GENOCIDIO, IMPOTENCIA Y TRANSPARENCIA

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Antonio Sánchez Nieto

Los genocidios, a veces involuntarios, nunca fueron rareza en la historia. Pero siempre se dieron en los límites de la civilización, donde la lejanía implicaba la impunidad. Momentos en que el ser humano, libre de coerciones, ejerce en plenitud su capacidad de producir sufrimiento. Castilla lo hizo en el Caribe, Holanda en Indonesia, EE. UU. en sus praderas del oeste, Inglaterra en la India, Alemania en África y su Holocausto, Bélgica en el Congo, Turquía en Armenia, etc... Quien quiere, cuando puede, lo practica. Pero siempre trata de ocultarlo porque implica la caída a los mínimos niveles de decencia.

Ahora no. Ahora se transmite en directo, en la creencia racional de que el terror, cuando es impune, compensa la pérdida de autoridad moral.

 El gobierno de Israel está aplicando una venganza bíblica, exhibiendo impúdicamente, sin límites humanitarios, su capacidad de destrucción sabiendo que está apoyado por una población previamente fanatizada, cuyos bajos instintos supremacistas han sido azuzados durante más de setenta años de ocupación. Bajo el paraguas del patriotismo están convirtiendo a la mayoría de sus compatriotas en cómplices de sus crímenes, como ocurrió en la Alemania nazi.

Fanatismo compartido con los gazatíes, palestinos víctimas de brutal ocupación que confiaron su “liberación” a una organización ultrarreligiosa que recurre al terrorismo masivo (1.200 muertos en una sola acción es difícil de calificar como acto de terrorismo; es más bien una acción de guerra sin reglas éticas, “moderna”). En las guerras modernas las bajas civiles superan a las militares.

Esta es una guerra entre un estado frustrado y una potencia ultramoderna. Y es éticamente imposible mantener una actitud equidistante. Creo que la propuesta del Gobierno español, entre otros, de crear dos estados es la única posible, si descartamos la cada vez menos improbable del exterminio palestino.

Conviene no llamarse a engaño respecto a la lejanía del conflicto. Es posible, y probable, que el estado de Israel y EE. UU. se vean abocados a una extensión del conflicto a todo Oriente Próximo a través de una guerra con Irán, única potencia regional que defiende políticamente a los palestinos. Si acaban a sangre y fuego con el régimen de los ayatolás es probable que ocurra lo siguiente:

  •   La sustitución del actual estado por otro no-estado. Ya ocurrió en Libia, Afganistán, Irak y, muy probablemente, Yemen y Siria.
  •   Europa recibirá una ola de inmigrantes que, dada la fortaleza de la extrema derecha en la mayoría de paises, pondrá en grave peligro la UE, y la propia democracia.
  •   En un entorno de terror, aislamiento, asesinatos étnicos y apartheid, las organizaciones terroristas islámicas crecerán como setas y, con ellas, sus atentados.
  •   La subida del precio de los hidrocarburos, en plena crisis de inflación, pondrían a Occidente al borde de una catástrofe económica.
  •   Despertaría la latente y estúpida lucha identitaria de Occidente frente a Oriente.
  •   Si ante la transparencia de la matanza la opinión pública no es capaz de frenarla, aumentaría a grados insuperables la sensación de impunidad de los políticos criminales.
  •   Como en toda guerra siempre hay ganadores y perdedores. No me refiero a esas abstracciones llamadas naciones o patrias. Apunto al hecho de que mientras las masas actúen con entusiasmo o miedo, solo ponen los muertos, hambre y miseria, y una parte de las elites guerreras aspiran al honor y al botín.

 

Sin duda el entorno del conflicto no favorece a los palestinos. Probablemente Israel forjará una alianza con todos los gobiernos autoritarios árabes, odiados por gran parte sus súbditos, siempre humillados por el comportamiento de Occidente.

Los medios de comunicación conservadores de Occidente ya están preparando el terreno para la probable polarización del conflicto: una lucha entre nuestras democracias liberales, a las que pertenece Israel, frente a la dictadura teocrática persa y las masas árabes fanatizadas.

Aunque jamás me he creído responsable de las atrocidades de mis antepasados, es útil recordar el papel de Occidente en Oriente Próximo durante el último siglo.

En 1897 se celebra un congreso en Londres, donde unos políticos judíos declaran la necesidad de una patria judía. Es el nacimiento del sionismo.

En esa época, desde siempre, los judíos (identidad religiosa, no étnica) intentan integrarse en las sociedades donde viven. Hablan, piensan y escriben en castellano, inglés, italiano, holandés, francés, alemán, ruso, árabe, etc.

Se sienten franceses (caso Dreyfus), o austriacos (Stefan Zweig), o alemanes (Walter Benjamin, Karl Marx…) o italianos (Primo Levi). La lengua hebrea solamente es ritual. Es una civilización que adopta la cultura donde vive. Ni siquiera tiene una arquitectura propia (imposible distinguir de una mezquita las sinagogas de Toledo).

Si viven en guetos, es por imposición de los cristianos (San Vicente Ferrer predicaba con lengua de fuego su expulsión extramuros) o, en menor medida, de los musulmanes. La inmensa mayoría de ellos eran pobres, discriminados, separados y victimas de matanzas religiosas.

En Palestina, lugar perteneciente al Imperio Otomano, poblada muy mayoritariamente por musulmanes con minorías cristianas y judías, comienza a finales del siglo XIX un crecimiento de la población judía que huye de los pogromos del este de Europa.

