LA PARADOJA DEL BENEFICIO
“La paradoja del beneficio”. Jan Eeckhout
Lo que me movió a leer este ensayo es que lo escribía un
liberal, Jan Eeckhout, que
diferenciaba netamente entre mercado y negocios, que considera en estos
momentos enfrentados. Un partidario acérrimo del mercado, que ahora considera
en manos de grandes empresas.
Aunque la insistencia en este factor es, en mi opinión,
exagerada no dejan de ser muy interesantes los datos en que apoya su tesis de
que la actual galopada de desigualdad social se debe al “poder de mercado” de
las grandes multinacionales. Una crítica a los grandes negocios desde la
perspectiva, netamente liberal, de alguien que cree en la bondad intrínseca del
mercado (aunque recomienda su regulación).
Como el epílogo es una síntesis brillante de su pensamiento,
su traducción literal me ahorra el esfuerzo de explicarlo:
Epílogo
No hay duda de que, en promedio, estos tiempos son mejores
que nunca. La tecnología ha hecho la vida más placentera, la pobreza ha caído
enormemente, y la salud ha mejorado de forma masiva.
Esto fue también lo que pasó a comienzos del siglo XX cuando
la segunda revolución industrial nos dio la electricidad, el teléfono y el
ferrocarril, todo lo cual nos trajo un progreso y riqueza sin precedentes. Como
este bienestar fue el resultado de la enorme integración económica a través del
comercio internacional y la especialización, Norman Angell argumentaba en su
libro La gran ilusión (1910) que nadie jamás tendría interés en destruir tales
ventajas. Pero solo serían necesarios cuatro años para que la destrucción
ocurriera. Como hace un siglo, estamos experimentando una
época de similar progreso, y, como entonces, las ganancias de tal progreso
están desigualmente distribuidas. Desde 1980, unos pocos han acumulado todos
los beneficios del progreso mientras la mayoría no ha percibido ganancias en
absoluto.
Hay una clara cadena de hechos imputables al excesivo “poder
de mercado” [1]
que las compañías dominantes han acumulado. Esto tiene enormes implicaciones
para el trabajo, fuente de ingresos de la mayoría de la gente. El monopolio
conduce al estancamiento de salarios y extrema desigualdad salarial y esto
frustra la movilidad social y el dinamismo económico. El deterioro del mercado
de trabajo, a su vez, afecta a la salud de algunos y el bienestar colectivo.
Pero no son solo los trabajadores quienes se sienten dañados; los pequeños y
medianos empresarios se sienten también frustrados. Ellos apenas pueden
mantener sus establecimientos a flote porque el poder de mercado está
concentrado en unas pocas firmas dominantes que restringen sus beneficios y cierran sus negocios.
El poder de mercado, la falta de competencia que desafíe los grandes
negocios no solamente daña a los pobres, también a las clases medias y los
propietarios de pequeños negocios. El capitalismo de los grandes negocios daña
a la mayoría de las economías domésticas, que viven al día y peor que las de sus padres. El capitalismo
promercado está perdiendo frente al capitalismo pronegocios.
La tesis central de The profit paradox es que la innovación
tecnológica tiene una tendencia natural a acumular la riqueza en pocas manos.
Las nuevas tecnologías favorecen que el primero que las adopte se haga con la
totalidad del mercado y use esa misma tecnología para atrincherar su poder y
limitar la competencia en el mercado. Recuerde las palabras de Orwell: “el
problema con las competiciones es que alguien las gana”.
Necesitamos, por tanto, instituciones fuertes y regulación
independiente que garantice y proteja la competencia. Una de las mayores falsas
percepciones es que los mercados son libres y que la competencia es una consecuencia
natural. La mayoría de los mercados funcionan perfectamente, pero, con el
advenimiento de las nuevas tecnologías, los fallos del mercado conducen al
dominio y acumulación de la riqueza. Solamente el capitalismo promercado pueden
conseguir la sana competencia, que beneficia a todos los interesados en la
sociedad, incluyendo a los clientes y trabajadores. Solamente entonces podemos
garantizar que los que es bueno para el negocio es bueno para los trabajadores.
