LA UNIÓN EUROPEA SE EXAMINA

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Hormigas Rojas

Las próximas elecciones europeas, previstas para que se celebren en el mes de junio, están llamadas a ser especialmente relevantes: entre otras cosas, tienen la misión de elegir a 720 miembros del Parlamento Europeo en representación de 450 millones de ciudadanos. Es muy conveniente recordar que el Parlamento, junto al Consejo de la Unión Europea (UE), compuesto por 27 comisarios en representación de los Estados de la Unión, es el encargado de legislar en la UE a través de directivas y reglamentos que obligan y afectan a todos los países que componen la UE.

En esta ocasión, las elecciones volverán también a reflejar la relación de fuerzas entre la derecha conservadora y liberal y la izquierda socialdemócrata, alternativa y verde. Incluso, pondrán a prueba la fuerza real de la ultraderecha y, más en concreto, del populismo euroescéptico y contrario al euro. A pesar de la importancia que ello tiene para la ciudadanía, es de temer que las “derechas” en España desarrollen una campaña electoral embarrada, sobre la base de una deliberada política encaminada a quemar etapas en su pretendido camino hacia La Moncloa. Para ello, no dudarán, si es preciso, en recurrir a la manipulación, la mentira y el populismo más rastrero en su afán por seguir desestabilizando al actual Gobierno en su afán desmedido por recuperar el poder.

Por eso, las únicas expectativas en nuestro país de un cambio paulatino y real en la UE, que generen ilusión y esperanza, sobre todo en los más jóvenes, se centran en el conjunto de la izquierda y, especialmente, en la izquierda socialdemócrata y alternativa y en los movimientos sociales. Para que este cambio se produzca, se deben previamente reconocer los errores de fondo cometidos por los gobiernos de algunos países (también de España), renunciar a las políticas encaminadas a administrar solamente los intereses del capital y, paralelamente, apostar por políticas progresistas que tengan como principal tarea la creación de empleo, la superación de las desigualdades, abordar a fondo el cambio climático y potenciar la democracia, ante el auge de los populismos, el racismo y la xenofobia en el mundo e, incluso, en algunos países de la UE. 

Debemos recordar que, al comenzar la transición política a la democracia en nuestro país, la integración de España en la UE era el objetivo común de los partidos progresistas, sindicatos, movimientos sociales e, incluso, empresariales. El argumento era compartido y contundente: España es el problema y Europa la solución. Casi 40 años después de la incorporación de España a la UE, las expectativas —a pesar de los notables avances producidos y de la moneda única (desde 1986 a nuestros días, el PIB real se ha más que duplicado y la tasa de empleo femenina ha pasado del 26% al 61%)— no se han cumplido y, lo que es más grave, todavía existen euroescépticos partidarios de la salida de la UE y del abandono del euro, aunque, todo hay que decirlo, en un menor número en España.

Efectivamente, el impulso socialdemócrata, que significó la presidencia de la Comisión de Jacques Delors, en 1986, se ha debilitado considerablemente ante la pérdida de peso e influencia de los partidos de izquierda en la UE. Los partidos socialdemócratas vincularon la construcción del mercado único a los efectos negativos y sociales de la liberalización y, en buena medida, a intereses regionales y de país. En este sentido, España recibió en el periodo de 1986 a 2020 la cifra de 240.459 millones de euros, que significaron un gran avance modernizador en sus infraestructuras y obligó a nuestro país a planificar a 7 años vista y a fijar las prioridades de las políticas a seguir. Sin embargo, esa cultura política se ha ido perdiendo, y la visión a largo plazo de la construcción europea ha ido languideciendo. Razones poderosas para recuperar esa metodología de trabajo y hacer frente con éxito al futuro a que nos obliga el cambio climático, el envejecimiento de la población y el aumento del saldo migratorio. 

