¿POR QUÉ NUESTRAS ELITES SON DIFERENTES?
Antonio Sánchez Nieto
Han pasado más de cien
años desde que nuestra generación del 98 se
preguntara con dramatismo justificado sobre los males de España; hoy, ante
la aparición de ciertos episodios, seguimos preguntándonos de forma relajada,
por qué nuestras elites son más cutres que las de nuestros vecinos. Puede que sea
una falsa percepción y dicha pregunta se la hagan los ciudadanos críticos en
cada país.
Pero percibo rarezas,
como la simpatía que ciertos personajes corruptos y estrambóticos producen en
amplias capas de la sociedad (Gil y Gil, Mario Conde, Ruiz Mateos…) o la
reaparición fulminante de un conservadurismo que huele a cirio y pólvora (las
guerras carlistas, la dictadura de Franco, Vox…) que incita a pensar en la
pervivencia de una versión española diferente, aunque formando parte de la
cultura hegemónica burguesa, más atrasada, más exagerada, castiza y casposa.
En este artículo trato de
racionalizar esa percepción analizando diferencias y centrándome, por razones
de espacio, en la cuestión ¿cuándo se jodió España?, que diría Vargas
Llosa.
Aunque, desde una interpretación materialista de la Historia, sienta cierta grima al valorar factores “espirituales” como la “mentalidad” (sin duda determinada por la economía) creo que, en el caso hispano, ésta es un factor muy importante para explicar la debilidad de la burguesía española.
Durante los siglos XVI y XVII (el siglo largo que llama Braudel) se produce el brutal enfrentamiento entre estados que siguen apegados a los valores medievales y el naciente mundo moderno de la Reforma que empieza a moverse por otros, como el cálculo económico, incompatibles con los anteriores. La mayoría de la historiografía actual fecha en ese momento el nacimiento del capitalismo y, con él, la burguesía. Como la potencia hegemónica militar, económica y política en Europa era la monarquía hispánica, donde los valores y aspiraciones de la Cruzada seguían vigentes, le tocó el papel de convertirse, no sin fuertes resistencias, en baluarte de un mundo de condenado a desaparecer. Y fue esta confrontación la que produjo nuestra separación de las corrientes culturales europeas. Como consecuencia, nuestra situación periférica, además de geográfica, pasó a ser cultural.
Paradójicamente, el inicio
de este largo proceso no hacía prever su final. Porque Fernando de Aragón, a
finales del siglo XV, es, para Maquiavelo, el arquetipo del Renacimiento. La
razón de estado mueve su actividad; aplica hasta sus límites el principio de que
el fin justifica los medios. En el campo de batalla, acaba con la hegemonía de
la aristocrática caballería francesa y los ejércitos mercenarios mediante la
utilización eficiente de una infantería de pobres hidalgos.
El estado moderno
necesita financiar un ejército siempre en guerra, una administración de jueces,
notarios, funcionarios administrativos...
¿Dónde sacar moneda que permita mantener esa estructura? Los expolios
por guerras de expansión ya se habían acabado en 1492 y, fuera de la nobleza y el
clero, fiscalmente exentos, solo quedaban los marranos con capacidad de ser
expoliados. Su riqueza, además, era monetaria.
Antes, en 1492, forzada
por el fanatismo religioso del pueblo, se había producido la vergonzosa
e irracional expulsión de los judíos, como previamente había ocurrido en el
resto de la cristiandad. De repente,
gran parte de la población más culta y productiva, la de los artesanos, los impresores,
los médicos... salió de los reinos ibéricos para asentarse, enriqueciéndolo, en
territorio enemigo: el Imperio turco, Holanda, Francia o Venecia (el famoso
gueto de Venecia se construyó para alojar y controlar a los sefardíes).
A corto plazo, no parece
que tuviera graves consecuencias económicas. Ahora el profundo antijudaísmo de
las masas se dirigió hacia los marranos, que consideraban falsos conversos.
