PECUNIA OLET

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Antonio Sánchez Nieto

 

No creo que la sociedad española, escandalizada por el último episodio de corrupción que alcanza al Gobierno, haya entrado en un proceso de regeneración moral. Más bien creo que la corrupción es transversal, universal y casi siempre va ligada al poder. Su dimensión, su normalidad, depende de la coyuntura económica, de la eficacia del Estado y de factores culturales como el grado de tolerancia del sentido común de la sociedad en un momento histórico determinado. Lo llamativo es el hecho reciente de que la corrupción, que suele ser ejercida de forma sofisticada por una minoría selecta, se haya ejecutado por tres (de momento) horteras. Que un gobierno dependa de un trío de arribistas cutres es cosa grave.

 La corrupción siempre ha existido y forma parte inseparable del sistema capitalista. En el siglo XIX, era cosa de marqueses, como el de Salamanca, el de Comillas, el de Loja…, o de reyes y regentes. De los últimos seis monarcas o regentes, cuatro perdieron el trono por corruptos y el primero, Fernando VII, lo vendió a los franceses. Que siga existiendo la monarquía indica un llamativo grado de tolerancia de la sociedad española respecto a la corrupción. En el siglo XX la cosa siguió igual hasta el advenimiento de la democracia y el consecuente desarrollo económico, que democratizó lo que, hasta entonces, había estado al alcance exclusivo de unas minorías selectas que la utilizaban con cierto grado de sofisticación. Aparecen entonces unos tipos listos, creativos, carismáticos que deleitan a cierto público de estética hortera. Son los Gil y Gil, Ruiz Mateos, Mario Conde y un largo etcétera.

 Es el momento de la desregulación de la sociedad civil que libre de reglas, desarrolla al máximo sus potencialidades de crear riqueza fortaleciendo la cohesión social. Esos personajes son entonces muy apreciados por las pragmáticas élites políticas y empresariales por su capacidad para no cogérsela con papel de fumar cuando gestionan poder. Adicionalmente, un sector importante del electorado entiende que algo de corrupción evita impuestos, generando riqueza y puestos de trabajo para los del pueblo y la familia. Cuando llegan las elecciones y repiten los simpáticos corruptos, muchos políticos avispados toman nota del hecho de que pecunia non olet.

 Entra el ciclo en depresión, disminuyen los flujos financieros, no hay cacho que pillar y muchos se sienten agraviados. Se rompen entonces los vínculos de lealtad que cohesionan las redes de beneficiados y repentinamente el listo de toda la vida es percibido como chorizo, la corrupción deviene en putrefacción y huele.

 “Escándalo” es un concepto, que implica sorpresa ruidosa y es una categoría moral, ¿de verdad no sabíamos nada?, ¿vamos a aplicar la ética al mercado? Si mal no recuerdo, es la paradoja de Mandeville, vicios privados, beneficios públicos, la que permite explicar la fabulosa capacidad creativa de riqueza (y corrupción) del sistema. ¿No se nos había ocurrido calcular el beneficio que una empresa obtiene en cada euro invertido en corromper un miserable político o funcionario?  Realmente, ¿asumen algún riego los corruptores? El incremento estratosférico de los fondos legales y ocultos destinados por las multinacionales para la financiación de las campañas electorales ¿no es síntoma de que son inversiones productivas? La economía se mueve por incentivos, no por valores éticos. Por ello, la corrupción forma parte de la esencia del sistema capitalista.

Otra cosa curiosa del presente escándalo es la de presentar por algunos un vicio privado, al alcance de muy pocos, como la corrupción, en pecado colectivo característico de los españoles. ¿Estamos otra vez ante un “hecho diferencial” de nuestro país?

