¿ES SOCIALISTA EL PROGRAMA DEL ACUERDO DE COALICIÓN?

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Ramón Utrera

Como es tradicional en nuestra democracia el enfoque de la izquierda en las últimas elecciones volvió a ser coyuntural; esta vez en torno al “hay que parar a la derecha”. A tenor del resultado más que vencerla lo que se ha logrado es estabilizar una guerra política de trincheras con una mayoría parlamentaria cogida con más alfileres que nunca. Una mayoría progresista a primera vista, tan variopinta que ha habido que articularla con partidos de derecha nacionalistas como el PNV, Junts y Coalición Canaria, quienes han logrado transmitir una imagen progre a pesar de sus programas e idearios liberales y conservadores. Al margen del problema de la inestabilidad de esa mayoría, se podría pensar que esa diversidad y ese sesgo conservador podrían condicionar el programa de gobierno; sobre todo si ese gobierno está formado por dos fuerzas que se autodefinen de izquierdas y socialistas, moderadas o radicales, pero socialistas. Pero ¿se puede calificar de socialista al programa de gobierno que han pactado para su segunda legislatura en común?

Difícilmente; al menos si se tiene en cuenta que la palabra “socialismo” no aparece ni una sola vez en las 48 páginas del programa. Tampoco aparece en ningún momento “nacionalizaciones”, ni “colectivizar”, ni “revolucionario”. La idea transformadora al menos aparece en un par de casos con sentido social o económico, pero en propuestas muy moderadas. Es de dominio público que el PSOE mantiene la tradición lingüística de la palabra socialista entre sus siglas, aunque hace tiempo que ha abandonado la utopía socialista como objetivo final y que su modelo de facto es una gestión más justa y democrática del sistema capitalista con rostro humano: la socialdemocracia. Pero ¿qué pasa con las fuerzas aglutinadas dentro de Sumar? La mayoría autoadscritas al ideal revolucionario socialista, mantienen un discurso político radical, con una retórica revolucionaria en algunos casos. Algunas protagonizaron en su pasado un giro ideológico de retorno al leninismo; otras reniegan de los pactos de la Transición y rechazan la Constitución del 78, a pesar de que la correlación de fuerzas políticas actual no apunta a que en caso de abrir el melón constitucional el resultado sería precisamente progresista. En cualquier caso, aunque el tono radical suele ser habitual en sus discursos, este no aparece ni en el fondo ni en el carácter de las propuestas de fuerzas políticas, que se autodefinen como de izquierda transformadora.

En el acuerdo de coalición de gobierno pactado no se habla de nacionalizar la banca, ni siquiera parcialmente, ni tampoco de ampliar las funciones del ICO, tan sólo de revisar sus instrumentos financieros. En cuanto al mercado eléctrico sólo se aspira a reformar el mayorista. Se habla de impulsar la participación de los trabajadores en las empresas. A pesar de que durante más de cuarenta años los sindicatos y partidos de izquierda han estado en los consejos de administración de las cajas de ahorros y no se han interesado mucho en darle un giro más social a su política inversora o crediticia, o al menos en impedir su conversión en bancos privados. Se quiere dar un impulso genérico a la economía social, abandonada por la izquierda en este país durante tantos años. Tal vez la intención de impulsar (pelear) la reforma de las reglas fiscales europeas consiga darle al menos el giro keynesiano que se atisba en las propuestas económicas del resto del acuerdo. El futuro modelo de financiación autonómica aspira a ser justo, equilibrado y leal; pero preocupa la intencionalidad de las fuerzas nacionalistas progresistas y conservadoras presentes entre las formaciones firmantes del acuerdo o del posterior pacto de investidura. Se abre un tema de fondo interesante sobre la evaluación de políticas públicas, la rendición de cuentas y los mecanismos de transparencia, lo que tiene unas inmensas posibilidades de concienciación de la participación popular en la gestión de lo público; pero que puede quedarse fácilmente en un armazón hueco y marginal si no hay una autoconcienciación previa de las propias élites en cuanto a sus posibilidades de desarrollo. Se tratan también cuestiones eternamente pendientes y mal resueltas desde la Transición, relacionadas con la renovación de los órganos constitucionales, el acceso, formación y promoción de jueces y fiscales, y hasta los de los diplomáticos. Y poco más que pueda considerarse transformador o radical o revolucionario.