Eran éstos un grupo
social de judíos supervivientes de los pogromos (azuzados por las órdenes
mendicantes) del siglo XV, que se habían convertido al cristianismo real o
formalmente (su religión generalmente les recomendaba en tiempos difíciles el
disimulo antes que el martirio); unos pocos de ellos habían recuperado su
riqueza. Al formar parte de las oligarquías urbanas, se habían convertido en un
aliado natural de los reyes contra la alta nobleza que, con las transformaciones
de la época, habían perdido poder y andaban levantiscas.
Ya en 1483, Fernando II
de Aragón, consciente de las posibilidades de una institución que puede superar
las fronteras alegando la supremacía de la religión sobre la política, había negociado
con el Papa la introducción en sus reinos de una Inquisición, que dependía, no
de los obispos como en el resto de Europa, sino de un inquisidor general nombrado por el rey. Así, cuando conviniera,
la religión estaría al servicio del estado. Un claro signo de modernidad.
Los Reyes Católicos, una vez domeñada la alta aristocracia
(a la que, eso sí, no se tocó en su riqueza) con la ayuda de las elites urbanas,
de las que formaban parte los marranos, nunca
tuvieron escrúpulos en cambiar las alianzas, Convenía ahora satisfacer el odio
de la población cristiana, los cristianos viejos,
hacia los conversos. Y empezó a trabajar la Inquisición.
Para vigilar la intimidad
de los judeoconversos y comprobar si seguían practicando en casa el judaísmo,
el Santo Oficio creó una red de miles de delatores, los familiares.
Durante todo el proceso el denunciante estaba protegido por el secreto. Desde
el momento en que era denunciado, el acusado debía vestir un “sambenito” que, a
la vez, estaría expuesto en la Iglesia parroquial durante cinco generaciones,
fuera o no declarado culpable. La totalidad de los puestos de la
administración, una gran parte de los oficios, los cargos religiosos y del
ejército, el acceso a la propiedad rural... estaban condicionados a la prueba
previa de ser cristiano viejo durante cinco generaciones, fácilmente
comprobable en los archivos parroquiales. Durante más de dos siglos la pureza
de sangre, junto a la venta de cargos y los juros (una especie de deuda pública
con alta rentabilidad) se impuso de forma aplastante sobre lo que hoy llamaríamos
meritocracia como medio de ascenso social. Era
práctica generalizada, que cuando alguien alcanzaba un nivel suficiente de
riqueza la invertía en comprar un título de hidalgo, que le eximía de impuestos,
y comprar juros.
En el siglo XVII el interés
de la sociedad con todo lo que tenga que ver con la economía productiva
desapareció. Ocuparse del comercio o la agricultura era un oprobio para un
hombre de buena cuna, y esto era observado con sorpresa por los viajeros
extranjeros que extendieron la fama de vagos de los españoles. El vivir de
las rentas (del Estado) podrá ser éticamente condenable, pero es una
opción racional. El modo de producción determina la mentalidad.
A principios del siglo XVI,
Castilla era aún una sociedad relativamente progresista en términos de apertura
de sus universidades a los nuevos descubrimientos, salida de estudiantes y
doctores a las universidades europeas... A título de ejemplo, es el único reino
donde triunfan las ideas reformistas de Erasmo. Hay debates sobre cómo actuar
con los indios, hay resistencia armada contra los planes imperiales de Carlos...,
pero a mitad de siglo ya todo ha cambiado de forma definitiva. La Reforma ha
enraizado y Castilla se había convertido en la gran potencia que defiende con
la espada y la plata el catolicismo. Es una sociedad cerrada sobre sí misma,
religiosamente fanatizada (una religiosidad fundamentalmente externa para
evitar sospechas), socialmente temerosa, en la que ya no es posible un mínimo
de discrepancia.