 El topicazo racista de los corruptos mediterráneos viene de lejos. Un padre de la sociología como Werner Sombart, allá en 1913, en “El burgués”, hace una historia apologética del inicial capitalista, sobrio, ahorrador, trabajador, tenaz, adicto al cálculo, puritano calvinista (nada parecido al ostentóreo católico hispano).  Para este tipo de capitalista, el bueno, existía una predisposición genética sólo en ciertos pueblos como los alemanes, los escoceses y los holandeses (estos últimos, aclara, descienden de los frisones, una antigua tribu germánica). Otros pueblos, como los ibéricos, estaban genéticamente impedidos para ser burgueses, aunque podían ejercer otro tipo de capitalismo, como el de rapiña. A los judíos les correspondía, ¡cómo no!, el papel de capitalistas especuladores. Pelín racista… Hans Magnus Enzensberger llama la atención (La balada de Al Capone, primera edición en 1964) en que la primera referencia a la delincuencia organizada aparece en la literatura universal por mano de Cervantes en Rinconete y Cortadillo, atribuyendo, de paso, a los españoles el origen de la Camorra. Parecida acusación nos hace Leonardo Sciascia respecto a la Mafia.

Es innegable que estas historias, basadas en el carácter nacional, resultan muy populares. Hasta los sesudos políticos del norte, de izquierda y derecha, aplicaban con normalidad el acrónimo PIGS (cerdos) para designar al grupo de países deudores de la crisis del 2008 compuesto por Portugal, Irlanda, Grecia y España. Pero si a los empresarios fundacionales del capitalismo burgués por excelencia, el estadounidense, se les conoce como los “Robber Barons” (los Dupont, Rockefeller, Carnegie, Morgan, Stanford, etc.), ¿cómo creer en la particularidad hispana? El que los tres últimos presidentes del Fondo Monetario Internacional (Rato, Strauss-Kahn y Lagarde) estén imputados ante los tribunales ¿no señala el carácter global del fenómeno de la corrupción?

 Tal vez buscar nuestro posible hecho diferencial en factores culturales e institucionales resulte más convincente. Por ejemplo, es llamativo que la economía sumergida alcance la cuarta parte de nuestro PIB. Algo diferente han detectado las mafias rusas y napolitanas para encontrar nuestro país como el más acogedor para el blanqueo de dinero en Europa. En fin, contra la cultura hegemónica que nos arrastra, reforzada por la mundialización, estoy convencido de que apelar a la ética es inocuo. Más eficaz es endurecer la represión, imponer la transparencia y regular mucho más el mercado como plantea la ¿última? propuesta de regeneración democrática que plantea el Gobierno. Donde hay menos Estado hay más corrupción.  

Perdida la fe en la ética, nos queda la estética. Aquí sí es posible detectar diferencias, pero más en el tiempo que de lugar. Salta a la vista que los corruptos de ahora no son como los de antes. Los hubo que se inmortalizaron en el refranero por su señorío al asumir responsabilidades (“Más orgulloso que don Rodrigo en la horca”). Y ¿cómo no recordar la forma de rendir cuentas al fisco del Gran Capitán?: “Diez mil ducados en guantes perfumados para preservar a las tropas del mal olor de los cadáveres de los enemigos tendidos en el campo de batalla”, “Ciento setenta mil ducados en poner y renovar campanas destruidas con el uso continuo de repicar todos los días por nuevas victorias conseguidas sobre el enemigo, etc.

 Un Duque de Lerma “que se vistió de colorado para evitar ser ahorcado…”  (se nombró cardenal. La Iglesia siempre se declaró refugius pecatorum, sobre todo de corruptores) ¿Cómo comparar aquella soberbia teatral, con esta cutrez?  Un trío calaveras en el PSOE que provocará una caída del gobierno con un asunto de putas y corrupción… ¡O témpora, o mores! Los actuales no tienen honor, ni siquiera se suicidan. Con ellos es imposible hacer literatura. Y es que los valores, como marcos de referencia morales, vulgo tragaderas, son relativos, elásticos, varían según el momento o los intereses de los poderes hegemónicos (el interés era pecado en la Edad Media y motor de la sociedad en nuestros tiempos. En el Padrenuestro que me enseñaron en la Santa Madre Iglesia se decía: “perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores…”. Ahora ya no se mencionan las deudas; sospecho que la estricta disciplina teutónica se ha impuesto hasta en el más allá).

