YO, QUE FUI PICOLETO AL SERVICIO DE SU EXCELENCIA

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Antonio Sánchez Nieto

 El resultado de las últimas elecciones confirma que he quedado al margen de las corrientes de la Historia, cosa que no me sorprende ni preocupa. Me parece lamentable, eso sí, que, para una vez que mi patria se incorpora a las grandes corrientes universales, lo haga a la avalancha ultra. No voy a caer en la bobada de condenar las preferencias electorales mayoritarias. Nunca han coincidido con las mías y esta vez no buscaré causas y consecuencias. Me resulta, ya, muy cansino.

     Me dejaré arrastrar por la corriente, olvidando lo colectivo para sumergirme en eso que los ganadores llaman la aventura personal. Bucearé en esos temas trascendentes que tanto les apasiona, como la búsqueda de la identidad. Yo nunca la eché de menos, seguramente porque he tenido muchas, casi siempre sobrevenidas, impuestas por el entorno y la contingencia. En una sola vida que comienza en 1942 caben muchas identidades, multitud de personajes. He sido seminarista, soldado, guardia civil, emigrante, estudiante, economista, sindicalista, rojo…

Aplazadas sine die mis pretensiones de liberación universal, limitaré mi atención a dar casto placer a mis amigos del miércoles, hormigas rojas, la mayoría expresidiarios (de lo peor: políticos), gente rara y, por eso, interesante. Pasaré de la categoría a la anécdota.

Ahí va una cuyo protagonista es el arquetipo represor de los sesenta: un guardia civil.

           

TRENES RIGUROSAMENTE VIGILADOS

A comienzos de los sesenta no quedaban maquis ni había nacido ETA. Pero los símbolos de represión eran ubicuos. Por ejemplo, la pareja de la Guardia Civil. Era una imagen anacrónica con tanta fuerza identitaria como el torero o el cura con sotana. El equipamiento del guardia no buscaba la funcionalidad, sino el producir miedo. El tricornio de charol negro, sombrero de tres picos, acumulaba el calor veraniego, no sombreaba y te obligaba a correr con una mano en la cabeza. La pesada capa verde te cubría hasta los botos y era similar a la que Esquilache trató de prohibir. Si a ellos le unías el pesado Mauser, el resultado producido era un agente nada funcional, pero de un aspecto sombrío, amenazante, impresionante… de noche daba miedo.

Yo formaba parte del Tercio móvil de la Guardia Civil, acuartelado en Madrid. Gente joven que servíamos para todo, desde reprimir huelgas mineras, trasladar presos, custodiar cárceles o trenes…a rodar películas de Samuel Bronston. Todos los trenes expreso, en cualquier lugar y hora, llevaban la correspondiente pareja de civiles. 

Jarreaba aquella noche en que tomamos, en el servicio de vuelta, el Expreso de Vigo con destino a Madrid en Medina del Campo, siendo yo, por edad (21 añitos), el jefe de pareja. Enseguida apareció el revisor, personaje de mucho orden, que nos denunció la presencia de un prófugo. ¡Vaya noche la que nos esperaba! Con la que estaba cayendo…

 Era el delincuente un soldadito gallego de reemplazo que hacía la mili en Melilla y que de su hoja de desplazamiento (salvoconducto militar que permitía el libre y gratuito desplazamiento por cualquier tren) se deducía que ya debería estar incorporado a su destino... Este incidente nos enfrentaba a un dilema que debíamos resolver de forma rápida eligiendo el mal menor:

A) Cumplir con nuestro deber levantando atestado, deteniendo al recluta y entregándolo en el cuartel de Ávila.

B) Enseñar al que no sabe cómo eludir a la justicia.

La elección A) implicaba un castigo desproporcionado para el recluta y, sobre todo, para nosotros que, teniendo programada la pernoctación en la estación de Ávila, tendríamos que pasar toda la noche con el papeleo de entrega de un preso.  El deber, sea en términos éticos o financieros, siempre es una carga. Palabra que amenaza ruina. Por eso, eludirlo es la actitud natural.

La alternativa B) significaba una incitación a la fuga del preso; un delito.

El cumplimiento de la A) significaba la seguridad por el trabajo bien hecho (pero agotador). La B) implicaba un inmediato y merecido descanso asumiendo, eso sí, un riesgo amenazante cuya concreción dependía de nuestro buen hacer.

Tras brevísimo debate, nuestra juventud nos empujó a abordar con optimismo la segunda vía.

Apartamos a nuestro bisoño soldadito de la curiosidad de otros viajeros para reprenderle su torpeza. Comentábamos lo fácil que le hubiera sido, al ser detectado por el revisor, bajarse en la estación más próxima y, con la misma hoja de desplazamiento, tomar otro tren y aparecer en Melilla con uno o dos días de retraso. Aduciendo una enfermedad familiar le caería un castigo benévolo.

Ahora, las cosas habían cambiado a peor. Llegaría a Melilla como prófugo capturado lo que implicaba un juicio militar donde probablemente seria condenado trabajos forzados. Aun cuando tratábamos de asustarle, no es seguro que el relato fuera ficción. Le avisamos que no era conveniente que relatase a nadie esta conversación.

Nos acercábamos a Ávila y le dijimos que se apeara en la estación donde le recogeríamos para llevarle al cuartel.  Le devolvimos la hoja de desplazamiento y el chaval nos dio las gracias con una amplia sonrisa. Había entendido nuestro mensaje…

Nosotros, los picoletos, nos desplazamos al último vagón con la intención de ver el andén sin ser vistos. Teníamos todo programado… Paró el tren, bajó el mozo… y surgió lo imprevisto: en vez de escapar ¡empezó a buscarnos! ¡no había entendido nada! Presos del pánico, para ocultarnos de su vista, saltamos al otro lado del tren sobre el balastro (saltar un desnivel de metro y medio con fusil, capa y tricornio es operación arriesgada que requiere motivación, habilidad y coordinación con tu compañero). Comenzamos nuestra huida desplazándonos penosamente en la oscuridad, resbalando sobre las piedras del balastro hacia una caseta situada más allá del andén, buscando refugio de la lluvia y del gallego. Al llegar casi al centro del andén, el tren tras el que nos ocultábamos arrancó, apareciendo luminoso el desolado andén. ¡Y el gallego permanecía allí!

Reemprendimos, sumergidos en la lluvia y la oscuridad, nuestra huida a la caseta desde la que, al llegar, echamos un vistazo al iluminado andén. El gallego ya no estaba.

Era la caseta de la Guardia Civil una pestilente chabola, sin luz eléctrica, con espacio para dos camastros y una silla. Dos colchones de borra, con sendas mantas pardas sin sábanas era todo el equipamiento del presunto refugio. Las mantas, agujereadas por quemaduras de cigarrillo, habían sido usadas para limpiarse y sacar brillo a las botas. Tan repugnante habitáculo no invitaba a acostarse por lo que mi colega y yo pasamos las cuatro horas de espera al tren en que regresaríamos al cuartel en posición sedente, a la luz de una vela, reflexionando sobre lo que nos había pasado y quedaba por pasar. Llegamos a la conclusión de que no nos quedaba más alternativa que esperar a que la suerte, que tan mal nos había tratado en esa jornada, nos fuera más propicia y que lo acontecido no llegara a conocimiento de la superioridad.

Con este espíritu fatalista abordamos el tren de regreso, sin chocarnos con el prófugo, lo que interpretamos como un buen augurio. Pasaron semanas y no pasó nada.

Y este es el verdadero relato de aquella noche triste en que un bisoño fugado de la justicia persiguió y puso en fuga a dos avezados agentes de la Dictadura.

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