La mente reaccionaria
Antonio Sánchez Nieto
Cabría esperar, ante la magnitud
del desastre ideológico liberal, un crecimiento proporcional de la izquierda
que se reflejara en el campo de la realidad, el político. Tal crecimiento ni se
da, ni se espera. La izquierda languidece consolándose con episódicas victorias
electorales, sin modelo sólido que oponer a la riada conservadora.
El conservadurismo goza, como siempre, de una
excelente salud.
De cómo los conservadores han
logrado a lo largo de la historia adaptarse a las circunstancias cambiantes sin
perder un ápice de su esencia fundacional trata el ensayo que recomiendo: La
mente reaccionaria. El conservadurismo desde Edmund Burke a Donald Trump. De
Corey Robin.
La forma de relatar su historia,
dejando que sean los propios intelectuales conservadores los que expliquen sus
miedos y valores éticos me parece un procedimiento didáctico acertadísimo.
Tanto que se lo aplico al ensayo de Corey. A continuación, os presento el
prefacio donde explica de que va el tema. Tómese como aperitivo de un menú
intelectual largo (300 páginas), pero sabiamente distribuido en platos ligeros,
apetitosos y, sobre todo, altamente nutritivos. Si dicho aperitivo no os incita
a un episodio de gula, deglutiéndolo en su totalidad, sospecharé que la
pandemia o la edad, me han hecho perder el sentido del gusto.
Prefacio a la segunda
edición
Como a la mayoría de los
analistas de la política estadounidense, la victoria de Donald Trump en las
elecciones presidenciales de 2016 me dejó atónito. A diferencia de la mayoría
de los analistas de la política estadounidense, no me asombró la victoria de
Trump en las primarias del Partido Republicano en 2016. La inspiración para
esta segunda edición de La mente reaccionaria se encuentra en algún lugar entre
mi sorpresa ante la elección de Trump y la falta de sorpresa ante su
nominación.
La mente reaccionaria sostenía, entre otras cosas, que muchas de las características que hemos terminado asociando con el conservadurismo contemporáneo —el racismo, el populismo, la violencia y un constante desprecio hacia la costumbre, la convención, la ley, las instituciones y las élites establecidas— no responden a una evolución reciente o excéntrica de la derecha estadounidense. En realidad, son elementos constitutivos del conservadurismo, cuyos orígenes hay que buscarlos en la reacción europea contra la Revolución francesa. Desde el comienzo, el conservadurismo empleó una mezcla de esos elementos para construir un movimiento de base amplia de élites y masas contra la emancipación de los estamentos inferiores. Trump, el más exitoso practicante de la política de masas ejercida por los privilegiados en los Estados Unidos contemporáneos, me parecía perfectamente elegible como conservador y como republicano.
En la conclusión original de La mente reaccionaria, sin embargo, defendía que el conservadurismo —al menos en su encarnación más reciente como reacción contra el comunismo internacional y la socialdemocracia, el New Deal y los movimientos de liberación de los años sesenta— estaba muriendo. No porque ya no fuera popular ni porque se hubiera vuelto radical o extremo, sino porque ya no tenía una lógica atractiva. A partir de su oposición a la Unión Soviética, el movimiento obrero, el estado de bienestar, el feminismo y los derechos civiles, el conservadurismo había logrado la mayor parte de sus objetivos básicos, que a su vez venían fijados por los puntos de referencia que supusieron el New Deal, los años sesenta y la Guerra Fría. Sus constantes triunfos sobre el comunismo, los trabajadores, los afroamericanos y, hasta cierto punto, sobre las mujeres habían despojado al movimiento de su atractivo contrarrevolucionario, al menos para una mayoría del electorado. Su victoria, en otras palabras, sería la fuente de su derrota. Un impulso reaccionario e insurgente —cuando el libro salió por primera vez en 2011, ese impulso lo representaba el Tea Party— podría seguir despertando a la derecha y provocando un ocasional espasmo de actividad que condujese a una posesión temporal del poder. A largo plazo, sin embargo, la trayectoria era descendente. Y eso se mantendría hasta que la izquierda no inaugurase una nueva ronda de políticas emancipatorias, como había hecho en 1789, en el siglo XIX con los movimientos contra la esclavitud y a favor de los trabajadores, en 1917, en la década de 1930 y en la de 1960. Mientras esa insurgencia de izquierdas no brotase de una forma profunda y constante (en vez de episódicamente), el pronóstico para la derecha no tenía buena pinta.
