DEBATES PENDIENTES PARA ABORDAR EL SINDICALISMO DEL FUTURO
Hormigas Rojas
El pasado 3 de enero falleció Nicolas Redondo y, unos días más tarde, el 8 de febrero, Salce Elvira, figuras muy relevantes del sindicalismo español en la clandestinidad y sobre todo en la transición democrática. Ambos mantuvieron hasta última hora conversaciones telefónicas donde se puso de manifiesto su gran afinidad en los análisis, pensamientos e ideas. Nicolás se afilió de muy joven a las Juventudes Socialistas y, más tarde, a la UGT y al PSOE. En su condición de destacado militante antifranquista, sufrió en varias ocasiones la represión, la cárcel y el destierro.
Participó muy activamente en el
proceso de renovación y adaptación de las organizaciones socialistas a las
nuevas realidades políticas, económicas y sociales de nuestro país. En el
congreso del PSOE celebrado en Suresnes (en los extrarradios de Paris), en
octubre de 1974, apuesta firmemente por Felipe González como secretario
general. Posteriormente, el 30º congreso de la UGT celebrado en Madrid, en
abril del año 1976, bajo el eslogan “A la Unidad Sindical por la Libertad”,
ratificó su liderazgo como secretario general de la UGT, cargo que ocuparía
durante 18 años (1976-1994).
En el año 1980 participa
decisivamente en el 32º congreso de la UGT, que representa el despegue hacia la
modernidad y la consolidación de los sindicatos a todos los niveles. Sin duda,
las resoluciones aprobadas marcarán las actividades sindicales en la década de
los 80. En concreto, Nicolás apuesta por el diálogo social, la concertación, la
negociación colectiva y la racionalización de las estructuras sectoriales del
sindicato (más preparadas para la contestación política que para la acción
sindical). También por la reforma de las estructuras económicas, la
reconversión industrial y la lucha contra la inflación. Una política no exenta
de sacrificios por lo que, en coherencia con ello, Nicolás hizo un llamamiento
a la responsabilidad y moderación de los trabajadores esperando recuperar más
tarde el sacrificio realizado. Sin embargo, eso no ocurrió, lo que obligó a los
sindicatos, en la segunda mitad de la década de los ochenta, a intentar reducir
el “déficit social” generado y a reivindicar la recuperación de la “deuda
social” contraída con los trabajadores.
Previamente se había aprobado la
Constitución en 1978, lo que abrió la puerta a un nuevo marco de relaciones
laborales y derechos sindicales, que se produce con la aprobación y puesta en
vigor del Estatuto de los Trabajadores (ET) en 1980. Una ley marco,
complementada en 1985 por la ley Orgánica de Libertad sindical (LOLS), que va a
definir los conceptos y principios sobre los que se van a desplegar la mayoría
de las normas laborales futuras, regulando las relaciones jurídicas entre el
trabajador por cuenta ajena y las empresas.
El ET, aprobado por el
legislativo y debatido previamente por las organizaciones sindicales
mayoritarias, fue producto de una determinada relación de fuerzas y establece
las bases que permitieron diversos desarrollos a través de normas inferiores
que se irán negociando y aplicando a lo largo de los años. Sin duda, la
contratación y las condiciones de trabajo, en toda su amplitud, se vieron
marcadas por esta norma y su desarrollo, pero también por la capacidad del
movimiento obrero y de las organizaciones sindicales para influir en su
aplicación.
La crisis económica mundial de
los 70 culmina en los años 80 con la victoria de las políticas neoliberales de
Reagan y Thatcher. En este nuevo marco, la política desarrollada en España por
Felipe González, en la segunda parte de la década de los ochenta, está
igualmente muy condicionada por estas políticas conservadoras. En todo caso,
debemos recordar que, en el año 1988, según el Banco de España, la economía
creció el 5,8% del PIB; sin embargo, esta mejora económica no se trasladó a la
ciudadanía y a los trabajadores, cada vez más precarizados. Efectivamente, los
años del Gobierno del PSOE se caracterizaron por las políticas de ajuste y
rigor con los consiguientes efectos sociales.
Además, se comprobó que en el
gobierno predominaba un enfoque neoliberal que mantenía una permanente demanda
de contención salarial y planteaba duras propuestas que chocaban con las
reivindicaciones sindicales. Los incumplimientos del Acuerdo Económico y Social
(AES); el abuso de la contratación temporal; el desplome de la protección por
desempleo; así como la reforma de la seguridad social en el año 1985,
encaminada a recortar las pensiones; y, finalmente, el referéndum de la OTAN,
en el año 1986, son cinco motivos de grave confrontación que justificaron
finalmente la convocatoria de la huelga general del 14 de diciembre de 1988.
