CRÓNICA DE MI TRANSICIÓN
Antonio Sánchez Nieto
Siempre se identifica
la memoria histórica con el sufrimiento, y ocultación en los ribazos, de las
víctimas de la brutalidad franquista. Nada más justo. Sin embargo, tenemos la
obligación de recordar a aquellos hijos del franquismo que, con rupturas familiares,
se pasaron al lado del sentido común de la hipótesis democrática. Campesinos
que vivieron seminarios convulsos intelectualmente, jóvenes de la clase media
alta en la universidad, emigrantes del mundo rural que, ya en las ciudades,
construyeron los sindicatos de trabajadores, abogados y economistas que se
pusieron del lado de los buenos. Ellos fueron el ejército que hizo posible la
Transición. Ese esfuerzo individual de revuelta hizo posible el cambio de la
sociedad española en su totalidad. La historia de Antonio, una historia más… es
el homenaje a tantos otros que se enfrentaron a su realidad y que forman parte
también de nuestra memoria histórica. Una memoria para enorgullecerse y
contarla
Comienza mi memoria viviendo en un cuartel de la Guardia Civil en Sierra Morena, y termina ingresando en el Partido Comunista.
Todo comenzó con una salida frustrada de mi familia para que yo ingresara en un seminario con doce años. Ante el fracaso de mi forzada entrega espiritual, regresé a los tres años a mi hogar para salir de forma definitiva a los diecisiete, y me apunté primero en el ejército y después en la Guardia Civil durante cinco años. Se impusieron la necesidad económica y la tradición familiar. En 1965 finalizó mi acuartelamiento y me civilicé ingresando en Iberia L.A.E. Allí comencé a oler la libertad, pero de forma tenue.
Con veintitrés añitos me hice técnico de turismo y, sin antecedentes penales y trabajo seguro en una empresa pública como Iberia, se esperaba que pronto sacase el carné de conducir para comprarme un seiscientos con el que desplazarme a un chalé en la sierra. Muchos jóvenes estábamos ya impregnados del “sueño americano”: trabajando duro, llegaríamos alto. Podría decirse que tenía mi vida encauzada.
Pero ocurrió que, culo de mal asiento, el
cauce no me ilusionaba. En mayo del sesenta y ocho, y no va de coña, yo estuve
en París. Era la primera vez que salía de mi patria. Y fue allí, donde viví
también por primera vez la libertad. París olía a pan recién horneado en las boulangeries, tan diferente del olor a
cirio hispano. París, como el camino a Damasco de san Pablo, tuvo en mí un
efecto dramático. O tal vez fue el hambre que pasé, comiendo siempre en
creperías, lo que me provocó un estado de alucinación que no pude superar.
Aquello, el extranjero, tan diferente de España, no me lo podía perder. Y así,
pedí la excedencia en Iberia y emigré a Londres, trabajando de unskilled worker (camarero en mi caso).
Un año pasé libre y feliz. La lectura de
libros prohibidos, el frecuentar coffee
shops donde se reunían revolucionarios americanos, la asistencia a
conferencias, manifestaciones contra la guerra de Vietnam, el cine “con mensaje”
…, me hicieron perder rápidamente la inocencia fascista.
Pero la libertad, de la que me enamoré en
cuanto la conocí, es voluble y pronto me abandonó. Mi novia zamorana, Carmen,
perdió a su madre, y su padre se echó novia. Así que, debidamente casados por
la Santa Madre Iglesia, recogí a mi esposa y me la llevé a Londres donde quedó
«virtuosamente» embarazada, lo que forzó nuestro regreso a la patria e Iberia.
En el año 1973, con treinta y un años, una
mujer y un niño, me matriculé en Económicas, turno de noche, ingresando en la
modalidad de mayores de veinticinco años.
El ansia de libertad es una enfermedad
crónica que se desarrolla en algunos individuos en entornos donde su carencia
es clara. En España era una carencia que afectaba sobre todo a los pobres.
Pero el nuevo renacer económico mundial, se introdujo en España y reventó las costuras del régimen. La economía europea crecía, y los trabajadores, ya organizados en sindicatos y partidos, comenzaban a escasear y encarecerse, por lo que demandaba emigrantes del sur. A ese periodo, que comenzó antes de los años cincuenta y terminó en los ochenta, donde la economía crecía y la riqueza se repartía, se le suele llamar, con nostalgia, “los treinta gloriosos”. Lo mismo ocurría en el resto de Occidente. Era el inicio del Estado del Bienestar.
