UNA JORNADA EN LA ESPAÑA VACIADA

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Antonio Sánchez Nieto


Tengo ochenta años y mi casa de pueblo el triple. Se sitúa en un pueblito de trescientos residentes a veinte kilómetros de Zamora, entre viñas y dehesas, tierra generosa en agua, fauna y frio. Aquí no son las rapaces sino los rapaces los que están en peligro de extinción: la gente es vieja como la tierra. Gente frugal que se siente abandonada y despreciada por los políticos y los de la capital. Ferozmente individualistas, no se concitan ni se mueven, se van. Los que no pueden se quedan en el villorrio, que hace las funciones de residencia geriátrica, donde son visitados por sus descendientes hasta que estos alcanzan la capacidad de pagarse vacaciones.

Ayer fueron los idus de agosto, cuando Castilla ardía en fiestas; pero este año de pandemia simplemente arde.

Necesito ir al día siguiente a Zamora a comprar víveres, pues el pueblo no tiene tiendas ni nada. Las fue perdiendo y hoy solo queda lo imprescindible: el bar. Allí me informan que los nuevos procedimientos que devienen del Covi obligan a que quien quiera desplazarse a Zamora debe informar telefónicamente la tarde anterior a la empresa para que pase a recogerle. La alternativa es darse un paseíllo de tres kilómetros cuesta arriba, con la parienta que goza de similar edad a la mía, hasta un carrefour que dicen los franceses, que aquí llamamos cruce de carreteras.

Para llamar, salgo derritiéndome a medio kilometro (el pueblo está vaciado de cobertura, el mercado tiene sus imperativos). Antes podía llamar desde la puerta de casa, pero ahora con el G-5, la cobertura normal se ha estrechado. Ningún nativo tiene un móvil adaptado a la novedad, pero lo impone el progreso o el mercado, que es lo mismo.

Naturalmente la empresa de autobuses tiene horario de verano y nadie coge el teléfono. Normalmente la gente se desplaza en automóvil. Yo no soy normal: no tengo coche. No tiene explicación convincente: la mía es que nunca lo necesité para el trabajo y que mi auto estima corría por otros derroteros. Públicamente corren otras versiones de mi estrafalaria actitud. La mas extendida es que, como yo era un rojo sindicalista, me encontraba preso de una imagen de fanático ecologista. Como es la versión más desfavorable, es la mas creída. Lo cierto es que, al no sacar el carnet de conducir, cometí un error irreparable movido (más bien inmovilizado) por la impúdica holganza.

Dado que el recurso a los amigos veraneantes está cerrado porque la edad nos hizo enemigos, he de tomar taxi (treinta euros ida).

Me refugio entre edredones (porque la casa marca veintitrés grados en plena siesta; en la noche no sé, porque la pereza se impone a la inútil curiosidad) y medito sobre si esto es la desconexión que tanto anhelan nuestros estresados dirigentes. Yo creo que eso de la desconexión está sobrevalorado.

Desconfío de ellos y mas bien creo que una geografía con demografía en acelerada decadencia cuyos habitantes ni se mueven ni les apetece, se presta a que políticos indolentes, cuando no indecentes, se presta más a la nostalgia fatalista que a la acción.

Me voy a la cama a ver si me relajo de tanta desconexión y vaciado.

Desde un pueblo del Sayago 16 de agosto.

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