En lo político, si bien es una monarquía
absoluta que rige una sociedad estamental, como en el resto de la cristiandad, aparece
un rasgo diferencial: en España no existió una aristocracia urbana, ni
burguesía, sobre las que nuclear una oposición a la corona. Esa carencia es
una excepción respecto a lo que ocurrió en Inglaterra, Francia, Alemania,
Holanda...
Pronto la Inquisición
dirigió su atención a los protestantes. Se estableció entonces un cordón
sanitario de libros censurados y la prohibición tajante de estudiar fuera de
España. Las universidades españolas, hasta ese momento en la vanguardia
europea, se cerraron sobre sí mismas dedicándose en exclusiva a la enseñanza tomista,
lo que explica que, habiendo tantas universidades, no apareciera ni rastro de
ciencia hasta el XVIII.
En sus momentos álgidos, todo aquel que
destacaba o innovaba en cualquier actividad intelectual se convertía en
sospechoso para la Inquisición y las consecuencias eran siempre dramáticas. El
miedo a destacar impregnó durante siglos la cultura.
Es innegable que la Inquisición logró frenar
la difusión de ideas (incluidas las científicas) y contribuyó muy
eficazmente a la creación de unas élites con aversión al riesgo y la
innovación.
Conviene destacar que estamos tratando un
proceso largo, que tiene vaivenes y contradicciones.
La plata de América supuso
un flujo monetario inagotable para financiar las interminables y ruinosas
guerras de los Habsburgo. Provocó el desplazamiento desde el Mediterráneo al
Atlántico del eje del comercio mundial. La abundancia de plata permitió la
monetización de la economía mundial, la expansión del comercio, la acumulación
capitalista…, pero también terribles procesos de inflación, inestabilidad de
las monedas, acumulación de las deudas, sucesivas y ruinosas quiebras de la
hacienda real, que empeoraron las condiciones de vida de la mayoría de la
población, los comunes; apareció el colonialismo y, con él, la esclavitud;
Europa fue asolada por las guerras de religión, pestes y hambrunas… El descubrimiento
de América supuso un gigantesco salto para la humanidad y una maldición para la
mayoría de los humanos.
En este largo proceso,
como en toda Europa, surgieron resistencias sociales: eso fueron las guerras de
los comuneros, las germanías, los irmandiños... Como en Europa, fueron todas aplastadas
definitivamente.
Mientras, a nuestros
vecinos, las cosas tampoco les iban bien. Durante el XVI y XVII los franceses
emigraban a España donde los salarios eran mejores. Su nobleza de armas había
entrado en decadencia definitiva: sin nuevas conquistas donde colocar a sus
vástagos, las guerras de religión fueron su lugar para desahogar energías. Al
estar la sociedad dividida, sus reyes carecieron de suficiente poder y fue
imposible el desarrollo de monopolios religiosos o censuras eficaces; donde
no existe unidad religiosa florece la libertad de pensamiento. Sus reyes,
al carecer de recursos financieros como la plata de América, tuvieron que fomentar
la creación de manufacturas sobre las que imponer tasas que financiaran el
estado moderno. Y así nació una nueva aristocracia, la del dinero, enemiga
mortal de la nobleza de espada. Era la base de una burguesía esencialmente urbana.
En Inglaterra, la confrontación con España
hizo nacer el sentimiento nacional basado en un antipapismo (base del actual antieuropeísmo)
militante. La existencia de una clase mercantil poderosa y una baja nobleza,
que pronto se mercantilizó, permitió que Isabel I emprendiera una serie de
reformas del Estado que, dos siglos más tarde, la convirtieron en la potencia hegemónica.
Una de ellas, la reforma monetaria de Gresham consiguió una moneda fuerte y
estable (hasta el siglo XIX no se produjo ninguna quiebra en la monarquía
británica, mientras en la monarquía hispánica se dieron siete. Esas condiciones
impiden la confianza y, perdido el crédito, es imposible mantenerse como
potencia militar o política). Costó lo
suyo (una guerra civil con decapitación real), pero se alcanzó una relativa
tolerancia religiosa y fue el país que, tras Holanda, primero consiguió una preeminencia
de la clase mercantil, base de la posterior eclosión del capitalismo.
