ESPERANZA YA NO SABE BAILAR CHACHACHÁ

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       Antonio Sánchez Nieto

No sé por qué, las tres virtudes cardinales que nos enseñaron en la catequesis me evocan un grupo musical. Debe ser una encarnación laica de aquella representación espiritual. Algo así como “Las tres gracias” para un renacentista.

La Fe, con aquello de creer en lo que no se ve, me parecía hermética, frígida e inaccesible, lo contrario que la Caridad, que, al incitar a amar al prójimo, a cualquier prójimo, resultaba demasiado promiscua; pero la Esperanza, la que sabía bailar chachachá, esa me parecía luminosa, alegre y me hacía soñar en un futuro opuesto a aquel desagradable presente. Y ahora me ha abandonado. Francamente, me siento un cornudo. Y os cuento cómo veo la cosa, para que me convenzáis de que estoy equivocado y que puedo recuperarla. 

Hubo un tiempo en que, después de una guerra que duró treinta años (con una tregua de veinte), vino un periodo que se ha llamado los treinta maravillosos, en el que la economía europea se reactivó por necesidades de reconstrucción. Habían muerto 60 millones de personas, la inmensa mayoría jóvenes, y la mano de obra escaseaba hasta tal punto que los nórdicos aceptaban como emigrantes a los mediterráneos. Fueron tiempos en que un capitalismo compasivo y, sobre todo, temeroso de una revolución negoció con los obreros el Estado del Bienestar. Se incrementaron los derechos y se pulieron las diferencias sociales. La guerra suele ser el instrumento más eficaz de igualación social. Desaparecieron la mayoría de los tronos. Durante treinta años de posguerra, la inmensa mayoría de la gente creía que el progreso era el estado natural y normal de la economía. Y todos tan contentos. 

Pero no era así. Desde hace más de cincuenta años, cuando las elites liberales ganaron la batalla cultural convenciéndonos de que la sociedad no existe, sino el individuo al que el mercado coloca en su sitio, ¡y tú que majo eres!, el descontento de los del común, que se sienten estafados por sus dirigentes, se incrementa de forma acelerada. El malestar se ha cronificado. 

Los cambios tecnológicos, con consecuencias en la organización del trabajo, han permitido el nacimiento de una nueva forma de capitalismo en la que el sujeto histórico ha dejado de ser el trabajador. 

Soy de los que opinan que históricamente la economía mundial no ha seguido una senda de crecimiento continua y uniforme, sino solo a saltos que se producen en las revoluciones industriales. La actual es la primera que no produce crecimiento. 

Aunque el actual proceso de sucesivas crisis económicas continúe de forma tranquila, no encuentro razón para descartar que repentinamente, por acumulación, estalle una catástrofe. Las catástrofes económicas siempre son inesperadas. 

Es estúpido pensar en nuestras elites de payasos plutócratas como causa y no efecto del envilecimiento de nuestras sociedades. Son las sociedades las que producen estos esperpentos. 

Lo de Trump no es un ciclón sino algo peor, un ciclo. No estamos ante un acontecimiento, sino un proceso. Algo permanente, profundo y grave. 

Las elites se están rebelando contra las reglas que el Estado democrático impone al mercado. Necesitan todavía del Estado, pero no necesariamente democrático.  

Por otro lado, una parte creciente de los descontentos percibe a estos plutócratas como antisistema y los apoya. A falta de una alternativa a un sistema que ha fracasado, los sin pan cabreados apoyan (de momento) liberar al mercado, ¡Libertad, carajo!, de las cadenas del Estado. Desprecian la política y, sobre todo, a los políticos. 

En lo geopolítico, está cada vez más claro que EE. UU. ya no es el policía del mundo. El poder es multipolar. Y esto no es una buena noticia porque la Historia nos enseña que cuando la potencia hegemónica se da cuenta de su inevitable decadencia se pone nerviosa y hace tonterías. Les pasó a los romanos, a la monarquía hispánica y a Gran Bretaña. Para empezar, EE. UU. ha perdido lo que se solía llamar auctoritas, algo que tenía que ver con la superioridad moral, la dignidad, el autocontrol…, que solía legitimar su hegemonía. 

Las últimas payasadas de Trump humillando a Ucrania y tratando el drama de Gaza como un brillante negocio hace imposible cualquier intento de recuperar el liderazgo moral. Repentinamente el poder ha cambiado la estética del honor por el matonismo. 

Los cambios económicos siempre implican cambios de valores morales. El exhibicionismo en el exterminio en Gaza, donde no se oculta el bombardeo de la población civil, con especial interés en las escuelas y hospitales, es algo novedoso. De momento, de eficacia indiscutible: la repulsa de la opinión pública internacional ha sido escandalosamente tibia, mientras los líderes europeos hacen cola para rendir cuentas al nuevo emperador. 

En lo cotidiano, un valor que se tenía como indiscutible, como la solidaridad, término muy manoseado, es cada vez más incompatible con el modelo económico en el que hemos entrado. Aunque la cantinela de su sustituto, “cada uno está donde se merece”, sea una estupidez, su aceptación es casi universal. 

Las normas internacionales que regulaban las relaciones comerciales, de seguridad, incluso morales, están desapareciendo. Todo control al poder deja de existir y a eso lo llaman libertad. 

La imposición generalizada de fuertes aranceles por parte de EE. UU. en un momento de debilidad de la economía occidental, puede provocar, según la teoría keynesiana, un desastre en inflación y empleo. Si tal cosa ocurriera, podría desaparecer la actual paz social y el conflicto podría ser catastrófico para la mayoría social dada la actual debilidad de los partidos políticos y sindicatos de izquierda.  

Al no existir un modelo económico alternativo, políticamente articulado, la lucha ideológica se establece entre los partidarios de mantener el statu quo insostenible y los que empujan para profundizar en la desregulación que nos ha sumido en el actual caos.

Curiosamente se ha iniciado explosivamente una campaña de rearme contra el enemigo tradicional (que ahora es Rusia y no el islam) que puede reanimar la economía. La guerra es el instrumento más eficaz para dinamizar el crecimiento económico.

Resumiendo, las fuerzas emergentes que contemplo no presentan el futuro como un lugar de progreso sino algo a lo que temer.  Lo de la Esperanza se venía venir. Hace años que se la veía chuchurría y envejecida. Ya no aspiraba a un futuro mejor sino a que nos dejen como estamos. Provecilla ya no puede bailar chachachá.

Por supuesto, la Historia no está escrita y cualquier posibilidad está abierta, incluso la entrada en un ciclo de caos desregulatorio como el que supuso la caída del imperio romano. 

                         

 

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