CUANDO SE PIERDE EL CRÉDITO
Antonio Sánchez Nieto
Hasta la caída del Muro de Berlín, la economía de los países
desarrollados se basaba en un pacto implícito mediante el cual una parte de la
plusvalía generada se repartía con los trabajadores, y el Estado cumplía una
función de redistribución por medio de impuestos progresivos que financiaban lo
que se llamaba estado de bienestar; además intervenía directamente en la
economía mediante empresas públicas o regulaciones de la economía, incluyendo
la financiera. La caída del Muro hizo innecesaria para el capital la existencia
del pacto, que ya previamente había sido combatido por numerosos think-tanks primorosamente coordinados y financiados por
empresas y políticos como Reagan, Thatcher, Blair...,
que con un discurso de vuelta a las esencias del libre mercado y, aborreciendo toda regulación estatal, lograron
imponer un nuevo “sentido común”, absolutamente revolucionario, que apenas tuvo
resistencia por parte de una izquierda política en desbandada (o traicionada
por sus elites). La eficiencia se impuso como único argumento legitimador de la
economía.
El paradigma neoliberal auguraba que,
si se reconstituía una tasa de plusvalía apetecible, los muy ricos, al cabo de
algún tiempo, provocarían un crecimiento de la economía que acabaría con el
paro y haría ricos a la mayoría de los trabajadores. Ahora bien, eso requeriría
condiciones: seguridad jurídica de las inversiones, estabilización de los
salarios, disminución de impuestos para los ricos... Lo llamaban política de oferta.
¿Cómo conseguir que los salarios no
suban y empeoren las condiciones de trabajo sin que la gente se enfurezca y
caiga la demanda? Ofreciendo créditos baratos para todo el mundo, con desprecio
a la solvencia, e hipotecas asequibles para comprar casas: las hipotecas
basura.
Simultáneamente, los capitalistas, que
obtienen tasas de beneficio decrecientes en los países desarrollados, abandonan
la economía productiva para invertir en la economía financiera.
La deuda desplaza los conflictos por la
distribución de la riqueza (reforma fiscal) a otros tiempos y otras personas.
Seguramente, la caja de Pandora se abrió en 1971 cuando Nixon estableció el cambio
flotante del dólar, desvinculándolo del oro
(35 dólares por onza de oro) para evitar el vaciamiento de las reservas
federales que se estaba produciendo por los terribles gastos de la guerra de
Vietnam. El dinero dejó de tener respaldo
físico y apareció el dinero fiduciario (mero papel sin ningún valor intrínseco,
que se consideraba dinero porque así lo había decidido el Gobierno). Al no
existir el límite de las reservas de oro, la emisión de papel moneda y otros
instrumentos fiduciarios se desbordó.
Simultáneamente, en todas las empresas,
el capital físico se convirtió en un lastre. Todo debía transformarse en dinero
inmediatamente. Todos los activos fijos debían convertirse en liquidez. Como la
vida misma, la vida líquida.
Este proceso de financiarización obligó incluso a cambios de lenguaje que paliaran imágenes negativas de la palabra endeudamiento: pasó a llamarse “apalancamiento financiero”, denominación mórbida, picante. Durante años se vivió una orgía de endeudamiento con plena satisfacción de apalancados y apalancantes. Todos se unieron a ella: las empresas, los gobiernos, la derecha, los socialdemócratas, los trabajadores... Las instituciones internacionales responsables de regular la globalización y los conflictos entre deudores y acreedores, como la OMC o el Banco Mundial, actuaron como representantes de los acreedores e invitaron a la orgía.
De repente, la publicación de casos de corrupción
hizo que los donantes entraran en pánico. Y se acabó la juerga. Cayeron en la
cuenta de que la deuda es pecado. Que el crédito carecía de la solvencia que
aportan los activos físicos. Reclamaron lo debido y los apalancados quedaron arruinados,
humillados y perplejos. Los gobiernos, siguiendo protocolos de autoayuda, se
dispusieron a ayudar a los más necesitados, los bancos, exprimiendo a los deudores
acusados de irresponsables. A los apalancados países del sur se les llamó PIGS, acrónimo en
inglés de Portugal, Italia, Grecia y
España (cuya traducción es ‘cerdos’), una cuadrilla despreciable de deudores
libidinosos genéticamente corruptos. Para los acreedores que organizaron la
gran juerga, la civilización mediterránea es la Gran Puta de Babilonia.