Por eso, no es extraño que, en estos momentos, muchos ciudadanos europeos y españoles —que no se plantean salir de la UE— propongan acelerar la Unión política y profundizar en la democratización de las instituciones europeas. Exigen también un cambio de las políticas económicas, sociales y medioambientales ante los estragos causados por la gestión de las crisis pasadas fundamentadas en la austeridad y las exigencias extremas de estabilidad fiscal que, no debemos olvidar, fueron las que justificaron la reforma de la Constitución Española (artículo 135 CE) —aprobada por la UE y defendida en España por el expresidente Zapatero—, que supeditó el gasto social al pago de la deuda pública. Una política de austeridad que, posteriormente, se relajó y superó finalmente por la crisis del COVID y la guerra de Ucrania, y que las autoridades europeas han flexibilizado.

También exigen a la UE que aborde prioritariamente el problema relacionado con el desempleo, especialmente de los jóvenes, e insisten en la necesidad de que la economía europea crezca y lo haga de manera sostenible. Sin que ello signifique volver a la política de estabilidad fiscal rígida basada en durísimas políticas de austeridad y ajuste que no alcanzaron sus propósitos y que por el contrario frenaron la convergencia económica y social en la UE y aumentaron la desigualdad, la pobreza y la exclusión social —como sigue ocurriendo todavía en la actualidad—. Al margen de reconocer que la flexibilidad mostrada por las instituciones europeas en la consecución de los objetivos fiscales durante la década anterior, en contra del parecer de los halcones de la austeridad, permitió una recuperación más rápida de la economía y que la suspensión de esos objetivos por la crisis del COVID ha vuelto a tener efectos positivos; pero, una vez más, los obsesos de la austeridad y el rigor monetario vuelven a presionar por el endurecimiento y amenazan con devolvernos a procesos que vivimos con dureza recientemente. Por eso, no es extraño que los ultraliberales insistan en políticas de desregulación financiera a pesar de las dolorosas experiencias de la crisis del 2008. De momento, han conseguido que el Banco Central Europeo (BCE) haya aplicado una política monetaria muy rigurosa y de dudosa eficacia por lo que, ante estas amenazas, no se podrá bajar la guardia.

En concreto, exigen a los partidos de izquierda fortalecer la soberanía económica (autonomía estratégica) del conjunto de la UE: reducir la vulnerabilidad al depender en exceso de suministros y materias primas y energéticas puestas a prueba en la pasada crisis del COVID, reindustrializar los países y apostar a fondo por la digitalización y la inteligencia artificial. Todo ello debe ser compatible con reforzar un Estado de Bienestar Social sostenible: apuesta por el pleno empleo, reducir la precariedad (temporalidad y parcialidad no deseada), más cohesión económica y social y políticas fiscales redistributivas encaminadas a potenciar los servicios públicos (enseñanza y sanidad), entre otras medidas. Para ello habrá que acelerar la armonización fiscal en el seno de la UE: la lucha contra el fraude fiscal y la apuesta por los impuestos directos (no indirectos) basados en la progresividad fiscal (que paguen más los que más tienen) y en el combate a la evasión fiscal y a los paraísos fiscales. Sin olvidar que la izquierda debe poner énfasis, de manera decidida, en las energías renovables, en una transición ecológica más justa, en la defensa del medio ambiente y en luchar contra la sequía, sobre todo en los países del Mediterráneo. Todo ello compatible con la reforma de los objetivos del Pacto de Estabilidad y Crecimiento para hacerlo más flexible y acorde al ciclo económico, a las necesidades sociales y a la eficacia en el reparto y gestión de las ayudas (competencias de los diversos países) que se están recibiendo de la UE (fondos Next Generation).

