LA CUESTIÓN JUDÍA. I

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Antonio Sánchez Nieto

Acabo de leer, en el preocupante contexto del ascenso de la ultraderecha en Occidente y el genocidio de Gaza, un libro que trata del Holocausto, Why did the Heavens not darken?, escrito en 1989 por Arno Mayer, historiador de origen judío, que considero de obligada lectura en estos tiempos amenazantes.

El Holocausto es un acontecimiento que demuestra la existencia del mal absoluto. Su excepcionalidad no reside en la magnitud de la matanza, pues genocidios (generalmente no buscados) se produjeron antes en toda la historia de la humanidad, sino en su naturaleza metódica, industrial, racional y finalista, realizada por un Estado producto de la Ilustración, cuyo Gobierno llega al poder por las urnas.

Hasta 1945 ese horror se daba en los márgenes de la civilización, en las selvas del Congo, en Indonesia, en las colonias hispanas o inglesas… y siempre se ocultaban o justificaban como un exceso civilizador. Su carácter vergonzoso era obvio.  El de la segunda mitad del siglo XX se produce en el corazón de la civilización europea, en el centro de lo que llamamos Occidente, con la participación activa o pasiva de millones de personas. Y, lo que es peor, ese horror fue eficaz: el Holocausto resolvió la cuestión judía.

La expresión Cuestión judía aparece por primera vez en Gran Bretaña a finales del siglo XVIII, pero el debate alcanzó su punto álgido en el siglo XIX en toda Europa. Se debatía qué hacer con la minoría religiosa que vivía inmersa en una mayoría cristiana. En dicho debate intervinieron multitud de intelectuales, desde Bruno Bauer a Karl Marx. En el siglo XX la expresión era ya claramente racista y utilizada como tal por la mayoría de los partidos conservadores.

Ahora en Gaza, se ha dado un paso más y el horror se transmite en directo provocando orgullo patrio en unos y agradables sentimientos de compasión en otros, que contemplamos el obsceno espectáculo arrellanados en nuestros sillones condenando la crueldad de los genocidas.

Las potencias liberales vencedoras de la Segunda Guerra Mundial han impuesto como sentido común una interpretación única, universal y… falsa: todo aquello fue provocado por unos miles de fanáticos dementes en unas circunstancias de extraordinaria violencia y, por ello, irrepetible. Una interpretación tan absolutamente incorrecta como atractiva y peligrosa porque exime de responsabilidad colectiva a las mayorías y descarta que esos acontecimientos puedan ser producto de la Ilustración. Sin la judeofobia de gran parte de la población cristiana y la deshumanización de la guerra en el Este, el Holocausto habría sido imposible.

 ¿El horror es repetible? Lo que está ocurriendo en Gaza invita a esa discusión porque entra dentro de la racionalidad vigente.

Para analizar un proceso como la cuestión judía, mítico y obsesivo problema de los nazis, que finalizó en el Holocausto, es necesaria una visión holística de una sociedad en un momento, contextualizando el acontecimiento en sus circunstancias. 

Lugar

Aunque el odio al judío estaba extendido por toda Europa, variando en intensidad y naturaleza (claramente racista desde el siglo XIX), fue en la Europa del Este donde se desarrolló el judeicidio.

La zona intermedia entre los imperios ruso y austriaco, una franja territorial que une el Báltico con el Mar Negro, concentraba la mayor parte de los judíos askenazis a principios del siglo XX. También conocida como zona de asentamiento de Pale, tuvo su origen en los decretos de Catalina la Grande en el siglo XVIII prohibiendo que los judíos se establecieran fuera de dicha zona. Esa zona de asentamiento, hasta el final de la Gran Guerra que trajo consigo la desaparición de los imperios ruso y austriaco, abarcaba la totalidad de las actuales Letonia, Polonia, Bielorrusia, Ucrania, Moldavia y parte de Rumanía, Hungría y Checoeslovaquia.

Su concentración en las grandes ciudades (según datos de 1905 alcanzaban el 20% de la población de Varsovia y abundaban los que superaban el 10% de dichas grandes ciudades de esa zona los hacía más visibles. En las zonas rurales una parte mucho menor de hebreos se asentaba en shtetl, aldeas de población mayoritaria o totalmente judía donde lo único que compartían con sus vecinos cristianos era la pobreza. Allí sobrevivía un mosaísmo rigorista.

Este amplísimo pasillo geográfico siempre fue territorio de frontera, donde reinaba la violencia y la inestabilidad entre cristianos y mahometanos, entre germanos y eslavos, entre católicos y protestantes, suecos y rusos, rusos y otomanos, austriacos…

Durante la Guerra civil, las matanzas de judíos por parte del Ejército Blanco, los nacionalistas polacos, letones y ucranianos obligaron a esta minoría de Pale a apoyar a la Unión Soviética. Después de la derrota de la URSS por Polonia, el desplazamiento de su frontera hacia el oeste redundó en una disminución de población judía en Rusia desde los 5,2 millones de personas a 2,7 millones, que siguieron viviendo en el antiguo Pale, concentrados en las grandes ciudades pero sin formar guetos.