A menudo, el capitalismo de los accionistas y la
responsabilidad corporativa son aclamados como la panacea. Desgraciadamente
ellos no son más que una gota en el océano. Desde luego, es bueno si los
propietarios de negocio cuidan de sus trabajadores y les aseguran un buen
sueldo. Una gran firma que ejerce monopolio de trabajo (monopsonio) puede mejorar
la vida para sus trabajadores cautivos. El modelo alemán de representación
sindical no conflictiva es un ejemplo de hacer que el trabajo funcione. A
menudo, el mejor trato de los trabajadores aumenta la productividad, que también
es interés de los accionistas.
Generalmente, sin embargo, la responsabilidad corporativa es alta
en buenas intenciones, pero baja en resultados; simplemente no funciona si
esperamos que los consejeros delegados o los consejos de administración de las compañías
lo adopten para reducir su poder de mercado, en el proceso de bajar los
beneficios y aumentar los salarios. Esto conduciría a decisiones económicas
perversas e ineficiencia.
Mas aún, la decisión unilateral de no ejercer esas prácticas
beneficia a otros competidores que sí las ejercen.
Por lo tanto, solo una acción coordinada, como la regulación,
puede resolver los efectos negativos del poder de mercado.
Mas importante, la autorregulación no funciona porque el
problema es del sistema económico: es como pedir a los propietarios de las grandes
petroleras que autorregularan las emisiones y niveles medioambientales. BP y Shell
nos bombardean con publicidad que alaba cuanto hacen por el medio ambiente,
pero siguen vendiendo petróleo que incrementa las emisiones de CO2. Lo que en
vez de eso necesitamos es una política que regule las emisiones, tales como las
tasas sobre el carbón, por ejemplo. Esa regulación tiene que venir de fuera de
la industria. Una vez establecida la regulación, las firmas que maximizan
beneficios serán tan eficientes como el mercado y la regulación demande para generar
energías de baja emisión.
Lo mismo se debe aplicar en el caso de un capitalismo pronegocios[2]
que intentara reducir los
efectos monopolísticos que operan en el sistema económico. La responsabilidad
social de la firma debería consistir en maximizar los beneficios a través de la
innovación y el uso de las nuevas tecnologías. Sin embargo, no deberíamos
permitir a las firmas que obtengan beneficios usando esas tecnologías para
construir fosos alrededor de sus castillos. Las instituciones deberían garantizar
la existencia de una sana competencia.
Si una firma consigue beneficios excesivos, la legislación
debería facilitar la entrada de competidores, que conduce a bajar beneficios y
precios a largo plazo. Esto trae innovación y crecimiento y conduce a más
empleo y salarios más altos. Más
que por el capitalismo
pronegocios yo abogo por instituciones más fuertes e independientes que
logren objetivos sociales.
El mandato de una autoridad de la competencia es proteger a
la competencia, no a los competidores o los negocios. Debería refrenar el
monopolio y dar poder al mercado. La mayoría de los mercados funcionan bien sin
mucha intervención o regulación, pero cuando no lo hacen, las instituciones,
independientes de la política, que defienden la competencia deberían garantizar
que no existan fallos de mercado.
Mi propuesta, por tanto, es una separación de poderes para
conseguir objetivos sociales: competencia entre firmas en el mercado y regulación
del mercado por la autoridad de defensa de la competencia. En el terreno de
juego de la competencia a las firmas se les debe permitir obtener beneficios,
así como estar preparadas para ir a la bancarrota sin paracaídas en los malos
tiempos. La mano visible de la autoridad de la competencia asegurará que la
“mano invisible “del mercado, donde las firmas buscan su propio interés,
producirá de forma involuntaria la mayor ganancia para todos.
Desgraciadamente, en ausencia de tales instituciones, el
crecimiento del poder de mercado ha producido un descontento generalizado
contra el telón de fondo de los enormes avances tecnológicos y el progreso
económico. Parte de ese descontento es simplemente una percepción errónea.
Muchos olvidan que hace solo medio siglo la gente moría de neumonía, por
ejemplo, o que la pobreza o niveles de vida eran mucho peores que los de ahora.