En las semanas posteriores a
la elección de Trump, su victoria de noviembre me empezó a parecer menos
sorprendente, y así sigue pareciéndomelo ahora que ya lleva varios meses como
presidente. Retrospectivamente, no creo que infravalorase o entendiera mal a
Trump y a los republicanos; creo que sobrevaloré a Hillary Clinton y a los
demócratas. Después de ver cómo Trump se incorporaba al partido y al
establishment que una vez amenazó refundar —en asuntos como el comercio, la
relación con China, la construcción de un muro en la frontera entre México y
Estados Unidos, las infraestructuras o los derechos a las prestaciones, entre
otros muchos—, y tras ver que el Partido Republicano, pese a su control de las
tres ramas electas del gobierno federal, ha fracasado de forma evidente —al
menos hasta ahora— en la tarea de impulsar su agenda con respecto a la sanidad,
los impuestos y los gastos, creo que mi afirmación original sobre la debilidad
e incoherencia del movimiento conservador se sostiene.[1]
Incluso en el poder y contando con el control
del gobierno federal, la causa conservadora flaquea. Flaquea porque sus
predecesores, hasta la administración de George W. Bush, tuvieron mucho
éxito a la hora de alcanzar los objetivos decisivos del movimiento, y porque
sus antagonistas tradicionales de la izquierda no tienen todavía suficiente
presencia ni son lo bastante potentes como para representar una amenaza real
para la distribución establecida del poder. Movimientos reaccionarios
anteriores mostraron su hostilidad hacia una izquierda empeñada en una
reconstrucción amplia del antiguo régimen. La promesa de esos movimientos era
que podían defender el régimen frente a una insurgencia progresista de manera
más eficaz que sus voces más establecidas. De Goldwater a Reagan, así es como
el movimiento conservador consolidó su poder. Trump basó su campaña en un
discurso antiestablishment similar: no estaba atado al antiguo régimen; tenía
el toque populista; se reía de la casta republicana y de las élites liberales;
prometía acabar con los demonios de la corrección política y revertir las
normas restrictivas del feminismo y el antirracismo. Esa vieja religión fue
suficiente para que él y su partido llegaran al poder. Sin embargo, no ha
bastado para convertir ese poder en gobierno. La incapacidad que ha mostrado
Trump para remodelar el Partido Republicano, su constante reversión al statu
quo del partido y su incapacidad —más allá de acciones ejecutivas que no están
sujetas a las otras áreas del gobierno ni dependen de ellas— para actuar sobre
ese statu quo son señales que evidencian que el movimiento no tiene un sentido
claro del poder ni un propósito definido. Su fracaso a la hora de gobernar, de
implementar las partes más básicas de su programa, al menos hasta ahora, no es
una señal de incompetencia, sino de incoherencia. (Cuando le preguntaron al
senador republicano de Nebraska Ben Sasse qué representaba su partido,
respondió: «No lo sé». Cuando le pidieron que describiera el Partido
Republicano en una palabra, Sasse, que tiene un doctorado en Historia por la
universidad de Yale, respondió: «Signo de interrogación». Después de que los
republicanos del senado se mostraran incapaces de rechazar el Obamacare antes
del receso del 4 de julio en 2017, el congresista republicano Steve Womack de
Arkansas fue igual de contundente y duro: «Nos han dado una oportunidad de
gobernar y ahora encontramos todas las razones del mundo para no hacerlo»).[2]
Trump no es la fuente de esa incoherencia: es el síntoma principal, como
explico en el capítulo 11.