Si en el Antiguo Régimen el paradigma moral de la sociedad, quien marca los valores culturales, era el caballero, y en la modernidad el burgués, en la posmodernidad es el ejecutivo. El ejecutivo sublima el amor al trabajo del burgués, el culto a la eficacia y la inclinación a asumir riesgos, pero, al contrario del burgués, busca más la capacidad de consumo y la acumulación de dinero que la de propiedades, carece de arraigo, es cortoplacista, exhibicionista, individualista y, sobre todo, ve al Estado como el enemigo a batir. Si el burgués era sólido, el ejecutivo es líquido. Esta descripción es evidentemente un arquetipo. No afirmo que ejecutivo y corrupto sean sinónimos. Digamos que el corrupto (en su versión económica) es un ejecutivo posmoderno exuberante, sin elementos autorrepresivos, también llamados valores (como la religión, el patriotismo, la ideología, la lealtad, etc.) oficialmente obsoletos con la posmodernidad.

 ¿Cuál va a ser la salida al actual clima de escándalo? Se me ocurren varias posibilidades:

 a)    Un proceso de reforma ética que nos conduzca a un nuevo paradigma moral, lo que implica:

-      el actual sistema económico deviene obsoleto y es sustituido por otro,

-      ese otro requiere otros valores para su funcionamiento eficiente,

-  ello implicaría un nuevo sujeto histórico portador de valores alternativos (ideales) a los actuales,

-    para ello habría de convencer a la mayoría de la sociedad para que sustituyera el consumo sin sentido por la buena vida propuesta por los clásicos griegos,

-     lo que implica la vuelta al ágora.

Esta salida me parece deseable e imposible, pues no veo sujeto histórico del cambio, ni tierra prometida a la que dirigirse.


b)    Una banalización de la corrupción:

-    dado que el sistema no caerá, la hegemonía cultural continuará estando en manos de esta clase ejecutiva que impondrá sus valores

-    dada la extensión de estas prácticas entre las minorías emisoras de valores (morales y de los otros), las leyes que legitiman las practicas sociales normalizadas se adecuarán a la costumbre de esas élites. Es decir, más desregulación, porque si no existen reglas no existen delitos ni escándalos. Acompañado, eso sí, este proceso por las oportunas amnistías y amnesias,

-      dado el ruido producido por la aparición de la punta del iceberg, a sabiendas de que la parte no visible de éste es mucho mayor y más peligrosa, se intensificará la inversión en instrumentos legales de corrupción como paraísos fiscales, grupos de presión que compren a políticos, medios de comunicación, jueces, etc.

Esta salida me parece indeseable y probable por las mismas razones aducidas anteriormente.

 c)    Una adaptación al medio

-     dado que el ruido cesará en algún momento y el olfato se acostumbra a toda pestilencia, es posible apaciguar el actual escándalo con la condena de algún elemento de infantería sin que los caballeros (digamos los grandes corruptores) sigan sin aparecer en la picota,

-   el pueblo llano tomará nota de que todos lo hacen, asumirá el discurso hegemónico repetido ad nauseam sobre la maldad de los impuestos y la emigración, se preguntará para que sirve la democracia y votarán a autócratas fascistas. Eso sí, nos escandalizaremos del envilecimiento de las masas.

 Resumiendo, el enésimo llamamiento a la regeneración del país es condición necesaria pero no suficiente para frenar la corrupción y tendrá el mismo éxito que las anteriores. Si no convencemos a la mayoría de que ésta no es una disfunción sino una manifestación normal de la naturaleza del capitalismo, cesarán el ruido y la pestilencia y se renovarán los inevitables gusanos del mismo muladar.

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