DEMOCRACIA Y DESIGUALDAD. ¿Por qué crece el descontento político?
Antonio Sánchez Nieto
Hubo un tiempo en que se consideraba que
“la rebelión de las masas” amenazaba el orden social y las tradiciones civilizadoras de la cultura occidental. En nuestros tiempos, sin
embargo, la principal amenaza parece provenir de aquellos que están en la cúspide
de la jerarquía social, no de las masas. Este notable vuelco de acontecimientos
desconcierta nuestras expectativas acerca del curso de la historia y pone en
cuestión ideas asumidas desde hace mucho tiempo. Christopher Lasch. “The revolt of the elites and the
betrayal of democracy”. 1995.
El avance sostenido de la ultraderecha en
todo Occidente y la decadencia de los partidos tradicionales en Europa son las
secuelas políticas del estancamiento económico en el núcleo del sistema
capitalista. Sin crecimiento, aumenta la desigualdad, se desvela el mito de la
movilidad social, no es posible mantener el pacto social y la consiguiente
frustración determina que una parte importante y creciente de los ciudadanos
deje de confiar en la política. Más concretamente en la democracia liberal.
Siempre fue así.
Ese malestar social ante el sistema
vigente se materializa en dos grandes corrientes ideológicas descalificadas
como populistas: la ultraderecha, que busca refugio en un pasado que no
acepta irrepetible, y una izquierda variopinta, en ebullición, con objetivos
diversos, cuyo común denominador es sentirse traicionada por sus elites y
partidos tradicionales. Aparentemente todos los partidos comparten los valores
de la Ilustración (la libertad, igualdad y fraternidad) pero evitan mencionar
la causa de la extrema polarización: el inefable tabú de la lucha económica. Ni
siquiera en un momento como el actual, en que la creciente desigualdad amenaza
la democracia, las elites de la izquierda tradicional dejan de considerar periférica
la lucha económica, centrando su acción desde hace décadas en reivindicaciones
identitarias de género, étnicas, etc. Al igual
que las elites conservadoras, consideran que, de los problemas económicos, como
la desigualdad, se ocupa el mercado y no la política. Como la realidad es
compleja, los temas económicos deben estar fuera del debate público, reservado
a los que saben. En este asunto la mayoría no preparada, el
común, deben renunciar a su condición de ciudadanos con poder de decisión, para
convertirse en meros consumidores. Detrás de ese argumentario se esconde la
voluntad de las elites de evitar a toda costa el debate sobre las clases
sociales.
Esa pérdida de soberanía provoca el
desapego a la democracia.
En los años ochenta, el pensamiento económico
ortodoxo, ya neoliberal, establecía que una economía libre de regulaciones
estatales y fronteras permitiría a los mercados de capital dirigir sus
inversiones de forma eficiente espoleando el crecimiento económico.
Adicionalmente, dejar que los mercados decidieran libraba a los políticos de la
responsabilidad de elegir entre dilemas sociales, conflictivos con consecuencias electorales, del tipo, ¿debería el
país invertir más en vivienda, educación o transporte? ¿en investigación y
desarrollo o en energías limpias? ¿en ampliaciones de grandes aeropuertos o en
redes ferroviarias de cercanías? ¿Qué balance se debe establecer entre
inversión pública y privada? Desde luego, transferir al mercado la soberanía es
un hecho político.
Y fue lo que hizo Reagan. A comienzos de
los ochenta se presentó a las elecciones presidenciales con el lema “El
Gobierno es el problema y el mercado la solución”. Durante su campaña Reagan prometió
reducir el déficit cortando radicalmente impuestos y gastos sociales y
aumentando el gasto militar. Según su teoría, que denominaba política de oferta
(y Bush padre, ‘voodoo economics’),
la reducción drástica de impuestos espolearía la inversión y el crecimiento de
tal forma que la recaudación fiscal aumentaría. Y ocurrió que los recortes de
impuestos no generaron suficiente incremento de inversión y el déficit federal
explotó. Paul Volcker, presidente de la Reserva Federal desde 1979, para acabar
con la inflación había restringido la oferta monetaria a tales niveles que los
tipos de interés se dispararon provocando una recesión. Se temió que este
fracaso privaría a las compañías del crédito necesario para nuevas inversiones.