Las motivaciones del paro exigían
la retirada del Plan de Empleo Juvenil, concebido por el Gobierno para flexibilizar
aún más la contratación de jóvenes. Las reivindicaciones de los sindicatos
contemplaban además la creación de más y mejor empleo, el aumento y mejora de
las pensiones, el incremento de la prestación por desempleado, derechos
sindicales y negociación colectiva para los empleados públicos y revisión
salarial para los colectivos dependientes de los Presupuestos Generales del
Estado. Según las palabras de Nicolás, corroboradas por Salce, “la huelga del
14D fue una huelga singular, mayúscula e irrepetible”: la primera huelga
general después de la dictadura franquista y la primera convocada por los
sindicatos contra el PSOE en el Gobierno. La convocatoria representó un éxito
rotundo, lo que sentó las bases de la unidad de acción entre la UGT y CCOO y ayudó
a definir el modelo sindical basado en la autonomía e independencia de partidos
y gobiernos, consolidó la posición de los sindicatos en España y puso los
pilares del actual estado de bienestar social. Los trabajadores y la gran
mayoría de los ciudadanos secundaron la huelga a pesar de las sucesivas
campañas del Gobierno para boicotearla: desprestigiando a los sindicatos,
descalificando sus reivindicaciones y estableciendo unos servicios mínimos
claramente abusivos.
En definitiva, todo ello culminó
una etapa sindical irrepetible y consolidó la autonomía y la unidad de acción
entre CCOO y UGT y, además, hizo posible la convocatoria de las huelgas
generales de 1992 y 1994 en contra de la aplicación de una pretendida política
“socialdemócrata sin los sindicatos”, como si eso fuera posible…
Sin lugar a duda, la huelga
general del 14-D no fue una huelga más. Representó una fuerte confrontación con
las fuerzas políticas y económicas dominantes y contra un gobierno que se
consideraba de izquierdas, algo equivalente a decir que defendía los intereses
de los trabajadores, aunque sus políticas lo desmintieran. La huelga del 14-D
fue un gran éxito de la clase obrera. En dos aspectos principales: los
sindicatos mostraron su capacidad para organizar un paro de esta dimensión y
fueron capaces de manejar la información magistralmente para que toda la
ciudadanía se sumara a la misma, lo que visibilizó aún más el éxito de la
convocatoria. Además, un año después, se consiguieron importantes
reivindicaciones contempladas en la “Propuesta Sindical Prioritaria” elaborada
por CCOO y UGT.
Por estas razones, las
referencias a Nicolás y Salce nos obligan a reflexionar a fondo en estos
momentos, cuando los sindicatos están a la espera de que los empresarios se
sienten a negociar un acuerdo de referencia para negociar los convenios para
los próximos años. Debemos recordar que los salarios de los convenios en 2022
han perdido casi seis puntos de poder adquisitivo en una situación de fuertes
aumentos de los beneficios empresariales en un marco inflacionario derivado de
la invasión de Ucrania y del alza desmedida de las materias primas: petróleo,
gas y alimentos. En este escenario resulta preocupante la desmovilización de
los trabajadores y la poca capacidad de presión de los sindicatos para forzar a
la patronal a sentarse a negociar y, además, de no ser capaces de evitar la
pérdida de poder adquisitivo de los trabajadores en la negociación colectiva
por abajo: sectores y empresas. En todo caso, la CEOE, con su negativa a
negociar un acuerdo de referencia, está consiguiendo devaluar los salarios y
que el costo de la crisis recaiga una vez más en los trabajadores. Sin embargo,
las movilizaciones de Inditex (y los logros alcanzados recientemente), las actuales
movilizaciones ciudadanas en defensa de la sanidad madrileña y las masivas
protestas sociales en Francia, en defensa de sus pensiones, son ejemplos a
tener en cuenta y demuestran que ese camino es el correcto, sobre todo cuando,
además, están cargadas de ilusión y esperanza.
En cualquier caso, no debemos
olvidar que las formas del trabajo han cambiado profundamente: la gran fábrica
metalúrgica con miles de trabajadores ha pasado a ser la fábrica difusa actual
y se ha incrementado el uso masivo de tecnologías avanzadas con efectos en el
empleo, el futuro del trabajo y el control interesado de las personas
(“capitalismo vigilante”). También proliferan las microempresas (menos de nueve
trabajadores, poco productivas y muy poco sindicalizadas), que representan el
85,45% de las empresas empleando al 20,32% de los trabajadores en nuestro país
(Alberto Pérez García, de Adecco Group de España). Esta segmentación de la
clase trabajadora, las formas de organización del trabajo y el propio valor del
trabajo han acabado por restar protagonismo a la “centralidad del trabajo” en
nuestra sociedad entre un cúmulo de transformaciones intensas en las formas de
vivir y de pensar del imaginario colectivo. La acción sindical se tornará más
difícil y compleja, si no somos capaces de cambiar el paradigma de la
intervención sindical en la sociedad y, en concreto, en la revolución digital,
la lucha contra el cambio climático y la transición energética (“empleos verdes”).