Pero solamente una parte del descontento lo es por falsa percepción; una gran
parte es real. Y por eso es por lo que las opiniones están extremamente
polarizadas, por qué los gillets jaunes (chalecos amarillos) se manifiestan en Francia y por qué la
gente pierde su fe en las instituciones políticas y económicas.
Y con la pandemia Covid-19, la sociedad salta de la sartén al fuego Todo
indica que la lluvia radioactiva de la crisis económica del 2020 está generando
una desigualdad aún más pronunciada.
Aquellos a quienes más afecta son a los trabajadores de baja cualificación,
los pobres, las minorías, los viejos, aquellos que viven en malos pisos o vecindarios
sin ventajas, los disminuidos físicos y los enfermos. Todo ellos son los que
tienen mayor probabilidad de perder sus trabajos, sus ingresos, y sus vidas.
Desde luego, no todo es culpa del poder de mercado, pero que
no se utilice la pandemia como una excusa para lavar los grandes negocios. Cuando
se disfraza como una red de seguridad para los infortunados un paquete de
rescate de varios billones de dólares que desproporcionadamente ayuda a las
grandes compañías, entonces las respuestas políticas empeoran las cosas a la
larga. En su momento, los trabajadores pagarán la cuenta a través de impuestos
sobre el trabajo (o mayor inflación).
El hecho de que, en abril del 2020, en medio de la crisis, la
Bolsa de EE. UU. consiguiera su mejor mes desde 1987 y que alcanzara
nuevos picos en verano es una mala noticia. Los mercados se están recuperando
por la fianza multibillonaria, sin obligaciones anexas y sin necesidad de
devolver la dádiva, no porque la economía esté saludable. Este capitalismo de
rescate inclina la balanza aún más a favor de las grandes compañías con poder
de mercado. En tiempos de capitalismo sano está bien que una aerolínea quiebre,
porque eso mantiene a los inversores atentos para tomar las mejores decisiones
en el primer momento. Cuando un inversor toma las decisiones correctas y corren
buenos tiempos, hacen dinero. Y si las cosas salen mal, las compañías tienen pérdidas e incluso
entran en bancarrota y el inversor pierde dinero. A eso es a lo que los
inversores se apuntan en un capitalismo sano.
El argumento que está apareciendo es que, como ocurre con los
bancos, esas megacompañías son demasiado grandes para desaparecer. En una caída
masiva como la recesión por la Covid-19,
esas grandes firmas sepultarían con ellas centenares de miles de puestos de
trabajo si cayeran. Mas aún, la bancarrota de una gran firma repercutirá en un
contagio de bancarrotas, entre otras de empresas más pequeñas. El contagio de
un virus conduce al contagio de las quiebras de negocio. El problema con este
argumento es que esas firmas son demasiado grandes porque tienen poder de
mercado. Pero si hubiera habido competencia más sana, con más empresas en todos
los mercados, esas firmas no habrían llegado a ser demasiado grandes para caer. En el teatro de un mercado sanamente
competitivo, caer es parte de la representación. Ahora, solamente las pequeñas compañías
sin poder monopolístico desaparecen.
Este capitalismo desequilibrado explica el dominio
de las grandes corporaciones y la “Paradoja del beneficio”. Un grupo de grandes
y florecientes firmas que consiguen grandes beneficios durante prolongados
periodos de tiempo es malo para la economía. Debemos dejar de equiparar una
Bolsa creciente con una economía sana. Y si en la cima de una recesión económica,
con los pequeños negocios cerrando y el desempleo alcanzando marcas, la Bolsa
sube, entonces sabremos que los monopolios están apoyando algunos negocios a
expensas del trabajo, ahora y en el futuro.
La mayor amenaza del poder de mercado consiste en que una enorme concentración de
riqueza además atrinchera ese poder. El poder de mercado genera grandes
beneficios que permiten comprar favores políticos, lo que cimenta aún más ese
poder. Es un círculo vicioso que destruye la democracia. En su sombría descripción
de la explotación en la industria de mataderos a inicios del siglo XX, Upton
Sinclair escribió en La jungla: “Los negocios no solamente se han apropiado del
trabajo de la sociedad, ellos han comprado los gobiernos; y en todo el mundo
utilizan su poder de violación y robo para atrincherarse en sus privilegios, para
excavar canales más anchos y profundos a través de los cuales el río de
los beneficios fluye a ellos)”.