Pero surgió lo imprevisto: los altos tipos
de interés atrajeron un aluvión de inversión extranjera, encabezada por Japón,
en bonos del Estado. Con ello se financió el
déficit federal y se recuperó la economía durante los 80, pero no revivió la América manufacturera como había
prometido Reagan.
Aunque la economía creció, la participación de
inversión fija en el PIB (Producto Interior Bruto) disminuyó: coincidiendo con
la mundialización, las multinacionales norteamericanas movieron sus inversiones
al extranjero y confiaron el incremento de sus beneficios a la especulación
financiera. Al final de los años 80, las finanzas, los seguros y la propiedad
inmobiliaria sobrepasaron a la economía manufacturera en la participación en el
PIB, tendencia que continuó durante el primer decenio del actual siglo.
Para las empresas manufactureras
tradicionales pesaban más en sus balances los resultados financieros que los
resultados operativos de fabricar y vender cosas. A principios del milenio, la
Ford obtenía más beneficios de los préstamos para la compra de sus coches que
de la venta de estos. Cuando el presidente de la US Steel cerraba sus fábricas
en los años 80, explicaba que “ya no estaba en el negocio de fabricar acero,
sino en el negocio de fabricar beneficios” [1]. La desinversión
de las grandes corporaciones manufactureras supuso
un golpe letal para el cinturón fabril del noreste y medio oeste de EE. UU. que
arrastró a su empleo y sindicatos. Ese proceso de financiarización de la
economía iniciado por Reagan fue abrazado por dos presidentes demócratas,
Clinton y Obama.
Si en las décadas de los años 50 y 60 los
beneficios del sector financiero alcanzaban del 10 al 15% de los beneficios empresariales,
a mediados de los 80
alcanzaban el 40%, equivalente a cuatro veces del total de los
conseguidos por las industrias manufactureras. Después de hundirse en la crisis
del año 2008, actualmente han recuperado
sus niveles anteriores.
El espíritu del nuevo capitalismo se
encarnó en el arquetipo de tiburón de las finanzas que utiliza el
abundante crédito disponible para comprar y desmantelar las compañías
manufactureras vendiendo divisiones
productivas, reduciendo costes y plantillas al servicio de la ‘maximización del
valor del accionista’.
Al tiempo que los financieros volaban las
empresas manufactureras, destronaron a la clase directiva que reinaba desde los
años cincuenta y, con ella, sus valores. Poco tiene que ver el arquetipo actual
del rico exhibicionista, individualista, hedonista con el descrito por Werner
Sombart en “El burgués” o Max Weber en “La ética protestante y el espíritu del
capitalismo”, ahorrador, frugal, responsable frente a la sociedad, movido más
por el deber que por el placer… O así se
veían ellos.
En el contexto de las nuevas tecnologías,
la mundialización de la economía y la ideología liberal, la nueva clase gestora
hizo estallar las costuras de la desigualdad. En 1980, cuando Reagan fue
elegido presidente de los EE. UU., un presidente de gran empresa ganaba 35
veces la media de un trabajador. En el año 2000, con un presidente demócrata
como Clinton, la proporción era 366:1.
Y así, el modelo dominante en el corazón
de Occidente desde los cincuenta, manufacturero y regulado por un Estado de
bienestar que en Europa lideraban los socialdemócratas, cambió radicalmente en
los años ochenta a otro neoliberal, desregulado y predominantemente financiero.
El modelo de crecimiento se había agotado y se restauró el liberalismo como
ideología hegemónica.
Ante la avalancha liberal, una parte importante de la izquierda adaptó
sus valores a la aparente nueva realidad. En uno de los acostumbrados ‘avances
estratégicos hacia la retaguardia’, abandonó la lucha por una sociedad sin
clases sustituyéndola por una democratización del acceso a la clase alta
de los mejores del común, idea no conflictiva, inclusiva y trasversal. La llamó
meritocracia, palabra que aparece por vez primera en 1958 en una
terrible distopía, “The rise of meritocracy”, escrita por Michael Young, que
fue diputado por el partido laborista británico.