Un imperio como el de los
Austrias, diseminado en Europa, extendido por todo el globo terráqueo y en
guerra constante con sus vecinos, necesita una potencia financiera que los
mercaderes castellanos y catalanes no tenían. ¿Cómo asegurar el flujo monetario
necesario para garantizar el pago en moneda
buena (oro) exigido por los Tercios de Flandes? ¿Trasladando la plata en
carretas a través de miles de kilómetros de territorio enemigo? Evidentemente
solo es posible mediante el crédito. Es necesaria una red de corresponsales que
se encuentran en el lugar donde recibir la moneda y una clase de profesionales
que conozcan las complejas tareas de, por ejemplo, acertar con el tipo de
cambio entre monedas en un tiempo de inestabilidad monetaria constante. Se
necesitaba una potencia financiera especializada en altas finanzas. Ese papel lo
cumplieron al principio las bancas de los Fugger y los Welzel con Carlos V. Al
morir éste, su hijo Felipe II se vio forzado a
declarar en 1557 la segunda suspensión de pagos del Reino lo que supuso la
ruina de los banqueros alemanes.
A partir de ese momento
se produce una simbiosis afortunada entre la mayor potencia territorial, sin poder
financiero, y la potencia financiera hegemónica europea, Génova, sin poder
territorial necesario para su defensa. Todos los años, a la llegada de la flota
a Sevilla, la totalidad del quinto real de la plata americana pasaba a
manos genovesas en pago de los juros y asientos establecidos para financiar las
voraces guerras europeas. Este sistema no incentiva el sistema productivo
peninsular y explica la práctica inexistencia de una clase mercantil o
financiera autóctona. Otro hecho diferencial.
En 1627 se produce otra trascendental suspensión
de pagos que supone la ruina de Génova y su sustitución como potencia hegemónica
en las altas finanzas por Ámsterdam.
El Conde Duque de Olivares
logró milagrosamente sustituir a los genoveses
por los judeoconversos portugueses, fuertemente asentados en la bolsa de Ámsterdam,
pero no pudo explotar toda la potencialidad de esta relación debido a la fuerte
resistencia de la Inquisición, apoyada en una opinión pública (azuzada por
Quevedo) que consideraba que negociar con herejes arruinaba la reputación
de la monarquía. Una reputación que impedía la negociación de una paz que
acabara con una ruinosa guerra religiosa que duraba ochenta años. La
mentalidad de cruzada impedía de raíz el cálculo.
El debilitamiento de sus
finanzas pronto se concretó en el terreno bélico. En 1638, con la toma de Breisach,
los protestantes cortaron definitivamente el Camino Español que unía Milán con
Bruselas, aislando por tierra a Flandes.
Al año siguiente, en la batalla de The Downs (mal
traducido por Las Dunas), los holandeses acabaron definitivamente con la flota
española (cosa que no había ocurrido con la Armada Invencible) y, con
ella, cualquier posibilidad de ayuda por mar.
A partir de entonces, en la década de 1640, la
monarquía de los Austrias españoles se descompuso. La Paz de Westfalia, en 1658,
certificó su desaparición como potencia.
Cuando en 1700 muere
Carlos II sin descendencia, Austria, Inglaterra y Holanda se confabularon para
repartirse, no solo el Imperio español, sino los propios territorios
peninsulares. Si no ocurrió fue porque intervino Luis XIV defendiendo sus
intereses familiares.
La entrada de los
Borbones con el siglo XVIII implica un intento, en gran parte fallido, de
modernización del país. Mediante la aplicación del mercantilismo (una
especie de estado capitalismo de) recuperaron la economía, centralizaron el
país, que ya se llama oficialmente España, y lo abren al influjo europeo y, tímidamente,
a las ideas de la Ilustración. Eso sí, con eficaz resistencia de una numerosa
parte de las élites castizas, y de la mayoría del pueblo, ideológicamente
fanatizado por la Iglesia.