Si dejamos la perspectiva reformadora -otra alternativa no tiene sentido plantearla en el contexto actual-, desde el punto de vista transformador sólo puede hablarse de medidas radicales de grado, pero en absoluto de fondo. Aunque los debates políticos se enconen en enfrentamientos personales cuando se aborda el tema de quién es más de izquierdas, a la hora de concretar las iniciativas en los programas electorales y en el documento pactado no hay propuestas estructurales sino pura y simplemente de grado, más o menos intenso, pero sólo de grado. Y como en otras ocasiones y contextos el más rojo es el que más pide. Reducción de la jornada laboral, subida del SMI, plan de choque contra el paro de larga duración, aplicación del Acuerdo para el Empleo y la Negociación Colectiva, pacto de rentas, etc. son medidas que pueden mejorar la vida de la gente dependiendo de su grado de consecución, pero que no inciden ni atentan a la estructura del Sistema. Una política industrial que reindustrialice tampoco lo hará, aunque aporte un sesgo intervencionista después de años de no intervencionismo liberal, incluso con gobiernos socialistas. La reforma progresiva del sistema fiscal, el pacto de estado contra el fraude, la evasión y la elusión o el afloramiento de la economía sumergida aportarán más justicia en la recaudación, pero tampoco tocarán las bases de la estructura de clases de nuestra sociedad. Su éxito tiene que ver más con el cumplimiento de las leyes actuales que con un cambio de estas; de hecho, podrían y deberían ser apoyadas por partidos de derecha con un mínimo de conciencia ética y de coherencia. La creación de una autoridad que defienda al cliente de los bancos e instituciones financieras o un nuevo modelo de atención presencial ciudadana en la Administración mejorarán el tratamiento que recibirán los ciudadanos, pero sólo en términos de servicio. Las propuestas para el uso sostenible del agua, sobre la planificación del uso de los recursos hídricos, de lucha contra la desertificación o sobre la estrategia de adaptación al Cambio climático servirán para aliviar o corregir los efectos ecológicos del modelo de desarrollo económico capitalista, que es irracional e injusto desde sus orígenes. La autonomía estratégica de la Unión Europea, la lucha contra los paraísos fiscales, el cumplimiento del objetivo del 0.7% del PIB en ayuda para el desarrollo, el apoyo a Ucrania -aún con el olvido de otras causas- son objetivos propios de cualquier decencia ética, no necesariamente más específicos de una ideología de izquierdas. Y la reforma y derogación parcial de la Ley “Mordaza” nos debería devolver los derechos elementales en cualquier sociedad democrática perdidos en la etapa de Rajoy. Es decir, en el conjunto del acuerdo se plantean medidas que mejorarán la calidad de vida económica, social y política de nuestra sociedad, puede que hasta apreciablemente, pero sin tocar las bases ni la estructura del Sistema. Retórica revolucionaria aparte, mejorará el rostro humano del Sistema, nada más.

A pesar de la retórica revolucionaria en textos y redes, lo cierto es que se trata de una lista de reivindicaciones de derechos mínimos o demandas coyunturales, no de cambios cualitativos o transformaciones profundas. No salen de programas elaborados después de estudios y debates, sino que han sido recogidas entre las demandas de los movimientos sociales y las encuestas. En el buen sentido de la expresión se trata de propuestas electorales, y a menudo de buenos deseos. Lo cual está bien desde la perspectiva de la obligación de los representantes políticos de atender y canalizar las demandas populares; pero tiene el riesgo de que, si se queda ahí, acabará degenerando en electoralismo y con el tiempo en populismo. Eso puede servir para asegurarse los cargos, pero lleva a la pérdida del liderazgo que las opciones políticas, especialmente las de izquierda, deben buscar. La representación política de izquierda, sean partidos, movimientos, élites o vanguardias tiene que liderar, no en el sentido de manipular o utilizar a las masas, sino en el de hacer y mostrar análisis críticos de los problemas, anticipar su evolución, abrir debates, recoger todo tipo de manifestaciones, plantear alternativas y sus riesgos, así como los métodos y planes para llevarlas a cabo; es decir, tiene que llevar la iniciativa. Y todo ello desde un enfoque ideológico evidente y claro para el electorado. La experiencia histórica demuestra que las masas por sí solas no suelen generar ni análisis ni soluciones de fondo a los problemas globales, sino salidas a cuestiones particulares o simples desahogos emocionales. Pero la tentación cortoplacista de quedarse en el electoralismo suele ser castigada con un apoyo muy volátil en las urnas, y desde luego con la rápida perdida del liderazgo. A pesar de la falta de interés popular por la participación o precisamente por eso, la ciudadanía espera que se preste atención a sus necesidades, que haya respuestas y soluciones para los problemas y que se la ilusione con proyectos. El problema de que las numerosas medidas propuestas en el programa del Acuerdo de coalición no buscan ir más allá de la mejora coyuntural de las condiciones de vida sociales, no es una cuestión de ideología identitaria, sino que al no atacar las causas de fondo que generaron las injusticias de este Sistema estas volverán a reproducirse. Por ello la reivindicación de alternativas socialistas y de soluciones de cambios estructurales no es una cuestión de empecinamiento ideológico o de nostalgia, sino de la necesidad de cambiar un sistema injusto en su esencia y que conduce irremisiblemente a la humanidad a crisis económicas, conflictos militares y catástrofes ecológicas. 