Surge, por lo tanto, la siguiente
pregunta: ¿Qué cambios deben hacer los sindicatos en el presente para ser más
útiles y eficaces? ¿Qué deben hacer para garantizar su futuro en un mundo
digital y globalizado? Una primera respuesta a esas preguntas es obligada: nada
será posible si los sindicatos no inspiran respeto y mejoran sustancialmente su
relación de fuerzas (“amenaza creíble”), única manera de acrecentar su
capacidad de negociación y de movilización social. Eso requiere actuar sobre
cinco grandes asuntos: incrementar la afiliación (sobre todo en colectivos
específicos y nuevas plataformas digitales como Google, Amazon, Facebook, Microsoft,
Uber, Glovo, Deliveroo…); aumentar la representatividad sindical, ante los
sindicatos autollamados independientes; avanzar en la formación sindical de
delegados y cuadros; consolidar la autonomía de los sindicatos; y potenciar el
desarrollo de la unidad de acción sindical, particularmente a través de la
negociación colectiva articulada a todos los niveles. Debemos recordar que los
gobiernos y los empresarios nunca regalan nada. Prueba de ello es que el
movimiento sindical ha sufrido en los últimos tiempos, y seguirá sufriendo,
campañas antisindicales sin precedentes conocidos en democracia.
Efectivamente, a comienzos de
1992, el Times, de Rupert Murdoch, ya se manifestaba contra las grandes
coaliciones de trabajadores y proclamó la definición conservadora de “las
exitosas organizaciones sindicales del mañana: serán esencialmente asociaciones
de personal, con base en el lugar de trabajo en particular. No serán ideológicas,
excepto en lo que se refiere a entender que la prosperidad de sus miembros está
ligada a la de sus empleadores. Sostendrán y defenderán contratos individuales
y los derechos legales de los trabajadores y jugarán un papel en la
modernización de la gestión”.
Como se puede comprobar, la
derecha neoliberal viene apostando desde siempre por “asociaciones de personal”
de base empresarial, divididas, impotentes y autorizadas solamente a manejar
quejas particulares y a promover la propiedad y los intereses del empleador.
La expresión “más mercado, menos
Estado; más empresa, menos sindicato,” resume de forma lapidaria la orientación
de la política económica liberal y el fundamentalismo del mercado, que ha
resultado nefasto porque, como bien se manifestó en su día, “el mercado es un
buen siervo, pero un mal amo”. Será difícil que semejante programa pueda ser
impuesto en toda su magnitud en los países más industrializados sin suspender
la democracia, pero ésta no puede darse por sentada, ni siquiera en sus
bastiones tradicionales, después de lo ocurrido en EE. UU. y Brasil e, incluso
en la UE, con el fuerte avance de la ultraderecha.
Por eso, una sobre actuación
sindical de carácter burocrático, institucional y administrativo; o, si se
quiere, una acción sindical defensiva, acomodaticia y encaminada simplemente a
limitar daños y a conseguir logros a corto plazo, está condenada al fracaso;
sobre todo cuando se está poniendo en entredicho el futuro del trabajo y, por
lo tanto, el futuro de los propios sindicatos en un mundo globalizado. Esto no
significa en ningún caso que estemos ante el fin de la sociedad del trabajo,
como manifestó en su día el profesor Juan José Castillo: “ni siquiera ante una
cesión del papel del valor trabajo: trabajo fluido, disperso, invisible,
intensificado, desregularizado, sobre bicicletas..., pero trabajo al fin”.
Razones poderosas para reclamar
un nuevo impulso político y social movilizador que confiera a los sindicatos un
papel relevante en la gestión y en la construcción de la sociedad del futuro, al
margen de seguir reflexionando sobre la participación, control y desarrollo del
concepto de “democracia económica” en la empresa. También hay que aspirar a que
los sindicatos participen más activamente en el desarrollo de las políticas
económicas y sociales (en la actualidad, por ejemplo, en el reparto y gestión
de los fondos de la UE y en la defensa del Estado de bienestar social) e,
incluso, de manera relevante, en los cambios culturales que se avecinan. El
papel de los sindicatos no puede estar dirigido exclusivamente a la defensa de
los trabajadores en las empresas, también debe extenderse a la construcción y
desarrollo de una convivencia social más justa, participativa y democrática. En
definitiva, tienen que constituirse en una herramienta mucho más potente y
eficaz porque, de lo contrario, se convertirán en irrelevantes en la defensa de
los intereses de los trabajadores.
Estos son los debates pendientes
que debe abordar en la actualidad el conjunto del movimiento sindical en la perspectiva
de los próximos años: ¿Cómo organizar el sindicalismo del futuro en un mundo
globalizado, lleno de incertidumbres y con un grave riesgo de sucumbir ante los
poderes fácticos?
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