En este proceso el
poder de mercado refuerza el poder político y viceversa; la riqueza que crea
riqueza no es sostenible a largo plazo. En Alemania, la República de Weimar tenía estrechas
relaciones con los grandes negocios. Eso condujo a un crecimiento de los conglomerados
industriales. Y solamente unas pocas décadas después los conglomerados del
acero y carbón proporcionaron el aparato de defensa para los beligerantes
nazis. Las guerras que siguieron, la depresión económica y la alta inflación
diezmaron los pequeños negocios y la clase media. Después de la guerra, los
marginados pequeños mercaderes y empresarios se aseguraron de que este círculo
vicioso entre políticos y grandes negocios se había roto. La economía de
posguerra se construyó alrededor del Mittelstand (pequeño negocio), donde
instituciones procompetencia abrieron
un espacio a las pequeñas y medianas empresas como el motor de crecimiento para la
recuperación del país.
La historia nos ha
enseñado que es suficiente una chispa en una región para encender la dinamita
en cualquier sitio. En 1914 los Estados Unidos no tenían los problemas de
Alemania y la ruptura de Teddy Roosevelt con los monopolios fue un intento de
restaurar la balanza hacia una mayor equidad. Pero no fue suficiente y la
globalizada economía estalló con la Primera Guerra Mundial. A continuación de la guerra tuvo el mayor
descontento durante la Gran Depresión, y en la Segunda Guerra
Mundial los Estados Unidos
se vieron arrastrados al conflicto mundial de nuevo.
En su reciente libro
“El gran igualador” (2017), Walter Schneiler arguye que la violencia masiva y
las grandes catástrofes son las únicas fuerzas que pueden reducir la
desigualdad. Se retrotrae a la Edad de Piedra y documenta cuidadosamente cómo solamente guerras,
revoluciones, colapsos del estado, y plagas han conseguido restaurar sociedades
más igualitarias. La
tesis es que la desigualdad es tan tenaz que solamente la violencia calamitosa
puede desmantelarla. ¿Será algo diferente ahora?
Parece que en nuestra era
de avanzada tecnología médica
y de la información, la sociedad
ha conseguido evitar que el virus de la Covid-19 se vaya a convertir en el próximo “great leveler”. Epidemiólogos y científicos nos han enseñado a utilizar la
distancia social, las mascarillas y los guantes para controlar la extensión de
una enfermedad que en tiempos pasados hubiera sido mucho más mortífera. Quizás
hemos conseguido nivelar las curvas de contagio y muerte y evitado una innecesaria
implosión social. Pero la Covid-19
no ha nivelado la desigualdad que ha crecido desmesuradamente en las cuatro últimas
décadas, todo lo
contrario.
La desigualdad es tan alta como lo era antes de la Primera Guerra Mundial El
descontento reina en todas partes. Solamente medidas muy draconianas podrán desviar
su curso. Ello invita a mirar atrás: “aquellos que no recuerden su pasado están
condenados a repetirlo”. Por
cierto, fueron cuatro intelectuales vieneses en el exilio, Friedrich von Hayek,
Karl Popper, Joseph Schumpeter y Stefan Zweig quienes marcaron la pauta para un
orden social y económico con el objetivo de evitar la concentración de poder y
el totalitarismo. Todos ellos habían experimentado en directo las oscuras
consecuencias del colapso de un orden y dedicaron el resto de sus vidas a
asegurar que a nadie le volviera a ocurrir lo mismo nunca más.
No podemos ignorar cómo el rápido progreso tecnológico y las fuertemente
interconectadas economías crearon un enorme poder de mercado en el cambio del siglo XX, en los
llamados tiempos modernos. El resultado fue una Edad de Oro, una en que la mayoría de los trabajadores no vio ganancias.
Hoy, en los actuales tiempos modernos, la economía se está desplazando en la
dirección de una nueva Edad de Oro. En la primera mitad del siglo XX fuimos
capaces de parar el lento desplazamiento del barco de la desigualdad en la
economía mundial, pero al coste de dos brutales guerras y una Gran Depresión.