Paralelamente, la izquierda debe potenciar la demanda interna mejorando los salarios (también los salarios mínimos y las retribuciones de los empleados públicos). Incluso, en esta misma línea, reivindican que la UE impulse la necesaria reflexión sobre los contenidos mínimos de la renta básica en los estados miembros de la UE, con el propósito de mejorar la participación de los salarios en la renta nacional y converger en el marco de la UE. Lo que requiere también seguir avanzando en la armonización de la negociación colectiva y la legislación laboral en el marco de la UE y, desde luego, perseguir y penalizar su incumplimiento con el máximo rigor posible.

La pretensión final de esta política es crear nuevos empleos de calidad y con derechos, lo que requiere luchar a fondo contra la precariedad instalada en un buen número de los mercados de trabajo de la UE, muy marcados por la temporalidad, los contratos a tiempo parcial involuntarios, contratos a cero horas, minijobs, falsos autónomos, falsos cooperativistas, becarios y personas a plena disposición del empresario (trabajadores pobres). Es el momento de proponer medidas audaces en busca de nuevos yacimientos de empleo (empleos verdes, sociales, culturales, de restauración de edificios…), impulsar las políticas activas de empleo y reactivar los servicios públicos de empleo para intermediar con eficacia en la contratación laboral. De la misma manera, hay que abordar el cambio de modelo productivo (digital e industrial) con el fin de competir en un mundo globalizado —aumentando el valor añadido de los productos— y aumentar las plantillas de las pequeñas empresas y su dotación tecnológica, con el propósito de mejorar su productividad. Finalmente será urgente proponer la apertura de un gran debate sobre el reparto del trabajo existente (reducción de la jornada de trabajo y de las horas extraordinarias) en el ámbito de la UE.

Especial interés tendrá en estas elecciones la política exterior y el debate sobre la emigración y los refugiados políticos, lo que exige una respuesta común de la UE: porque no estamos ante un problema de cada uno de los países por separado. La UE necesita a los inmigrantes. Además, los países que los reciben salen ganando siempre, al obtener más beneficios que el gasto público y social que generan. A partir de este principio, la izquierda debe apostar por la regulación de los flujos migratorios, la plena integración social de los inmigrantes y la búsqueda de acuerdos con los países de origen. A todo ello hay que añadir la necesidad de que la UE aumente su protagonismo en un mundo globalizado e interdependiente a propósito de la invasión de Ucrania y de la catástrofe humanitaria generada por la brutal reacción de Israel, lo que exige acuerdos encaminados a parar las dos guerras y, en Oriente Próximo, a la apertura de suficientes (y seguros) corredores humanitarios y al reconocimiento de los dos estados en litigio (Palestina e Israel). En definitiva, la izquierda debe recuperar y potenciar en el marco de la UE el eslogan antimilitarista: “No a la guerra”. Esa ha sido la seña de identidad defendida por los partidos obreros y los sindicatos en nuestra historia más reciente. No es extraño que los jóvenes hayan siempre abrazado esta política con tanta ilusión y entusiasmo para poner fin a los conflictos.

Otro asunto relevante en la campaña electoral europea tendrá relación con la política de defensa de la Unión. La UE y los estados miembros deben abrir un debate a fondo sobre su autonomía en relación con la OTAN, el gasto militar en defensa de los diversos países (incremento propuesto del 2% del PIB) y la decisión de apostar por una defensa común. En todo caso, es fundamental reflexionar sobre el gasto militar por separado de los países y los efectos negativos que ello genera y, desde luego, sobre la intervención y financiación del Banco Europeo de Inversiones (BEI), con el

fin de dotar a la UE de una política industrial de defensa acorde con nuestras necesidades y coherente con el proceso abierto hacia una política común de seguridad y defensa de la UE.