Describía allí una sociedad en que la clase
dirigente se elige según la fórmula “Cociente Intelectual
+ esfuerzo = mérito”. La inteligencia
frente a la herencia como mecanismo para la transmisión dinástica de riqueza y
privilegios a través de generaciones. “La mejor forma de derrotar a la
oposición obrera”, observa el protagonista de la distopía de Young, “es
apropiándose y educando a los mejores niños de las clases bajas cuando todavía
son jóvenes, permitiendo al chico listo abandonar la clase baja para entrar en la clase más alta a la que tiene
condiciones para escalar”. Los que quedan atrás, sabiendo que “han tenido todas
las oportunidades”, no pueden legítimamente quejarse de su suerte. ‘Por primera
vez en la historia humana el hombre inferior carece de apoyo para salvar su
autoestima’, resalta.
El mito meritocrático fue acompañado por
una preocupación obsesiva por la autoestima, base de la autoayuda, terapéutica
social que necesitaban los perdedores, inventada en California en los años
cincuenta e incrustada en la cultura mundial con un carácter cuasi religioso.
Trata de aliviar el sentido de fracaso (o ira) de aquellos que no fueron
capaces de trepar por la escalera educacional (movilidad social, sintagma que aparece en la gran crisis del 29) evitando
así tocar, eso sí, la tramposa estructura existente de reclutamiento de las elites
(la adquisición de credenciales educacionales).
La realidad confirmó que esta aristocracia
del talento mantiene los vicios de la hereditaria. Gran parte de las nuevas
elites, convencidas de que sus méritos nada deben a la sociedad (los self-made
men, desprecian a las masas perdedoras, hacia las que pueden sentir
“compasión” pero no la “obligación” que sentían algunos antiguos
burgueses hacia sus conciudadanos (no les concierne ya lo de noblesse oblige).
La meritocracia es una parodia de la democracia. La movilidad social no socaba
la influencia de las elites, sino que la refuerza y con ello incrementa la
posibilidad de ejercer irresponsablemente un poder de liderazgo sobre una gente
a la que ‘nada deben’. Su verdadero éxito no consiste en liderar a la gente
común sino en escapar de ella. Y esta forma de pensar añade a la herida de
desigualdad el insulto.
Si en teoría este procedimiento de
elección de elites mejora el anterior, aun si hubiese funcionado la educación
como escalera de movilidad social (su aplicación tramposa es demasiado obvia),
en la realidad su eficacia para reducir la desigualdad es nula.
En EE. UU., la mayor parte del crecimiento
económico desde 1980 ha ido al 10% más rico, cuyos ingresos crecieron el 121%,
mientras la mitad de abajo de la población mantenía unos ingresos medios en
términos reales similares a los de 1980. No ha habido crecimiento de ingresos
para el trabajador medio durante medio siglo. En 2018, el 1% más rico recibió
el 20,2% del ingreso nacional mientras la mitad más pobre de la población
recibió el 12,5%. El 10% más rico ingresa el 47% del producto nacional (esa
proporción asciende al 37% en la Europa Occidental)[2].
Además de las desigualdades en los
ingresos, se agranda la brecha de intereses; gran parte de los privilegiados
que componen el 20% de la cúspide social, la alta clase media de directivos y
profesionales, se han hecho independientes no solo de las ciudades industriales
en ruina, sino de los servicios públicos en general. Tienen su propia sanidad,
educación y seguridad privadas y no
encuentran justificado pagar por unos servicios públicos que no usan. Se han
separado de la vida de la gente común.
Lógicamente el poder económico acumulado
por esta oligarquía está secuestrando todas las instituciones políticas. Desde
mediados de los ochenta el coste de ganar un asiento en la Cámara de
Representantes o en el Senado, se ha más que duplicado. A los nuevos congresistas, los lideres de los
partidos les recomiendan dedicar tres o cuatro horas al día a su trabajo
(acudir a las audiencias de los comités, votaciones, reuniones con los
representados…) y cinco a atender a los patrocinadores y a telefonear a los
posibles donantes. En 2012, más del 40% del dinero gastado en las elecciones
federales provino, no del 1% de la cúspide más rica de los ricos, sino del 1%
de ese 1%. En 2016 casi la mitad de las donaciones a los candidatos presidenciales
de los dos partidos vino de solo 158 familias.