El modelo político español comenzaba a ser
incompatible con la economía mundial. La represión, que ya no era la de la
postguerra, era incapaz de frenar la esperanza. En todo Occidente los padres
sabían que sus hijos vivirían mejor que ellos.
Me hice, cómo no, de una asociación de vecinos, la del pueblo de Hortaleza. Era ya un progre barbudo que vestía trenca y, bajo el brazo, llevaba la revista “Triunfo” o “Cuadernos para el dialogo”. Con esta pinta nos reconocíamos los izquierdistas y nos anunciábamos ante una población mayoritariamente “apolítica”. Muchos, no demasiados, traspasamos la estética para instalarnos en la ética, militando simultáneamente en las asociaciones de vecinos, universidad, partidos… Allí donde se debilitaba el poder, lo ocupábamos nosotros. Sin programación previa, acudíamos donde tronaba el cañón. Y ahora sonaba en el camino sindical.
En Iberia el salario era magro y las condiciones de trabajo más o menos decentes. Pero en términos relativos, un chollo para la mayoría de los trabajadores españoles.
El reclutamiento del personal incluía discriminación política, incluso de antecedentes familiares. Supongo que era una práctica no escrita, pero de todos conocida. Yo entré de administrativo, facilitado por mis antecedentes de guardia civil. Podría resumir que los trabajadores de Iberia éramos mayoritariamente enchufados del franquismo.
En la calle Velázquez residía la central
de Iberia, asentada en tres edificios que simbolizaban una jerarquía social. En
Presidencia y Comercial trabajaban los técnicos, los profesionales y su séquito
de secretarias. Sus ingresos y recorrido profesional nada tenían que ver con
los de los administrativos de Económico-Financiera sometidos a trabajos
repetitivos y con escasas posibilidades de promoción. Allí trabajaba yo.
Es por aquellas fechas, cuando el régimen,
en lamentable estado de salud, convocó unas elecciones sindicales en el seno
del sindicato vertical. Un grupo de amiguetes progres que trabajábamos en la
misma oficina tuvimos la idea de presentar una candidatura con el peligroso
adjetivo de democrática. Nos organizamos en un local de la Iglesia sito en la
calle Silva, donde nos ayudaba gente de CC.OO. Elaboramos una sencilla
plataforma en la que se recogían reivindicaciones laborales y se exigía el
derecho de reunión en asamblea, a la hora del bocadillo. La asamblea de
trabajadores sería el órgano deliberativo y ejecutivo de nuestra acción
sindical. El no ocultar la naturaleza política de la candidatura suponía una
bomba.
Y ganamos los cinco puestos de enlace
sindical de la Dirección Económico-Financiera. Lo mismo ocurrió en las zonas
industriales y en los grandes aeropuertos.
Para dejar claro que íbamos en serio, a
los dos días informamos al Departamento de Personal (no pedíamos permiso) de
que celebraríamos una asamblea de 15 minutos a las 11 de la mañana. Dicho y
hecho.
Los directivos andaban confusos porque no
entendían nuestro poder de convocatoria. El sindicato vertical había
desaparecido. Ante cualquier amenaza de imponer el orden, surgía una
declaración de solidaridad de las asambleas de las zonas industriales.
La estética de las “asambleas de pasillo”
era cutre: sobre un paquete de papel para impresoras de medio metro de altura,
un barbudo con aspecto magrebí, esgrimiendo un bocadillo de atún, se dirigía
desde la mitad del pasillo a las masas (medio centenar) informándoles de la
negociación del asunto de la calefacción, o requería ayuda económica para los
huelguistas de Standard (¡política, no! gritaba a veces parte del auditorio)…
Poco tenía que ver aquello con la bella y descocada Libertad pintada por
Delacroix.
Al margen de la ley, instalados en un caos
institucional, la cosa funcionaba y establecíamos acuerdos con la Dirección, En
la sede central de Iberia, la Dirección Económico-Financiera, donde ocurrían
estos eventos, comenzó a ser llamada “Dirección Económico-Pendenciera”.
Por este comportamiento tan anormal hubo
gente que equivocadamente, y a veces maliciosamente, me colocó en la órbita del
partido. Lo cierto es que yo no lo
desmentía, pues, por primera vez en mi vida, me encontraba a gusto orbitando
aquel espacio con una identidad no impuesta sino elegida. Pronto la acusación
se hizo realidad y de esa forma natural, sin estrépito ni ritual alguno, mi
larga metamorfosis de larva fascista finalizó en mi conversión en militante
comunista.
Así fue mi tránsito hacia nuestra
Transición.
Después, vino todo y todo empezó.
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