Evidentemente la idiosincrasia actual, el estado de ánimo y la historia reciente de la sociedad española, por no hablar del contexto internacional, no apuntan a que se den actualmente las condiciones necesarias para plantear un cambio de régimen socialista o una alternativa revolucionaria, al menos a corto plazo. Esa posibilidad se ve muy lejana en las sociedades occidentales actuales, con todas sus carencias, y sin entrar aquí en sus causas. Pero sin caer en el pesimismo desmovilizador ni en la ensoñación irreal de una revolución, lo cierto es que la propuesta de la alternativa socialista ha desaparecido completamente de los debates y los programas electorales, y del día a día de la vida política española. Lo cual es muy sintomático del auténtico carácter identitario actual de las fuerzas de izquierdas de nuestro país, y eso sí que no tiene una explicación aceptable. Una cosa es que las alternativas socialistas no tengan actualmente muchas posibilidades de ser puestas en práctica democráticamente y otra que ni siquiera puedan ser objeto de debate y estudio. O dicho con otras palabras, ¿cómo se van a proponer o debatir las propuestas socialistas si ni siquiera se sugieren o se platean? ¿cómo van a ser consideradas por los ciudadanos si ni siquiera se explican, defienden y contrastan con otras? ¿cómo es posible que con una coalición de gobierno de fuerzas de izquierda ni siquiera sean objeto de debate algunas de ellas? Especialmente a la vista del dramático fracaso de las ultraliberales y de otras de derecha, y cuando en la historia europea posterior a la Segunda Guerra Mundial algunas han funcionado o están funcionando parcialmente en otros países.

En el excesivamente reservado debate sobre las medidas del acuerdo del Gobierno de coalición lo primero que se echa en falta es el principio progresista de intervención en la economía, denostado por los liberales y por gran parte de la derecha, no toda, y desgraciadamente por demasiados socialistas. No hace falta suprimir el mercado para intervenir en la economía con el objetivo de corregir muchos defectos y excesos. ¿Por qué hay que renunciar a una política industrial o un cambio de modelo productivo con medidas de intervención? Especialmente cuando la iniciativa privada es remisa por razones de tamaño, riesgo o capacidad. ¿Por qué no crear o promover iniciativas empresariales públicas en sectores estratégicos, o de importancia pública, o mal cubiertos por la iniciativa privada? ¿Por qué esa obsesión por privatizar todo lo público, a menudo en malas condiciones? ¿Por qué aceptar la presión de la derecha política y empresarial de privatizar iniciativas levantadas o mantenidas con dinero público cuando ya están consolidadas? ¿Por qué se desmontó la banca pública? ¿Por qué las prisas por deshacerse de Bankia y de los bancos intervenidos en la crisis? ¿Por qué insistir en un ICO raquítico? ¿Por qué no convertir a la Sareb en un organismo permanente que administre de manera estable un parque público de viviendas sociales para venta o alquiler? ¿Por qué no abordar el problema de la vivienda de una vez, nacionalizando, interviniendo o tomando medidas de fondo para acabar con la repercusión irracional, y particularmente española, del suelo en el precio de las viviendas? Todas estas cuestiones tienen un distinto tratamiento en otros países europeos con gobiernos no revolucionarios; es decir, que las posibles medidas tampoco tienen que ser necesariamente tan radicales. Otra cosa es que culturalmente en España estén actualmente estigmatizadas, aunque cuenten con la simpatía de gran parte de la población.

En otro orden de cosas el tema de la participación de los trabajadores en la gestión de las empresas, que ha aparecido en el acuerdo necesita un abordaje profundo, incluyendo a los propios sindicatos y a los trabajadores, a la vista del caso reciente de las cajas de ahorro. Las posibilidades reales del cooperativismo en nuestro país es una asignatura pendiente de todos los estamentos implicados, y objeto de desinterés de todos nuestros gobiernos, incluido el actual. Las medidas acordadas para que finalmente la Transición llegue a la judicatura y el cuerpo diplomático llegan con muchos años de retraso y son a muy largo plazo. Y por añadir otro tema especialmente importante pendiente, y olvidado pertinazmente: ¿Se puede hablar de democratización en los medios de difusión? ¿Es democrático que el Cuarto Poder del país esté en manos de cuatro capitalistas sin más control que el de las leyes que afectan a cualquier empresa o ciudadano? Lo que no deja de ser un decir. ¿Es democrático que la comunicación esté en manos privadas, o sólo de algún gobierno del Estado? El problema de fondo para un cambio real de la realidad política española es que las alternativas socialistas no es que sean difíciles de poner en práctica o de ser aceptadas democráticamente por la mayor parte de la ciudadanía, sino que ni siquiera son planteadas para su debate por la propia izquierda; que la derecha ha logrado estigmatizarlas ante gran parte de la sociedad y la izquierda lo asume con su silencio. La izquierda tiene la obligación política de plantearlas, explicarlas y asumir su defensa teórica y física, o cambiar de nombre.

 

 

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