El propósito de esta segunda
edición, sin embargo, no es hacer predicciones sobre el futuro o emitir una
evaluación de Trump a partir de unos pocos meses de presidencia. No soy un
politólogo empírico, sino un teórico político que trabaja con textos e ideas y
cuyo método es la lectura atenta y el análisis histórico. Mi objetivo en esta
nueva edición es situar el ascenso y gobierno de Trump en el amplio arco de la
tradición conservadora, constituido en términos generales por las ideas que han
sido llevadas a la práctica. Para entender el ascenso de Trump debemos prestar
atención a lo que ha dicho —cómo habla al pueblo estadounidense, los tropos y
temas que moviliza—. Para entender su gobierno, debemos prestar atención a lo
que ha hecho. El grueso de mis análisis se centra en el ascenso de Trump y por
tanto en sus palabras, aunque también intento señalar las ocasiones en que el
gobierno se aparta de sus palabras, cosa que ocurre a menudo. Sostengo que, en
buena medida, el fenómeno Trump, tan perturbador e indignante —en particular su
racismo, su violencia y su desdén hacia la ley—, no es nuevo, pero que hay
elementos de su ascenso y su gobierno que sí resultan novedosos. Para entender
lo que hay de nuevo en Trump, me centro menos en la brutalidad retórica que le
ha granjeado con justicia un desprecio y una condena universales, y más en las
innovaciones imprevistas y a menudo inadvertidas que ha ofrecido, en particular
con respecto a las actitudes de la derecha hacia el Estado y el mercado. Me
parece que aquí es donde uno puede ver con claridad cómo Trump ha roto con sus
predecesores.
Más allá de las elecciones de
Trump, tengo dos razones para escribir esta nueva edición de La mente
reaccionaria. En primer lugar, hace tiempo que pienso que la primera edición
pecaba de falta de atención a las ideas económicas de la derecha. Aunque
algunos de los ensayos trataban esas ideas de pasada, solo uno —el dedicado a
Ayn Rand— las afrontaba directamente. Parte de este descuido tenía que ver con
la génesis de mi interés en el conservadurismo y con el momento en que muchos de
los ensayos de este libro se concibieron por primera vez: los años de George
W. Bush, cuando el neoconservadurismo era la idea dominante en la derecha
y la guerra, la actividad principal. El foco sobre la guerra y la violencia
eclipsaba naturalmente algunos viejos temas conservadores relacionados con el
mercado. En esta edición, he intentado remediar esto. He reducido cuatro de los
capítulos que trataban sobre la guerra y la paz, y he añadido tres capítulos
nuevos sobre las ideas económicas de la derecha: uno sobre Burke y su teoría
del valor; otro sobre Nietzsche, Hayek y la escuela económica austriaca; y otro
sobre Trump. El resultado es un relato mucho más extenso de las ideas de la
derecha sobre la guerra y el capitalismo, que muestra que el compromiso con el
libre mercado no es algo singular del conservadurismo estadounidense ni un
elemento reciente de la derecha. Las tensiones entre lo político y lo
económico, entre una concepción aristocrática de la política y las realidades
del capitalismo moderno, son un leitmotiv de la tradición conservadora en
Europa y en Estados Unidos, y por tanto constituyen también un leitmotiv de
este libro.
En segundo lugar, de todas las
críticas que este libro generó, la que me pareció más acertada fue una que
provenía más de los lectores que de los reseñistas. Esta crítica era menos
sustantiva que estructural: el libro, se quejaban los lectores, comenzaba con
una tesis que se argumentaba con contundencia, pero luego se deslizaba hacia
una colección de ensayos aparentemente informe. A lo largo de los años, me he
tomado en serio esta crítica. Aunque tenía una estructura clara en la cabeza
para la primera edición, resulta evidente que no logré transmitir esa sensación
a mis lectores.
Para la segunda edición, he
revisado el libro. Comienza con tres ensayos teóricos que plantean los bloques
de construcción de la derecha. Lo llamo un «manual básico» de la reacción.