El dinero no solo compra las elecciones;
compra el acceso a las agencias que elaboran las reglas con las que se gobierna
la economía. Del 2000 al 2010, las corporaciones norteamericanas, encabezadas
por las financieras, las de defensa y las tecnológicas triplicaron sus costes
en lobbying y relaciones públicas (este crecimiento sugiere que
la inversión en estas actividades legales corruptas es muy eficiente). Cabe deducir intuitivamente que esa captura
oligárquica priva de palabra a sus ciudadanos cuando sus intereses divergen de los de la plutocracia. Esa intuición se ve
confirmada por trabajos científicos que demuestran que, en los cambios de política económica federal, el ciudadano
medio, aunque tenga mayoría abrumadora, ejerce
poca o nula influencia en la elaboración de esas políticas. Están ahogados por
los ricos y los grupos de interés.
En las últimas décadas el encarecimiento
de las campañas reduce la representación política a una minoría adinerada muy
alejada de las necesidades de la población general.
Mientras tanto, la natural tendencia a la
desigualdad del sistema se está acelerando: la concentración de poder de las
grandes empresas, decadencia de la producción en pequeña escala,
profesionalización del conocimiento, la erosión de la competencia… ahondan como
nunca la división en clases sociales.
La crisis financiera del 2008 evidenció el
derrumbe del modelo neoliberal.
Contra la tiranía económica de un pequeño
grupo que determina, a través del dinero, la propiedad y el trabajo, la vida de
la gente corriente, los ciudadanos solo pueden apelar al poder organizado del
gobierno. Pero una gran parte de los “perdedores” de la globalización, como los
trabajadores industriales, consideran a su gobierno rehén de Wall Street.
La
diferente forma en que los gobiernos progresistas de Clinton y Obama aplicaron
las ayudas de salvamento a la industria del automóvil y a los bancos justifican
las sospechas.
Cuando la administración de Obama ayudó a
General Motors y Chrysler, expulsó a muchos directivos, impuso reducción de
salarios a los sindicalizados trabajadores del sector y reestructuró las
compañías. Para ayudar a Wall Street no expulsó directivos, ni puso freno a sus
escandalosos salarios, ni limitó el cobro de dividendos, ni impuso pérdidas a
sus accionistas y acreedores. Ni siquiera pidió a las instituciones financieras
que recibieron ayudas públicas que aumentaran sus créditos o dejaran de
obstaculizar la reforma de la industria financiera. Simplemente soltó el dinero
sin pedir a nadie responsabilidades. Renunció a ejercer, en defensa del bien
público, el poder de decisión que le otorgaba el capital invertido.
La injusticia practicada era inocultable y
reconocida por el propio Obama. Seguramente evitó la catástrofe económica
porque, a veces, el bien público requiere ciertas dosis de injusticia. Pero la
causa última fue que el poder financiero era ya demasiado grande como para dejarle
caer o enfrentarse a él. Obama fue incapaz de dirigir la ira de los oprimidos
contra los poderes económicos, como había hecho Roosevelt en el New Deal y eso
no lo perdonó su electorado tradicional. Cuando la izquierda es incapaz de
imponer a los poderes económicos responsabilidad democrática, la gente busca en
otro sitio. Cuando los ciudadanos fueron
a las urnas en 2016, después de ocho años de administración de Obama, el 75%
decía que buscaban un líder ‘que rescatara el país de los ricos y poderosos’.
Y encontraron a Trump.
Sin embargo, la crisis que vivimos es de
naturaleza material, no ética. Es una crisis producida porque el crecimiento,
en que se basaba el todavía vigente modelo económico, se ha parado y no cabe el
regreso a modelos anteriores. Además, para aumentar la complejidad del
problema, razones ecológicas dificultan la posibilidad de crecimiento.
En esta tesitura, la izquierda mundial se
encuentra desorientada, atomizada, enfocada a luchas identitarias, de género,
raciales… sin atreverse a enfrentarse de forma
racional, con un proyecto de acción universal, al conflicto central del que los
demás son derivadas: la lucha económica.
Sin un proyecto permanente realizable,
todas las luchas sociales posibles se quedan en simples revueltas fuentes de
frustración.
Comentarios
Publicar un comentario