A PROPÓSITO DE LA SALUD MENTAL

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 Pedro Espino Hurtado

La expresión ‘salud mental’ suele utilizarse de forma demasiado amplia e imprecisa. La propuesta de este texto es que la palabra ‘salud’ debería reservarse al ámbito estrictamente sanitario y que, al combinarse con el adjetivo ‘mental’, no debería emplearse para referirse a aspectos que tienen más que ver con el bienestar o la satisfacción personal derivados del adecuado cumplimiento de necesidades individuales y sociales.

 

El sintagma ‘salud mental’ es actualmente de uso —y abuso— frecuente en la prensa general, en crónicas políticas y en otros escritos del ámbito social. Ha trascendido fuera de las áreas médica o psicológica, y su empleo excesivamente amplio supone en realidad una banalización del concepto sanitario de salud (en el lenguaje de la ‘política del espectáculo’ actual, las banalizaciones son ya demasiado habituales). Así, esta expresión, que debería ser médica, se convierte en política y se transforma en un concepto próximo al de ‘felicidad’ o ‘bienestar’, de manera que la salud pasa a medirse exclusivamente por la subjetividad (otro éxito del pensamiento posmoderno). Y la subjetividad es, por definición, difícil de precisar y medir. Si la evaluación de la salud mental se basa en las sensaciones y apreciaciones subjetivas de la persona, sería equivalente a limitar la medicina a los síntomas sin tener en cuenta los signos —objetivos— y las pruebas diagnósticas. Y en ningún campo de la medicina se supone que, en la determinación de una enfermedad, sea el paciente quien tenga la última palabra.

Tampoco hay que olvidar que muchas de las cifras que se dan acerca de las alteraciones de la salud mental están obtenidas del consumo de psicofármacos, y que España es el país de la Unión Europea (UE) con el mayor consumo de benzodiacepinas, que son fármacos con efectos ansiolíticos, sedantes e hipnóticos. En el caso de los antidepresivos, según datos de la OCDE y del Ministerio de Sanidad, en el año 2022 su consumo estaba muy por encima de la media de la UE, y solo superado por Portugal y Suecia. Otra fuente para el cálculo de la incidencia de alteraciones de la salud mental proviene del autodiagnóstico a partir de encuestas no controladas, especialmente hechas con jóvenes en centros de estudios. Sin embargo, las cifras de la incidencia de trastornos psiquiátricos serios provienen de profesionales de la psiquiatría, como ocurre con el número de las diferentes enfermedades orgánicas. Pero en el caso de la prevalencia general de la depresión en España se dan grandes variaciones entre casos graves y el total de trastornos depresivos (estos últimos no siempre diagnosticados por psiquiatras). Algo similar ocurre con los trastornos de ansiedad. En cambio, las cifras de prevalencia de la esquizofrenia están más ajustadas porque provienen de estudios epidemiológicos más acotados.

Las bajas laborales por problemas de salud mental se han multiplicado en España después de la pandemia. Desde 2020, las incapacidades por motivos psicológicos o psiquiátricos han aumentado un 72 % según datos del Instituto Nacional de la Seguridad Social; la mayoría de estos trastornos son cuadros leves de ansiedad o depresión.

Pero si la salud mental no es equiparable a conceptos como bienestar, felicidad, trabajo grato, ausencia de frustraciones…, ¿qué es en realidad? Si la tomamos como se hace con otras circunstancias sanitarias, habría que decir que la salud mental está alterada cuando existen trastornos que se deberían interpretar, cuantificar y, en el mejor de los casos, tratar. Sería deseable incluso que las mediciones de la salud mental se pudieran expresar en tablas de «valores normales» como las publicadas en los textos de medicina para otros tipos de enfermedades. Visto de esta manera, un trastorno mental sería cualquier alteración de la salud con manifestaciones psicológicas o del comportamiento significativas que se asocian a síntomas y signos dolorosos o estresantes en una o más áreas funcionales importantes.

