EL CÁNCER DE LA IZQUIERDA: LA DIVISION INTERNA.
Ramón Utrera
Después
de más de cien años no se puede decir que la revolución o el cambio radical del
Sistema esté más cerca, al menos en los países desarrollados, y desde luego no
en España. La derecha, aunque ha hecho algunas concesiones, mantiene
sólidamente los resortes principales del poder económico, político y mediático;
y, además, los ejerce de una manera mucho más discreta y “elegante” que antaño.
Pero tal vez, uno de los problemas más graves de la izquierda no sea la
fortaleza de su adversario, sino la sangría derivada de su ya tradicional
división interna. La cual la debilita profundamente y la desacredita ante las “masas”.
La
izquierda alternativa, transformadora, radical o revolucionaria nunca ha ganado
unas elecciones en este país ni tampoco en ningún país occidental. Cuando ha
llegado al poder ha sido en coalición con otras fuerzas, generalmente con los
socialistas; en España desde la Guerra Civil sólo lo ha hecho en esta legislatura.
Dicho en otras palabras, electoralmente nunca ha conseguido un apoyo social
masivo. Aun así, se ha permitido despreciar a la opción socialista; a pesar de
que está cuente regularmente con el apoyo de al menos 2/3 de esas “masas” que
se pretenden “conquistar”. No obstante, su apelación a estas como si fuera la
fuerza mayoritaria de la izquierda ha sido constante. Esa lucha insistente por
lograr una influencia mayoritaria, o al menos importante, social y política, ha
condicionado tradicionalmente su estrategia y la ha sumido en importantes
contradicciones internas.
La
búsqueda del apoyo social, y sobre todo electoral, se ha convertido en una
obsesión a la que ha sacrificado esencias importantes y ha condicionado todas
sus políticas. Para convencer y autoconvencerse de ese apoyo social ha
intentado atraer a las “masas” en torno a aglutinantes de siglas, de toda
índole: Coalición, Unión, Frente, Liga, Bloque, Alianza, Federación,
Confederación, Plataforma, Polo, etc. etc. A cuál más grandilocuente, pero habitualmente
con escasos militantes y partidarios; aquello de “Muchos jefes, y muy pocos
indios”. El problema es que, si el
experimento no funcionaba inmediatamente, se iniciaba su descomposición, y a veces,
aunque funcionara, y enseguida afloraban sus contradicciones internas.
Especialmente
la de la falta de democracia interna. Su queja de la falsedad democrática del
sistema burgués no se sostiene bien cuando internamente tampoco se respetan las
decisiones tomadas democráticamente -el no aceptarlas o no cumplirlas, o el salirse
de la organización, son formas diversas de boicot democrático-. Más grave aún ha
sido la marginación o la expulsión de la disidencia. Pero es que la izquierda
radical tiene un amplio historial de dogmatismo e intransigencia interna y
externa, con purgas, exilios e incluso la eliminación física; no practicadas en
nuestros lares, pero justificadas en otros. No se puede pretender tener
credibilidad democrática cuando se reivindican en el sistema institucional
valores que no son respetados en absoluto en el funcionamiento interno.
Es
bastante ridículo y llamativo que la obsesión dogmática por el enemigo interno
y sus herejías, generen una agresividad comparable a la que se tiene respecto
al peor de los adversarios externos. A menudo el cainismo ha generado luchas y
persecuciones comparables a las mantenidas y sufridas con los enemigos
políticos. ¿Estaban realmente justificadas? ¿Siempre? ¿Hay tantos “traidores” dentro? ¿O acaso tenemos
un problema de intransigencia y de incoherencia interna a la hora de convivir
políticamente en base a esos valores que pregonamos? Lo cierto es que a día de
hoy en el caso español hemos logrado que haya más activistas fuera que dentro, más
potenciales que reales, más “militancia” expectante que activa. Y todo ese
precio se ha pagado para lograr reducidos grupos de puros, ortodoxos, fieles y
bendecidos por la lucidez; mientras los “otros” iban a engrosar esas “masas”
desorientadas, pero decepcionadas, que no comprenden la clarividencia de la Vanguardia.
Todo ello a pesar de que paradójicamente a la hora de los programas la
ideología ha difuminado mucho sus propuestas, aunque se haya revestido con una
radicalidad en el tono; o a que otras veces nos hayamos dedicado a recoger
cualquier propuesta de la calle sin filtro de ningún tipo o un mínimo análisis
crítico. Han sido bandazos de ansiedad estratégica, que han llevado a la
izquierda revolucionaria no sólo a no liderar a las “masas”, sino a ir por
detrás de ellas en sus reivindicaciones; y desde luego en Occidente desde los
años 70 no han logrado arrastrarlas a procesos de movilización, salvo en
ocasiones puntuales y nunca revolucionarias.
Curiosamente
a menudo las diferencias internas no son de gran calado ideológico, sino más
bien de estrategia. Nadie o casi nadie, ha renunciado al ideal de una sociedad
socialista, las disputas suelen venir más por el método: más parlamentario o
más movilizador, más revolucionario o más reformista, más radical o más gradual,
más democrático o más jerarquizado, etc. Sin embargo, aunque el objetivo sigue
siendo en todos los casos llegar a una sociedad socialista más justa e
igualitaria, en todos ellos casi no se habla de medidas socialistas, ni de
gestión colectiva, ni de planificación; es decir, las diferencias son más de
tono, más o menos radical, que de profundidad y grado de transformación. A
pesar de ello, la intransigencia y la virulencia de los que siguen militando, suele
situar rápidamente al compañero discrepante como traidor, a un nivel similar al
del enemigo de clase.
Tampoco
suele haber diferencias notables ni en los análisis ni en las autocríticas,
generalmente escasas y superficiales. Aun así, las posiciones críticas,
bienintencionadas o no, suelen ser “sospechosas”. Este enfrentamiento cainita
es una de las razones principales por la que las “masas” no confían en la
izquierda alternativa. A pesar de otros gestos, le da una imagen de
intolerancia y sectarismo, que provoca que no sea fiable como gestor de las
libertades y los derechos democráticos quien ni siquiera es capaz de
practicarlos en su propia casa.
Mientras
la izquierda, en la dirección o en la oposición, no sea capaz de mantener un
modelo de debate y convivencia democrática, de respeto y colaboración entre sus
diferentes corrientes o visiones nunca logrará ganarse el respeto de las “masas”
por las que lucha y que reiteradamente le vuelven la espalda, y no será para
estas un instrumento real de cambio. Ningún análisis, enfoque, alternativa o
idea por maravillosa que pueda parecer logrará hacerle recuperara la
credibilidad y revertir esta tendencia. Y lo que es peor, en el fondo estará
traicionando ella misma el sentido más profundo de los valores que dice
defender.
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