Hoy, el único camino de evitar otra calamidad y restaurar el
orden económico es apostar por reformas promercado para romper el poder de las
megafirmas. Necesitamos reponer la confianza en la legislación antimonopolio,
lo que requiere la ambición de poner pies en la luna y los recursos del Manhattan
Project. Y, por si no
fuera suficientemente complicado, el poder monopolístico, como el cambio
climático, es un problema mundial que requiere coordinación internacional.
También necesitamos romper los vínculos entre monopolio y
poderes políticos, que se alimentan mutuamente. Necesitamos guardar el dinero
fuera de la política y a la política fuera de la economía. Esto significa que
necesitamos minimizar el papel de los lobbies En Estados Unidos, la financiación de las campañas
implica el secuestro de los políticos, que sufren un agudo síndrome de
Estocolmo. La financiación de las campañas cumple un papel en muchos problemas
sociales desde las matanzas por tiroteos a la crisis de las drogas.
La influencia política de los grandes negocios está también
instalada en el núcleo de las debilidades del sistema económico.
Las empresas monopolistas tienen los recursos para presionar
a los políticos y usan la presión para construir mayores e irresistibles
imperios que en respuesta liberan más
recursos para presionar aún
más. En este círculo vicioso las megaempresas secuestran a políticos en temas
que van desde la protección de datos (las grandes empresas tecnológicas) a la
ausencia de regulación ambiental (la familia Koch) y, sobre todo, en la
capacidad de esas firmas dominantes en extender aún más su dominio. Los grupos
de presión forman el principal vehículo para crear y perpetuar los monopolios. Son
como fue la Compañía de las Indias Orientales, un grupo de presión magistral,
simplemente una forma legal de corrupción.
Los poderes de
mercado concentran vastos recursos en manos de unos pocos que usan esos
recursos para perpetuar sus monopolios. Esto plantea una seria amenaza para la
democracia.
Dicho en palabras que se atribuyen a Louis Brandéis, que
formó parte del Tribunal Supremo de Justicia de los EE. UU., “los estadounidenses pueden tener democracia…, o riqueza concentrada en pocas manos, pero no pueden
tener ambas”. Es fácil acusar al sistema capitalista. Es cierto que la
tecnología y el mercado intrínsecamente conducen a la concentración de riqueza
y desigualdad, pero los mercados no operan en el vacío: aún en la forma más golfa de capitalismo,
necesitan instituciones y regulación. Necesitan un ejército y una policía que
garanticen que los derechos de propiedad son respetados y que fomenten la
confianza de los socios comerciales y los anime a invertir a largo plazo. Pero en la actual forma golfa
de capitalismo laissez-faire
se necesita mucha más
intervención y regulación para asegurar que el capitalismo es también
competitivo. Las actuales instituciones aseguran que el capitalismo sea pronegocios.
Para salvaguardar la democracia y una justa división de lo que la sociedad
produce, necesitamos regulación e instituciones que fomenten un capitalismo procompetitivo.
¡Y las necesitamos ahora,
antes de que sea demasiado tarde!”
Poco tengo que aportar al epilogo del autor, que incita a la lectura completa del libro, preñado de información interesante sobre la perplejidad con que algunos intelectuales liberales (James A. Robinson, Daron Acemoğlu… entre los últimamente leídos) contemplan el fracaso de su actual modelo económico.
Coinciden con el diagnóstico de la izquierda tradicional en
que el tema de la desigualdad lleva a la catástrofe en un plazo no demasiado
largo. ¡Muy claro debe estar el asunto para que se dé tanta coincidencia!
Pero, para mí, la paradoja del libro es que sea un liberal
quien plantee, como solución al problema, el control del mercado por el Estado
(praxis que permanece desde los orígenes del liberalismo). ¡Otra vez la tercera
vía! …y ya sabéis como acabó la iniciada por los “socialdemócratas” Blair,
Bettino, Felipe, Mitterrand, Schroeder…
[1] Se refiere el concepto a la práctica abusiva
de acciones ventajistas que su tamaño posibilita, falsificando la competencia.
[2] El autor
utiliza stakeholder en su acepción más limitada de accionista. Sin
embargo, también se utiliza como “parte con intereses en la empresa” que podría
incluir a los trabajadores.
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