EL OSCURO ENCANTO DE LA CAVERNA
Antonio Sánchez Nieto
“…los impulsos primitivos, salvajes y malignos de la humanidad no han desaparecido (…) sino que persisten en un estado reprimido a la espera de ocasiones propicias para desarrollar su actividad.” (Carta de Sigmund Freud a Frederic van Eeden, 28 diciembre 1914)
Reconozco que acudir a una cita de 1914 es un anacronismo tendencioso (no estamos en guerra mundial) aunque útil para resaltar ciertos fenómenos sociales que escapan a la racionalidad vigente desde la Ilustración.
Quedó entonces establecido
que el hombre gozaba de la capacidad de identificar racionalmente sus intereses
individuales y colectivos. El arquetipo es el burgués egoísta, homo oeconomicus,
un sujeto con libre albedrío cuya motivación última es buscar la felicidad y
evitar el dolor a través del progreso material. Esta visión, que no presta
atención a la existencia de impulsos más complejos y atávicos que el económico,
como el miedo al cambio, la dignidad, el honor, el victimismo… que entran
dentro de los dominios del inconsciente, ha
sido compartida por la derecha y la izquierda.
Lo sorprendente es que esta
visión racionalista sea hegemónica desde hace tanto tiempo cuando la realidad
la desmiente constantemente. ¿Es capaz esta racionalidad de explicar el nazismo
o las matanzas de la guerras mundiales y posteriores? ¿Aclara la aparición de
lideres como Donald Trump, racista confeso, depredador sexual, mentiroso
compulsivo…, genocidas como Narendra Modi o Duterte, déspotas como Putin o
Erdogan, imitadores como Bolsonaro…? ¿Explica el atractivo actual de lo
identitario?
El racionalismo ilustrado, por sí solo, es incapaz de explicar el mundo actual.
Ya desde antes del descrédito
y desaparición en 1989 de su rival ilustrado, el que dio en llamarse socialismo
real, el dominio de la ideología neoliberal en los campos económico y político es
casi completo. Su hegemonía cultural impone como sentido común que el
crecimiento del Producto Interior Bruto sea el índice principal del poder y
riqueza de una nación; que la libertad individual se concrete en la capacidad de
elección del consumidor y que la función de los gobiernos se reduzca a asegurar
que una justa competencia permita al mercado suministrar valiosos productos y
servicios. Cumpliendo estas condiciones, con la ayuda de la mundialización de
la economía, la injusticia y desigualdad desaparecerían.
Esta visión utópica entró también en decadencia irreversible a comienzos del milenio cuando las crisis recurrentes laminaron su credibilidad (y sus yacimientos de votos en la clase media).
Como previamente las élites
de la izquierda institucional habían abandonado su ideología económica y
adoptado en su totalidad el programa liberal de privatizaciones, desindustrialización
y financiarización de la economía, precariedad laboral…, se invalidaron como
alternativa. Y fue así como los trabajadores perdedores de la mundialización se
encontraron huérfanos al percibir que las elites de sus partidos tradicionales les
habían abandonado junto con la lucha económica para centrarse en otros frentes,
como el feminismo y otros identitarismos, electoralmente de mayor recorrido. Era
lectura correcta de la realidad política.
Una parte muy numerosa de ese
electorado clásico de la izquierda europea y americana, que se sentía humillada
por la alianza de sus propias elites políticas con los medios de comunicación y
(en EE. UU.) entretenimiento, encauzó su rabia y frustración hacia ellos, que
consideraban parte del sistema. Esos dirigentes siguieron confiando en que, al
no existir alternativa electoral, sus votantes tradicionales no dejarían de
votarles. Nunca pensaron en que la lealtad siempre es recíproca. Y se equivocaron:
en estos momentos la socialdemocracia europea, cada vez más abandonada por su
clase media menguante, bordea la irrelevancia.
Cosa parecida ocurre en EE. UU. donde la
alianza del partido demócrata con Wall Street, Silicon Valley y Hollywood, su
dedicación exclusiva a las luchas feministas, raciales, ecologistas… con total
abandono de los intereses de su electorado tradicional industrial del Rust
Belt [1]
y el Sur, ha producido un iracundo desplazamiento de los trabajadores
industriales, perdedores de la mundialización, hacia Trump, al que consideran erróneamente
su líder antisistema.
Otra parte de la izquierda enrabietada ofrece resistencia a lo que considera una democracia falseada por el sistema, cuyas reglas es necesario cambiar. Como fenómeno nuevo carece de solidez, organización y un programa que le haga trascender más allá de los episódicos estallidos de rebeldía. Un batiburrillo de intereses sectoriales y territoriales (le llaman diversidad) hace muy difícil consolidar su actual atomización. En estos momentos, tiene enormes dificultades para trasladar la denuncia ética, absolutamente inocua, a la acción política.
En
el campo conservador, la caída del paradigma neoliberal ha
arrastrado a la insignificancia a los partidos tradicionales, como la
democracia cristiana y los liberales, y su sustitución por otros que luchan,
desplazándose aceleradamente a la derecha, para evitar (o aplazar) ser
deglutidos por los ultras.
