LA IZQUIERDA EN TIEMPOS DE VIRUS

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Antonio Sánchez Nieto.


La situación de la izquierda tradicional en Europa es dramática. En Francia, el partido socialista se hundió en las últimas elecciones y algo parecido sucedió con los socialdemócratas en Alemania; en Italia, la extraña coalición bordea la catástrofe; en Gran Bretaña, los laboristas no pueden salir de la insignificancia; en los países nórdicos, la socialdemocracia gobierna en coalición tras adoptar el programa migratorio de la ultraderecha; en los antiguos países del Este, la ultraderecha se asienta de forma imparable; de Grecia y Turquía más vale olvidarse… solo la periferia ibérica aguanta la marea conservadora con gobiernos de izquierda.

Hemos llegado al punto en que los procesos electorales no se dan entre izquierda y derecha, sino entre derecha liberal y derecha identitaria o nativista (nuevos apelativos de los ultras). Lo económico y social ya no es el eje electoral de los ciudadanos, sino lo identitario, sea étnico (inmigración), de género, de independencia…

Sin duda, las nuevas tecnologías de la información y comunicación y la mundialización son las principales causas objetivas que posibilitaron las transformaciones sociales producidas en los últimos cuarenta años.  Pero necesitan siempre de un relato que produzca cambios en la mentalidad social, cambios ideológicos. Las cosas podrían haber tomado otro camino.

 El siglo XX ha estado marcado por la lucha entre dos sistemas económicos y sociales alternativos, el liberal y el socialista en sus variantes comunista y socialdemócrata. Fue un periodo conflictivo de grandes avances en la igualdad social y el acceso de las masas al bienestar. Pero en la década de los ochenta todo cambió radicalmente, entrando en un periodo en que el foso de la desigualdad se amplía de forma acelerada. Al final, desapareció la Unión Soviética: en el mundo solo existe el sistema económico capitalista.

Si todas las transformaciones sociales producen cambios de mentalidad y valores, la ideología que impuso su hegemonía a principios de los 80, fue la liberal y lo hizo sin que la izquierda institucional ofreciera apenas resistencia.

El neoliberalismo no implicó ninguna novedad teórica; fue un regreso, actualizado, a la ideología liberal. No presentaba conceptos complejos sino aserciones sencillas basadas en el sentido común: “la sociedad no existe, solo el individuo”, “lo colectivo conduce a la esclavitud”, “el mercado es eficaz, el Estado no”, “lo privado, siempre es mejor que lo público”, “la solidaridad es criadero de vagos” …” en la escala social, uno está donde su esfuerzo y talento le ha situado”.  Esta última aserción, clásica de la derecha liberal, es la clave. Y a su análisis dedica Michael J. Sanders (Premio Princesa de Asturias de ciencias sociales 2018) su último libro “La tiranía del mérito”. El enfoque de un filósofo que analiza desde la ética los cambios en los que estamos sumidos, me parece un complemento magnífico a lo que Piketty o Milanovic, por poner ejemplos recientes, han escrito desde la economía y sociología.

Este artículo trata de analizar sumariamente, desde la perspectiva de los cambios de mentalidad, la desafección de una parte muy importante de sus electores respecto a sus partidos tradicionales.  

Todo el mundo acepta que la movilidad social dependiente del propio talento y esfuerzo, el mérito, es más justa que aquella que proviene de la herencia, como en la sociedad estamental. Pero el discurso meritocrático, además de no pasar de ser una retórica constantemente desmentida por una realidad amañada, contiene, aun en su concepción utópica de una sociedad sin ventajas de salida, unos riesgos morales imposibles de eludir. En un mundo en el que el medidor de jerarquía social más aceptado es el dinero, los ganadores y perdedores se determinan según las habilidades útiles para el mercado.  La meritocracia convence a los que están en la cúspide de que su éxito se debe exclusivamente a su talento y esfuerzo mientras los rezagados son responsables de su suerte. A la soberbia de los unos se contrapone la humillación y resentimiento de los otros. Y esto impide la existencia del “bien común”.

Ya en 1958 Michael Young, en un magnifico ensayo, “El triunfo de la meritocracia” describía una distopia horrible, en forma de relato histórico, denunciando de forma sarcástica el rumbo que empezaba a emprender su Partido Laborista. Aterra su grado de cumplimiento.

El atractivo que esta ideología tiene para todas las elites, incluidas las de los partidos de izquierda, es evidente:

  • Es una fantasía moral que no obliga a enfrentarse a nadie.
  • Lo importante es que la solución sea “la más inteligente” y no la más justa, se hurtan al debate democrático áreas tan decisivas como la economía y la política exterior que pasan a ser competencia de los expertos. En el debate tecnocrático no caben valoraciones éticas; desaparece la política.

   A principios de los noventa, los partidos de la izquierda institucional ya habían aceptado la globalización desregulada impulsada por el mercado y, aun conociendo sus desastrosos efectos sobre la equidad social, renunciaron a la igualdad sustituyéndola por una “mayor movilidad social”. Luchando contra las discriminaciones de salida (étnicos, de género, religiosos…), ya no se trataba de acabar con el mal (la desigualdad) sino de facilitar el acceso a la cúpula de los hijos mejor dotados de la clase trabajadora mediante su acceso a la universidad.

En Europa, los encargados de desideologizar (la base ideológica de todos los socialismos era la igualdad) los partidos socialistas fueron personajes como Blair, Mitterrand, Schroeder, Bettino Craxi, Mario Soares, Felipe Gonzalez… moralmente dudosos.