Desde fuera, los
intelectuales de la Ilustración perciben a España como arquetipo del mal
gobierno, un pais ajeno a Europa, casi oriental.
Por supuesto, el enorme retraso
acumulado y el poder intacto de la Iglesia y la rancia aristocracia impidió
emprender las reformas radicales que necesitaba el pais.
En los inicios del siglo
XIX, abortada una posibilidad de modernización bajo las bayonetas de Napoleón, y
expatriada la parte más modernizadora de sus clases dirigentes, los afrancesados,
entra España en un conflicto permanente entre unas élites exageradamente
reaccionarias y otras burguesas liberales tan débiles como la industrialización
que intentaron. No obstante, donde se dieron condiciones objetivas (Cataluña y País
Vasco), se instaló una minoritaria burguesía con unos valores culturales (en
urbanismo, por ejemplo) similares a los europeos.
Su estructura económica
estaba determinada por una inversión extranjera enfocada al comercio de
materias primas (minerales) y ferrocarriles muy propicia a la corrupción. España
perdió su revolución industrial.
Los viajeros e
intelectuales extranjeros del siglo XIX siempre se escandalizaban de la enorme
corrupción de las elites españolas. La
tolerancia (tan escasa en otros campos) respecto a este pecado era muy superior
a la que existía en Europa.
El Romanticismo europeo
reforzó la imagen de pais exótico con valores diferentes a los burgueses
europeos. Era la suya una mirada exagerada hacia una mentalidad arcaica que
estaba desapareciendo. Ciertamente la imagen de su embajador en San
Petersburgo, el duodécimo duque de Osuna, quemando billetes, en una fiesta de
la embajada, para buscar un pendiente, sea cierta o no, resaltaba la diferencia
entre la nobleza española y el materialista burgués.
A finales del siglo XIX y principios del XX aparecen
las masas y un conflicto social que nunca logró un triunfo permanente. Ni
siquiera la República pudo apenas dañar la lacra del latifundismo existente
desde el siglo XIII.
Desde mediados del siglo pasado
es evidente que la mentalidad tradicional, que había sido un freno para el
progreso social, se ha convertido en algo residual, aunque reaparezca con
peligrosos brotes en periodos de crisis (Vox). Conviene recordar que ya en el
siglo XX, dos grandes teóricos de la burguesía como Werner Sombart o Max Weber
planteaban la incompatibilidad de los supuestos valores hispanos con el capitalismo.
Resumiendo:
- Tengo la impresión de
que gran parte de nuestra clase dirigente se quedó a medio camino en el viaje
desde la aristocracia a la burguesía. Tal vez eso explique el fenómeno endémico del señoritismo, componente del feísmo que se
aprecia en los productos culturales de esa subclase.
- La función
ejemplarizante que suelen atribuirse las clases dirigentes no se cumplió en los
siglos burgueses XIX y XX. No solo porque sus próceres, como el Marqués de
Comillas, el de Salamanca, Serrano, Narváez, March…y tantos otros, enraizaran
sus fortunas en la corrupción, sino porque la institución que representaba las
máximas cotas de virtud cívica, la monarquía, la incumplió escandalosamente.
De seis reyes y regentes borbónicos
que reinaron entre principios del siglo XIX y Juan Carlos, cuatro se exiliaron
por corruptos, a Fernando VII (que literalmente vendió su reino a Napoleón) se
repusieron los Cien Mil Hijos de San Luis y a Alfonso XII un pronunciamiento
militar.
Lo que acabo de describir
es un proceso que explica parcialmente nuestro exilio respecto a Europa, a la que afortunadamente hemos
regresado, no sin cicatrices inocultables causadas por nuestra historia (que es
la de nuestras elites).
Comentarios
Publicar un comentario