Examina contra qué reacciona la derecha (movimientos emancipatorios de la
izquierda) y lo que intenta proteger (lo que llamo «la vida privada del
poder»); cómo hace sus contrarrevoluciones a través de una reconfiguración de
lo viejo y de préstamos de lo nuevo, especialmente de la izquierda; cómo
combina el elitismo y el populismo, convirtiendo el privilegio en algo popular;
y la centralidad de la violencia en sus medios y fines.
El resto del libro está
organizado cronológica y geográficamente. La segunda parte nos lleva a la zona
cero de la política reaccionaria: los viejos regímenes europeos desde el
siglo XVII hasta comienzos del siglo XX. Situándome en tres momentos distintos
de la contrarrevolución —la Guerra Civil inglesa, la Revolución francesa y el
interregno protosocialista entre la Comuna de París y la Revolución
bolchevique—, analizo cómo Hobbes, Burke, Nietzsche y Hayek intentaron formular
una política del privilegio en y para la era democrática. Los capítulos sobre
Burke, Nietzsche y Hayek prestan especial atención a sus intentos de forjar, en
el contexto de una economía capitalista, una política aristocrática de la
guerra y del mercado. La tercera parte nos lleva a la apoteosis reaccionaria
del conservadurismo estadounidense desde 1950 hasta ahora. Aquí ofrezco una
lectura atenta de cinco momentos de la reacción estadounidense: la utopía
capitalista que trazó Ayn Rand a mitad de siglo; la fusión de la ansiedad de raza
y de género en el Partido Republicano de Barry Goldwater y Richard Nixon; los
tambores de guerra en la imaginación neoconservadora; y las visiones
darwinistas de Antonin Scalia y Donald Trump.
Este libro está modelado a
partir de la estructura de la música clásica, con un tema y sus variaciones. La
primera parte anuncia el tema. Las partes segunda y tercera son las
variaciones, donde cada capítulo es una amplificación o modificación del tema
original. El libro no es una historia exhaustiva de la derecha; es una
colección de ensayos sobre la derecha. Y, aunque la sensibilidad que informa
estos ensayos es historicista, y sigue por tanto el cambio y la continuidad a
lo largo del tiempo —muestra, por ejemplo, que Hayek y la escuela austriaca de
economía reflejaban algunas ideas contenidas en los textos de Burke sobre el
mercado, o que las inconsistencias de Trump están vinculadas a declaraciones
anteriores sobre la contradicción que encontramos en Burke y Bagehot—, la
estructura del conjunto es más episódica que estrictamente histórica. Todos los
capítulos en las partes 2 y 3 se pueden leer como ejemplos de las tesis de la
primera parte. Pero, aunque es posible que el lector no quede convencido de la
primera parte si no lee el resto de los capítulos, cada uno de estos puede
leerse como un ensayo independiente sobre una figura, un tema o un momento
particular.
Con una excepción: el capítulo
11. Ahí explico lo que considero nuevo y viejo en el caso de Donald Trump
basándome en mi lectura de la tradición conservadora. Por escandalosas y
estremecedoras que hayan sido las palabras de Trump, muchas son coherentes con
las palabras de sus antecesores. Para entender mi enfoque sobre Trump —lo que
subrayo y lo que me salto—, hay que leer todo el libro. En el último capítulo,
para evitar el riesgo de repetirme, he tenido que asumir que el lector había
leído los capítulos anteriores. Reconozco que esto coloca mis argumentos en una
posición vulnerable a la malinterpretación y el reconocimiento erróneo; los
lectores pueden pensar que no he prestado suficiente atención a los aspectos de
Trump que les resultan más perturbadores. Pero, puesto que he revisado este
libro con la vista puesta en el futuro —mirando más allá de los titulares del
momento con la esperanza de que esta edición pueda soportar la prueba del
tiempo mejor que las que la precedieron—, he decidido confiar en la buena fe
del lector de hoy y en la distancia histórica del lector de mañana.
Pues eso...
No he tratado de analizar un
texto literario o histórico, sino invitar o, más bien, incitar al consumo de un
producto intelectual que me gustaría compartir y comentar con amiguetes y
afines.
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