como, por él siento y a él lego mis obras.

C – ¿Sois creyente, querido William?

S – No como vos, estimado Miguel: no puede imaginar ese lugar donde no retorna viajero alguno. Yo, en cambio, sé que vos sois piadoso, pero contemplo en vuestras obras ímprobos esfuerzos para aceptar al Dios católico de la Iglesia de Roma.

C – Si no otearais como lo hacéis el corazón del hombre, no podríais ser padre de tantos corazones que palpitan en vuestras obras. Dejémoslas a los demás como herencia y guardemos como en cofre el secreto de nuestras creencias, ¿trato?

S – Trato. Fijaos que no cumplimos las promesas, y al final hablamos de nuestras obras y no de nuestras vidas.

C – Ha querido el Cielo o el destino que en nosotros ambas se confundan. Pero sigamos, aunque para ello sea menester dejar en la vereda nuestras promesas.

S – Vuestras comedias son entretenidas, regocijantes y bien tramadas, y vuestro verso notable, aunque yo no domino vuestra lengua como para estar atinado en la crítica, ¿Por qué entonces os pasasteis a la forma novelada?

C – Esta vez no me dio el Cielo la gracia que dio a Lope, a Góngora y a otros muchos poetas de esta edad dorada de nuestra república. A cambio, fui el primero en novelar sin copia ni imitación, sin la aguja italiana a la que otros se aferran. De nuestra vida somos deudores del Altísimo y no debemos malgastarla en caminos que nos importunan. El Quijote, en gran medida, es fruto de la casualidad y se ha inspirado en un anónimo, en el que un lector de romances se vuelve loco, sale a los caminos y retorna a su hogar apaleado. Allí vi a personajes y aventuras como en semilla: la fantasía y las ansias hicieron el resto. Sin embargo, mi verdadera novela es el Persiles, que aún no ha salido a la estampa: ahí es dónde expreso mi ideal de esta cocina de conceptos y sonidos que es esta nuestra república de las Letras. Pero hablemos de vos. Sois un gran poeta, como puede apreciarse por vuestros sonetos, por vuestro Venus y Adonis, y por la historia de Lucrecia, que tan maravillosamente habéis versificado, aunque yo, que apenas conozco vuestra lengua, tenga que dejar su juicio en suspenso ¿Por qué os fuisteis al terreno de la comedia?

S – Como vos sabéis, empecé siendo actor antes que autor, y aún antes fui guardador de caballos. Nuestras comedias no eran dignas de las que nos precedieron en Grecia y en Roma: o eran malas imitaciones o peores traducciones. En común tengo con mis contemporáneos, Johnson y Marlowe, su destino: servir a una jauría, nuestro público, que había que aplacar con terribles sucesos, captar su atención con tramas intrigantes y lanzar versos como dagas, que más hieren el corazón que mueven el pensamiento. Apenas había un momento para el sosiego; sólo cuando la fiera aplacaba sus instintos lanzaba algún que otro monólogo y remansaba la acción para volver, al poco tiempo, al delirio, a la pasión de mis criaturas, a su destino inevitable. Quizá vos habéis podido elegir, pero yo no escribí para la posteridad, sino para comer, respirar y vivir. Insisto: la vida es una farsa; ponerle pluma y tabla y tendréis el teatro, la representación de una representación, comedia para comediantes.

C – Sé que vivís por y para el mundo de la farándula, y que habéis alcanzado a nuestros antepasados, Eurípides, Plauto, Ovidio y a otros tantos modelos de la antigüedad, y diría que los habéis sobrepasado en trama y determinación. Yo he repartido, como vos sabéis, mi vida a partes iguales entre las armas y las letras. Fui marino en Lepanto, en la más alta ocasión que vieron los siglos. Allí quedé manco, pero el orgullo de aquella victoria fue bálsamo para mis heridas. Para mí el teatro encierra la vida pero no la sustituye; nos adentramos en vidas inventadas, pero sin confusión con la propia; respiramos otros aires durante breves momentos, pero el aire que nos alimenta lo llevamos con nosotros cuando la farsa acaba. La vida tiene su fin que la comedia no puede torcer. Acepto que la vida es comedia, pero esa comedia no cabe en las tablas de un teatro.

S – Sin embargo, sí habéis logrado confundiros con vuestros personajes y no creo adularos en exceso si dijera que vos y vuestro Quijote sois una misma cosa. Confusión por confusión, el teatro es para mí lo que vuestro hidalgo es a vos.

C – No vais descaminado, pero ello surgió sin propósito, como por encantamiento y carcelariamente. Sin embargo, El Quijote es un ideal que ningún mortal puede alcanzar, al igual que vuestro Hamlet, al que yo veo tan entremezclado con vos en sus reflexiones y en sus pasiones que apenas podría distinguiros. Confusión por confusión.

S – Pero recordar su final: muere a manos de otros tras cumplir su venganza; vuestro Quijote muere tras recuperar el juicio. ¡Querría para mí el final de vuestro héroe aunque mi corazón se acompasa con Hamlet!

C – Sí, pero recordad los principios: El Quijote se volvió loco a causa de sus lecturas, vuestro Hamlet, príncipe noble y culto, se encuentra sin padre, con la corona usurpada por su tío que además es su asesino y comparte el tálamo con su madre; ¿Podría acabar de otra manera de no ser por mediación del Hacedor?: del barro de la desesperación surgió el lodo de la venganza. Final terrible, pero acomodado a su principio.

S – En cambio, el final de vuestro héroe es reposado, recupera el juicio, hace testamente y muere, pero me parece más terrible que el de Hamlet, porque muere como personaje, muere su maravillosa locura al recuperar el juicio, muere sin ver cumplir su ideal y su ideal muere porque su locura no es simiente de otras locuras. Mi Hamlet también muere pero, al menos, mata la hierba putrefacta que nace en la cloaca que es este mundo.

C – El que siembra viento recoge tempestades, pero también una hierba sustituye a otra hierba. Vos mismo decís en una obra que la “culpa no es de nuestra estrella sino nuestra”. Vuestro Hamlet cambia la vida por la suya; El Quijote cambia el mundo con su ejemplo; Hamlet siembra y recoge; El Quijote siembra, pero deja que sea de otros la cosecha; Hamlet nos muestra lo que de innoble tiene nuestra existencia, El Quijote lo ejemplar de nuestros pasos.

S – Con su locura, El Quijote desnuda nuestras miserias.

C – Con su venganza, Hamlet hace justicia.

S – Larga vida a ambos.

C – Sea.

No soy capaz de valorarlo, pero lo que sí me llama la atención es el perfecto equilibrio que consiguió mi abuelo. No se puede decir que uno gane al otro en el espacio utilizado, ni en la fuerza expresiva, ni en las emociones desatadas, ni en la construcción de caracteres; y eso a pesar de que expresión, emociones y caracteres sean para ambos tan dispares. ¡Nunca estuvo mi abuelo tan camaleónico! Entonces aproveché la ocasión para preguntarle a cuál de los dos le hubiera gustado parecerse o reencarnarse, a lo cual me contestó con cierto desapego: “Cuando leas más a estos ingenios sabrás que me hubiera gustado parecerme a uno, pero que en realidad me parezco al otro. En cualquier caso con cualquiera quedaría contento. No te voy a decir la respuesta porque con el tiempo la sabrás”. Ahora, cuando hace ya algunos años que de mi abuelo sólo tengo sus libros y su recuerdo, sé la respuesta. ¿La sabría el lector?

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