Creo que es útil aclarar la diferencia
entre la naturaleza del dinero en la economía clásica y la financiera: en la
primera cumplía una función intermediaria según el esquema: M-D-M (se vendía
una mercancía que se convertía en dinero para comprar otra mercancía). En la economía
financiera el dinero deja de cumplir una función intermediaria para convertirse
en un producto, una mercancía, con arreglo al esquema M-D-D (con el dinero
obtenido de la venta de mercancías se compraba más dinero). La naturaleza
especulativa del proceso es inocultable.
El panorama después de la crisis ha
cambiado radicalmente.
- El modelo económico genera una tendencia a la desigualdad como nunca en la historia, que le hace socialmente insostenible e ineficiente, sin que los beneficiados sepan cómo controlarlo.
- La imagen del vaso que rebosa tanta riqueza que gotea sobre los de abajo se ha convertido en algo risible.
- Novedosamente, con el actual modelo económico, el crecimiento por sí mismo no crea el empleo previsible.
- Confiar en la revolución técnica producida por las nuevas tecnologías no parece prudente. A lo largo de la historia de la humanidad, el crecimiento económico ha sido muy lento y solo se ha acelerado puntualmente desde el siglo XVIII por las tres revoluciones industriales producidas por inventos o descubrimientos la máquina de vapor, la electricidad y el motor de combustión. Ahora estamos en la cuarta revolución y no parece que las nuevas tecnologías produzcan necesidades masivas de mano de obra.
- La crisis ecológica es indiscutible, y para combatirla se necesitan inversiones en infraestructuras que el capital privado es incapaz de aportar. El regreso a las inversiones públicas parece inevitable.
- La crisis ha puesto de manifiesto que, dentro de la Unión Europea, existen intereses irreconciliables entre deudores (el sur) y acreedores (el norte). La palabra “solidaridad” carece de contenido. La soberanía nacional suena a guasa en los asuntos esenciales. En Alemania vuelve a imponerse la geopolítica.
- La crisis económica está produciendo un cambio de valores. Si el modelo económico reciente se basaba en el crédito, ahora se basa en el temor a una nueva crisis. Podríamos decir que se basa en el descrédito. Pero ese descrédito, desconfianza, no se limita al modelo económico, sino que alcanza a todas las instituciones políticas y sociales, y, podríamos decir, de expectativa de futuro. Sobre esta sociedad de descrédito es difícil diseñar salidas.
El modelo funcionó mientras duró la confianza (crédito significa confianza). Aunque el paradigma neoliberal está desacreditado, su funcionamiento sigue incólume porque “el poder” permanece intacto. El problema de la deuda permanece y es segura otra gran crisis financiera.
Hablemos de España. La forma más sana
de financiar la deuda (que supera el 110% del PIB) sería mediante acumulación
de superávits comerciales, cosa difícil en una estructura económica basada en
artículos con poco valor añadido y con mano de obra barata. La financiación
externa solo se consigue si se da confianza a los acreedores, que cada vez
impondrán condiciones más duras (entiéndase recortes en sanidad, educación y
todos los capítulos del estado de bienestar). La actual “solidaridad
financiera” de la Unión Europea viene
obligada por la excepcional gravedad de la pandemia de COVID-19 y finalizará
con la contingencia. Por tanto, la única posibilidad de financiar el estado de bienestar
es una reforma fiscal que consiga que los ricos paguen impuestos. Lo malo es
que será insuficiente y creo que irremediablemente afectaría a gran parte de la
clase media que preferiría disminuir el estado de bienestar antes que pagar más
impuestos. Los neoliberales triunfaron totalmente, no solo imponiendo su modelo
económico, sino el cultural (el sentido común), que maldice los impuestos. A mí
me resulta deprimente que la izquierda sea incapaz, por timorata, de plantear
la realidad incontestable de que el estado de bienestar depende de los
impuestos; que el debate esencial gira alrededor de los impuestos y que el
resto (conflictos por identidades de género, nacionales, emigración...)
son primera, segunda o tercera derivadas del conflicto económico.
Me asusta pensar que a una izquierda
tan tibia como la actual le toque enfrentar el conflicto social que se avecina.
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