Pronto, esas elites impusieron la idea de que los problemas de los nuevos tiempos eran demasiado complejos y había que sacarlos fuera del debate de la gente común. El debate y decisión tendría que estar en manos de expertos acreditados. Los partidos de izquierda, desde el Laborista al PSOE, expulsaron a los trabajadores de sus órganos directivos y listas electorales erosionando con ello el estatus y estima social que en ese momento tenían. Se requerían dirigentes con credenciales (títulos universitarios) o empresarios. Los partidos trabajadores pasaron a ser partidos de las elites intelectuales y profesionales. Piketty especula con la posibilidad de que esto explique por qué esas elites no han dado respuesta a la galopante desigualdad de las últimas décadas.  El resultado, aunque anunciado, no puede ser más decepcionante: la percepción generalizada en todo el mundo es la falta de estadistas de categoría y la caída general de la calidad de nuestros representantes. La representatividad que han perdido los partidos de izquierdas y parlamentos no ha sido compensada, ni de lejos, por hipotéticas mejoras en la capacidad de gestión.

El credencialismo ha sido una mentira tan extendida como desmentida por la realidad. Sabiduría practica y virtud cívica son las aptitudes necesarias para tratar de hacer realidad el bien común. Es fama que el mejor gobierno que ha tenido la Gran Bretaña desde la postguerra fue el laborista de Clement Attlee, que derroto a Churchill en 1945 y estableció los cimientos del Estado de Bienestar. Y fue, asimismo, el que menos titulados de Oxford y Cambridge tuvo en sus filas. Siete de sus ministros habían trabajado como mineros del carbón.

En la década de los ochenta, coincidiendo con la ofensiva liberal, los partidos socialdemócratas llegaron a la conclusión de que la mejor forma de mantener su atractivo electoral consistía en unirse a los ganadores de la globalización (profesionales con habilidades que requiere el nuevo mercado, empresarios, artistas…) abandonando toda lucha económica que implicara costes de en la “transversalidad”. La menguante clase trabajadora, lo percibió como abandono o traición por parte de unas elites que los miraban por encima del hombro y, consecuentemente, dejo de votarles.

Durante gran parte del siglo XX, los electores con menor nivel educativo, que coincidían con las clases bajas, votaban a los partidos de izquierda y los más educados a la derecha. Durante la década del 2010 ocurre lo contrario. Los partidos de izquierda han perdido el apoyo de los votantes sin estudios universitarios (Piketty, “La izquierda brahmánica versus la derecha de mercado”) y cada vez son más representativos de las elites meritocráticas. Sin embargo, los electores ricos siguen votando a la derecha. Lo más inquietante es que este fenómeno se da en paralelo en Francia, Reino Unido y EE. UU.

El discurso meritocrático no goza de la misma credibilidad en todas las naciones. En EE. UU., que asienta su nacimiento como nación en los principios meritocráticos, el sueño americano es una fe muy mayoritariamente compartida. Según un estudio del Pew global attitudes Project de Julio 2012, a comienzos de la Gran Crisis, un 77% de los americanos está de acuerdo con que “la mayoría de las personas pueden triunfar si se esfuerzan”, opinión compartida por el 51% de los alemanes. En Francia y Japón, sin embargo, son mayoría los que están más de acuerdo con el enunciado “a la mayoría de las personas trabajar mucho no les garantiza el éxito”.

El globo de la movilidad social hacia arriba se ha ido desinflando durante casi cuatro décadas hasta que, con la Gran Crisis, se estrelló de forma irreparable.

Cabría esperar que, desacreditada la teología neoliberal, las aguas volvieran a sus cauces socialdemócratas, pero no ha sido así. La orfandad es un estado irreversible.

 La creciente desafección de los electores respecto a sus elites, sobre todo en la izquierda, ha abierto un foso de desconfianza mutua que crecerá en la medida que lo haga la desigualdad. Es muy improbable que la socialdemocracia recupere su hegemonía representativa en una izquierda múltiple.

El electorado de izquierdas se ha recompuesto en una mayoría tradicional, que mantiene, de forma cada vez menos entusiasta, su lealtad a los partidos tradicionales socialdemócratas, que se consideran dentro del sistema; y un conglomerado de partidos representativos de intereses muy sectorializados, a menudo identitarios, a los que suelen identificar con el nombre de antisistema o el más despectivo de populistas. Su propensión a la abstención es preocupante.

Pero una parte importante de su electorado tradicional, victimas innegables de los procesos de mundialización, a los que ya no se ofrece ninguna alternativa colectiva esperanzadora, víctimas de la ira contra el establishment, buscan refugio en un discurso aislacionista, conservador ultranacionalista, antinmigración, devoto de personajes de perfil fascista que ponen en cuestión el liberalismo, pero no el mercado.  

 Lo ocurrido en el Capitolio no debe ser interpretado como la culminación sino el inicio de una iracunda revuelta populista. Puede significar un aviso de hasta donde pueden llegar las cosas si la izquierda no afronta la difícil, pero urgente y necesaria tarea de elaborar una salida digna a las aspiraciones frustradas de una mayoría de ciudadanos.

La izquierda podría (podríamos) aprovechar el largo y extenso confinamiento al que nos han castigado los ciudadanos para elucubrar y organizar un nuevo relato basado en sus valores éticos tradicionales, pero con nuevos instrumentos.

Los fascismos son las benévolas que surgen de los cadáveres del liberalismo. No se combaten mediante su condena, sino que requieren sanar a la sociedad de forma preventiva.

Madrid 20 de enero 2021

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