El antisemitismo se extiende por toda Europa y EE. UU, creando problemas a sus gobernantes, muchos de ellos racistas en diverso grado. En 1917 se produce la Declaración Balfour, en la que el Reino Unido se muestra propicia a establecer en Palestina, bajo su administración, un estado judío. Al término de la Primera Guerra Mundial, Inglaterra y Francia se reparten Oriente Próximo y “crean estados” a los que imponen dinastías extranjeras descendientes del emir de Medina. Todos ellos odiados y asesinados por las poblaciones autóctonas a mediados del siglo XX (ocurrió en Jordania, Siria e Irak).

Resumiendo, la creación del estado de Israel no obedece a la voluntad de la mayoría de ese pueblo disperso, sino a la necesidad de escapar de la persecución religiosa y racista de las poblaciones   autóctonas. Los gobernantes europeos resuelven el “problema judío” trasladándolo a Oriente Próximo.

Al final de la Segunda Guerra Mundial se produce la gran inmigración judía en Palestina espoleada por el Holocausto. En 1948 la minoría judía consigue la masa crítica necesaria para proclamar un estado propio. Las Naciones Unidas (o sea, las grandes potencias) reparten Palestina en dos estados, apadrinando al judío y permitiendo la expulsión de la población autóctona.

A partir de entonces el estado de Israel, que considero una entidad que necesariamente debe ser reconocida porque ya constituye un hecho consumado de imposible reversión, ha cumplido su papel de gendarme de los intereses occidentales en los campos petrolíferos de Oriente Próximo (el centinela de Occidente, en términos poéticos). Un estado apoyado por EE. UU., que a su vez tenía capacidad para controlarlo. Así ocurrió en 1956 cuando los paracaidistas británicos y franceses tomaron el Canal de Suez a la vez que Israel invadía el Sinaí. EE. UU., que compartía con la URSS el papel de gendarme mundial, impuso un inmediato alto el fuego con la retirada de los invasores. El actual conflicto ha puesto de manifiesto que EE. UU. carece ya de ese poder. Las sucesivas guerras victoriosas demuestran que Israel cumple con eficacia su papel, impidiendo con su mera existencia el mínimo desarrollo económico y social de unas naciones árabes artificiales y paupérrimas dirigidas por unas elites corruptas, que deben dedicar gran parte de sus presupuestos a políticas inútiles de defensa.

Occidente impidió el desarrollo de regímenes laicos en Oriente Próximo, financiando partidos religiosos fundamentalistas (ocurrió en Afganistán, Irak, Egipto, Siria, Libia, Jordania, Líbano, Yemen) que ahora se han convertido en problemáticos. Hamás y Hezbolá han sido financiadas por Israel para debilitar a Al Fatah.

En este momento, gran parte de los medios de comunicación conservadores intentan convencernos de que debemos apoyar a quienes forman parte de la comunidad democrática (o sea, Occidente) a la que pertenecemos, y que la hecatombe que presenciamos es un sacrificio necesario al que obliga el progreso.

Opino que es un hecho que el antisemitismo, en grado variable según países y clases sociales, ha formado y forma parte de la cultura occidental y probablemente sigue latente, aunque no aflore por un sentimiento de vergüenza inevitable tras el Holocausto; que en la creación del estado de Israel mucho ha tenido que ver la actitud de las potencias europeas de crear una válvula de escape al antisemitismo favoreciendo la emigración de los judíos más pobres; que una vez pasado el pornográfico espectáculo de la matanza en directo,  las autoridades competentes desviarán la fobia antisemita desde el judaísmo (ya no quedan guetos que asaltar) al Islam (porque serán cada vez más numerosos y miserables sus barrios); porque los árabes vienen a nuestras arenas en patera y los occidentales hollaron sus desiertos con cañones; porque es éticamente imposible mantener una equidistancia entre víctimas y victimarios en este espectáculo; porque lo que veo no es un incidente, sino inicio de un proceso criminal; porque me avergüenza mi novedosa situación de obsceno espectador de matanzas de inocentes. Por todo eso, es necesario que cada uno, según sus posibilidades, actúe para enderezar el sentido de esta historia.

Como primer paso, el reconocimiento de los dos estados propiciado por el gobierno español me parece una medida tan necesaria como valiente. Desgraciadamente la historia ha dejado heridas incurables en dos sociedades que se odian profundamente por lo que la solución de un solo estado laico, que hubiera sido más justa, ya no es posible. El estado palestino debería ser un estado viable económica y políticamente, no un enclave desértico donde yaciera una población dependiente para siempre de la caridad internacional. Oriente Próximo es un ámbito con paises inestables, pero que podrían formar un espacio de economías complementarias. Por una parte, se trata de países con una religión y lengua común, lo que posibilita la creación de un estado que posiblemente gozaría del favor de la mayoría de la población. No le faltaría fortaleza financiera (con el apoyo de Emiratos Árabes Unidos y Arabia Saudí) ni materias primas.

Por otro lado, Israel podría ser el eje del desarrollo tecnológico de una región viable en los actuales tiempos de mundialización.

Por supuesto es una utopía, pero infinitamente más racional y potencialmente posible que la realidad actual, un infierno de guerras, subdesarrollo, tiranías, campos de refugiados... donde Israel solo puede sobrevivir como enclave colonial en un estado de guerra permanente, consciente de que, en último término, la demografía de sus vecinos prevalecerá.

Todavía es posible iniciar un proceso, necesariamente lento, conflictivo y frustrante de pacificación y seguridad antes de que fascistas como Netanyahu y terroristas árabes fanatizados impongan su agenda de exterminio mutuo y provoquen en Europa el regreso del antisemitismo, la islamofobia y el racismo.

Ahora que estamos en vísperas de las elecciones europeas es conveniente tomar nota del papel ridículo de Europa en este conflicto. Europa es un sueño que se va diluyendo en pesadilla, un ente inocuo incapaz de representar los valores de la Ilustración.

 

 

 

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