En estos momentos, la izquierda debe también responder a las reivindicaciones de los agricultores y ganaderos, dada su capacidad de movilización demostrada en el conjunto de la UE y, en coherencia con ello, someter a revisión la Política Agraria Común (PAC) para repartir de manera más justa y equitativa las ayudas que reciben los países de la UE, entre ellos España. Igualmente, la UE debe abordar el problema de los regadíos y de la sequía, que afecta, sobre todo, a los países del sur de la UE, así como potenciar un modelo de agricultura familiar sostenible en términos sociales y medioambiental con reglas comunes y objetivos compartidos, que incluyan líneas de apoyo a los jóvenes del mundo rural. Además de incrementar, con voluntad decidida, los recursos públicos necesarios en la gestión del agua, los seguros agrarios, la investigación de nuevas prácticas agronómicas y de gestión de suelos, entre otras medidas. Todo ello, al margen de que se impongan las mismas normas y exigencias que existen en la Unión a los productos agrícolas importados que vienen de países de fuera de la UE. 

No podemos olvidar que la PAC, uno de los pilares básicos de la construcción europea, se fundamentó en la búsqueda de la suficiencia alimentaria. Sin embargo, se ha convertido en una política cuya finalidad no es la mejora del campo y de la calidad de los alimentos, sino la competitividad de las producciones agrarias y la obtención final de los mayores beneficios.  En los próximos años, la agricultura española debe desarrollar su estrategia optando entre dos opciones claramente definidas: la realización de una agricultura y ganadería intensiva con prácticas comerciales desleales y una fuerte incidencia de oligopolios y fondos de inversión y salarios indignos, o una agricultura sostenible, con directivas europeas que impidan la dominación de los grandes grupos con producciones depredadoras, que nos abocan inexorablemente a la desertificación del campo español. En resumen, se tienen que vincular mucho más las producciones agrícolas a la calidad alimentaria y a la preservación del medio ambiente, recuperando para ello las cadenas de suministro directas del productor al consumidor. 

Otros asuntos prioritarios que deben ser abordados en la campaña electoral, se refieren a los graves problemas derivados de la escasa vivienda pública y social en algunos países (emancipación de los jóvenes), así como las infraestructuras, las telecomunicaciones y las obras públicas, por su capacidad de generar inversión público-privada y contribuir a la comunicación y modernización de los diversos países de la UE. Por eso, el debate sobre las alternativas a estos serios problemas es urgente y muy necesario.

Finalmente, la izquierda debe apostar por el fortalecimiento de la Unión y la defensa del euro. Ello requerirá paulatinamente abordar la ampliación, aumentar las competencias de la Unión y dotar de una mayor eficacia a sus políticas, lo que exigirá que la toma de decisiones se lleve a cabo por mayorías cualificadas y no por unanimidad. En resumen, exige mantener y mejorar el Estado de Bienestar Social (Espacio Social Europeo), primando para ello la redistribución de la riqueza y el empleo como la mejor arma política para superar la fuerte desigualdad, la pobreza y la exclusión social. De manera especial, los ciudadanos de nuestro país reivindican una Europa reconocible y al servicio de las personas y exigen, en coherencia con ello, a los partidos políticos respuestas claras y precisas en plena campaña electoral. Sería imperdonable que el debate sobre la amnistía, las elecciones en el País Vasco y en Cataluña, la actitud de algunos partidos políticos convertidos en simples maquinarias electorales —más que en cauces organizados de participación militante y ciudadana—, junto al poco conocimiento de la UE y la escasa cultura política de los ciudadanos, impidan discutir estos asuntos de vital importancia e interés para los más necesitados, al amparo de poderes mediáticos al servicio de las “derechas” y de un poderoso capitalismo financiero, ramplón y sin reglas que lo controlen. 

Por todo ello, merece la pena trabajar con ilusión renovada para defender estas políticas progresistas exigidas por la mayoría de los electores de la UE. Esa es la mejor manera de recuperar la esperanza, sobre todo de los jóvenes atrapados irremediablemente por el desempleo, la precariedad y los bajos salarios. En este sentido, la movilización social de la izquierda en su conjunto, encaminada a generar una mayor participación del voto ciudadano, resultará imprescindible para confirmar el principio de que “otra Europa es posible”.

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