Hasta mediados del siglo XX se solían dividir los trastornos mentales en neurosis (trastornos mentales sin pérdida de contacto con la realidad, como la ansiedad o las fobias) y psicosis (trastornos graves con alteración del sentido de la realidad, como la esquizofrenia). Este modelo cambió nítidamente con la publicación en 1980 del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, DSM-III, elaborado por la Asociación Estadounidense de Psiquiatría (American Psychiatric Association, APA), manual que había tenido dos ediciones previas, DSM-I y DSM-II, y cuya última versión es el DSM-5-TR. Otra fuente fundamental en la que se basa la terminología y la evaluación de los trastornos mentales es la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE) de la Organización Mundial de la Salud: la CIE-11 es la última versión de esta clasificación.

Aunque posiblemente exceda el alcance de un texto para una publicación no médica, y haciendo una aproximación resumida, podríamos decir que se consideran alteraciones de la salud mental la esquizofrenia (vista históricamente como la enfermedad mental por antonomasia, aunque no la más frecuente), los trastornos del estado de ánimo (depresiones y trastorno bipolar), algunos trastornos sexuales, trastornos de la conducta, de la personalidad, etc. Así, una reacción lógica ante un hecho biográfico grave, como el fallecimiento de alguien querido o la pérdida del empleo o de la vivienda, no es necesariamente un deterioro de la salud mental. Cuando se emplean a la ligera términos como depresión o ansiedad, puede ocurrir —de hecho, ocurre— que se multipliquen los tratamientos farmacológicos innecesarios o que se intenten dirimir conflictos laborales o de otro tipo invocando a la salud mental. Se han dado casos de grupos o personas individuales que han recurrido a buscar un diagnóstico médico (generalmente de ansiedad o depresión) para resolver, mediante bajas, conflictos personales o laborales (huelgas encubiertas, generalmente entre trabajadores de cuello blanco). Hechos de este tipo los protagonizaron los controladores aéreos en el año 2010, un grupo de médicos pediatras del hospital de La Paz en Madrid en el año 2024, el director de la Policía Municipal de Madrid por la polémica tras el aparente atropello de una niña por su vehículo en abril de 2025, etc. Naturalmente, lo anterior son solo casos ilustrativos con los que no se pretende demostrar nada.

Cuando se trae a colación la salud mental desde el ámbito político-partidista se suele producir otra consecuencia de su trivialización: creer que aumentando el número de psicólogos en la sanidad pública se solucionarían casi automáticamente los problemas, lo que desgraciadamente no puede ocurrir cuando no se sabe con exactitud el número de diagnósticos precisos. Sí es cierto que la cifra de psicólogos clínicos en la sanidad pública (6 por cada 100.000 habitantes) es inferior a la europea, que es de 18. No obstante, en España hay 83 psicólogos colegiados por cada 100.000 habitantes. La proporción de psiquiatras es de 9,3 en el sistema público español, también menor que en la UE.

 


Recapitulación

La evaluación rigurosa de las alteraciones de la salud mental, como trastorno médico, exige:

·       Disponer de una definición nítida y de unos diagnósticos precisos.

·       Contar con criterios diagnósticos para indicar tratamientos protocolizados, ya sean farmacológicos o psicoterapéuticos. Desgraciadamente no siempre ocurre así, y no es infrecuente que un paciente que acuda a una consulta de medicina primaria y exponga una dificultad o contrariedad menor salga con una receta de ansiolíticos, hipnóticos o antidepresivos. Y fuera de la medicina abundan conceptos vagos como ‘ayuda psicológica’, ‘orientación emocional’…, de difícil aplicación.

·       Nunca se debería usar la supuesta alteración de la salud mental como válvula de escape para otros conflictos.

Otro asunto diferente es que anomalías no bien definidas se incluyan en un cajón de sastre donde quepan desde hechos biográficos graves hasta decepciones personales menores. Y esto no debe tomarse como un menosprecio de las propias vivencias de la persona que, analizadas con rigor, constituyen elementos importantes para el diagnóstico médico. Con todo, sería más correcto hablar menos de salud mental en general y más de trastornos mentales concretos. La buena salud mental debería ser sinónimo de ausencia de enfermedad y no de otras cosas, por muy encomiables que sean.

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