Suele imputarse a la
aparición de los partidos ultraderechistas, herederos del fascismo, la eclosión
del nacionalismo, racismo, antisemitismo, conspiranoia, negacionismo… Creo, sin
embargo, que es al revés: previamente esos sentimientos atávicos (que son en su
mayoría inseparables de nuestra naturaleza animal y están reprimidos por la Cultura)
yacían en la caverna y despertaron cuando la política fracasó ante las crisis. En
el decenio de 1930 había ocurrido algo parecido. Los partidos ultra actuales son
consecuencia y no causa del renacimiento de la ultraderecha. Resultaría ingenuo
pensar, por ejemplo, que la prohibición de los partidos nazis acabaría con la
xenofobia. Aunque las formas y contenidos de sus reivindicaciones varían según
las naciones, tienen en común el rechazo del valor básico de la Ilustración: el
desplazamiento de la razón por las emociones.
Su miedo a las
transformaciones en marcha se concreta en el odio a la mundialización, el
regreso a la patria (soberanía nacional), el culto al liderazgo del hombre
fuerte y la sustitución del judío por el emigrante como chivo expiatorio. En
lo económico, los principios neoliberales siguen intocables.
A medio plazo, las contradicciones respecto a una realidad inventada (¿cómo mantener una globalización neoliberal con el sufrimiento creciente de sus masas?), condena a estos movimientos a la extinción. Pero no es seguro, ni probable, que, si las elites económicas sospecharan que la democracia liberal no cumple ya su función de garante de sus intereses, la defenderían.
El abandono de lo económico
en la lucha política determina que, en multitud de paises occidentales, la liza
electoral no se dé ya entre izquierda y derecha, sino entre los conservadores
tradicionales y los reaccionarios. La izquierda sigue condenada a jugar el
papel subalterno de apoyar el mal menor (no siempre identificable). Irremediablemente,
mientras no logre superar con un proyecto económico alternativo propio esta
senda del mal menor, su progresiva decadencia es inevitable. Limitarse a
denunciar el peligro del fascismo acusando a la totalidad de sus
acólitos de ignorantes, paletos y racistas… (sin duda epítetos apropiados a sus
dirigentes) no sirve para recuperar a los que fueron su base electoral
tradicional.
La única opción de
supervivencia de la izquierda es la elaboración de una alternativa económica propia
creíble, netamente diferente del proyecto neoliberal. No sé cuál habría de ser
su contenido. Pero creo que los trabajos de una legión de historiadores,
economistas, sociólogos… de las últimas décadas, aportan ya lo que podrían ser
los cimientos de un proyecto (¿relato?) que, elaborado por los políticos, movilizara
a su electorado natural, los trabajadores (sobre todo los que la corrección
política llama vulnerables). Es posible identificar algunos elementos
que debería tener en cuenta:
-
Para un mundo
nuevo no sirven todas las recetas antiguas.
-
La correlación de
fuerzas será determinante en todo momento.
-
Los bienes
colectivos deben tener prioridad sobre los individuales.
-
El trabajo debe
recuperar su centralidad en la vida colectiva.
- Salvo para las
grandes potencias, el estado nacional se ha convertido en un espacio
insuficiente para el mercado y cualquier posibilidad de soberanía. Europa es el
espacio geográfico sobre el que actuar, nuestro espacio de soberanía
compartida.
- Al ser la
mundialización inevitable, es necesario democratizar las instituciones que
rigen el comercio y la economía internacionales. Cambiar las reglas actuales es
tarea urgente. Lo mismo es aplicable a las migraciones.
- Debe promover
realmente la unidad fiscal europea. Acabar con los paraísos fiscales es
inaplazable.
- Si los problemas
esenciales locales se resuelven en Europa, la izquierda debe priorizar las
alianzas de izquierdas europeas.
- Durante un largo
periodo de tiempo, el estado nacional seguirá siendo el terreno de juego de la
política y la economía. Creo que corresponde a la izquierda el papel de impedir
que otras “geografías”, como las regiones o las ciudades, debiliten la
necesaria centralidad de la soberanía nacional.
- Si la política
limita la actuación del ciudadano a su participación en comicios, abandonando
su actividad deliberativa, las conquistas de la izquierda serán pasajeras. Se
necesitan instituciones intermedias como sindicatos, asociaciones de vecinos,
de consumidores, culturales… donde deliberen los ciudadanos.
Resumiendo, muchas son las carencias por resolver a medio plazo, pero, si no se emprende el camino pronto, llegaremos tarde.
En ausencia de una izquierda
que les movilice, los perdedores se refugiarán en la oscuridad y fetidez de la caverna
porque, frente a los fríos vientos neoliberales que les azotan, la cueva es un
refugio cálido donde contarse cuentos.
[1] En
español Cinturón de óxido. Se conoce con este nombre a la amplia zona
desindustrializada que se extiende por los estados del Noreste y Grandes Lagos.
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