Aunque la Solución Final afectó a la totalidad de los judíos europeos, excepto a los ingleses, la inmensa mayoría de las víctimas y la totalidad de los campos de exterminio se asentaba en aquella zona, ocupada por los nazis, gran parte de cuyos habitantes habían simpatizado con las matanzas previas.

 Tiempo

La persecución de los judíos fue constante y universal en la Cristiandad desde el siglo I de nuestra era, variando en intensidad según los tiempos y siempre agudizándose en tiempos de crisis (los edictos de los concilios godos en Hispania, las masacres en Centroeuropa durante los desplazamientos de cruzados hacia Palestina, los progromos de los siglos XIV y XV coincidiendo con la Peste Negra, y las matanzas de la Guerra de los Treinta años).

El mito de la autoexclusión de los judíos es esencialmente falso. Aunque su identidad está ligada a su religión, el judaísmo, los judíos solían aceptar en su totalidad la cultura de los pueblos donde vivían, sintiéndose patriotas alemanes, austriacos, franceses… Adoptaban su idioma (el hebreo pronto se convirtió en un lenguaje ritual), su arquitectura, su vestimenta, incluso su gastronomía (respetando, eso sí, las prohibiciones religiosas).  Su concentración en barrios propios fue en un principio voluntaria por saberse una minoría muy vulnerable, sometida a menudo a matanzas colectivas. El primer gueto, como núcleo habitacional impuesto por ley, aparece en Venecia a finales del siglo XVI para asentar a los judíos expulsados de España y se extiende con enorme rapidez por la Europa cristiana. La Revolución Francesa los hizo desaparecer.

El Siglo de las Luces fue también el siglo del racismo científico, del nacionalismo y, consecuentemente, del antisemitismo. Aunque desde la segunda mitad del siglo XIX, la mayoría de las elites conservadoras europeas compartía en sus programas un profundo antijudaísmo, lo novedoso del nazismo es que pasó de la ideología a la acción poniendo en marcha programas de eliminación.

La Solución Final, se gestó en Alemania, donde todavía en la década de los años treinta residían 500.000 judíos, apenas el 1% de su población, la mitad de los cuales lograron escapar antes de 1939. Pero la inmensa mayoría de las víctimas y la totalidad de los campos de exterminio estaban en la zona de Pale.

La Solución Final culminó una época de crisis general de graves tensiones entre sistemas de pensamiento y acción. En unos tiempos de lucha violenta entre el cambio y la resistencia al cambio, la catástrofe de Europa estuvo marcada por la extrema dialéctica en los campos de la política, la economía, la sociedad, la cultura y la ciencia. Las elites e instituciones del antiguo régimen luchaban a muerte con quienes representaban un nuevo orden.

 Victimas

La identidad judía siempre fue religiosa y su conversión en racial empieza a utilizarse a partir del siglo XIX con la invención del racismo.

Desde la destrucción de Jerusalén por los romanos, la diáspora los dividió en dos grupos culturales: uno minoritario, el askenazi, se asentó en el centro y este de Europa. Si a comienzos de la Edad Media no llegaba al 5% de la totalidad de los judíos, después del Holocausto componen el 80% de la población mundial judía.

El otro grupo cultural, el sefardí, se instaló en la cuenca mediterránea.  Cuando fueron expulsados de España, emigraron sobre todo al imperio turco y los Balcanes, donde gozaron de más tolerancia, manteniendo su propio idioma, el ladino o judeoespañol.

La judía fue una civilización sin Estado, lo que la hizo muy vulnerable a las agresiones y discriminaciones de las sociedades mayoritarias. La correlación entre sus persecuciones y las crisis económicas y sociales a lo largo de la historia es total.

Antes de la Gran Guerra, los askenazis del Pale (la zona donde se concentraba la mayoría de los judíos del Este y ocurrieron las matanzas), ascendían a unos cuatro millones de personas, apenas el 11% de la población local, si bien muy visibles por concentrarse en guetos en las grandes ciudades (el 40% de la población de Varsovia) y en pequeñas aldeas esparcidas en un campo de gentiles (la mayoría de la población del Pale era rural).

En las ciudades se dedicaban en su gran mayoría al pequeño comercio y la artesanía. Los trabajadores industriales no solían superar el 10% de la población judía. Por supuesto, no era una población homogénea sino dividida en clases sociales. La burguesía judía era muy propensa a la integración. Superando controles legales y cuotas antisemitas, se había formado una clase media muy próspera de médicos, abogados, registradores de la propiedad, notarios, escritores…, profesiones en que los judíos estaban sobrerrepresentados.

Entre la población no integrada, esta división social se concretaba en partidos políticos identitarios de diversa ideología. El más importante hasta 1917 fue el Bund, a la vez partido socialista y sindicato, que defendía el idioma yidis. Al estallar la revolución se diluyó en los mencheviques y, más tarde, en los bolcheviques.

El movimiento sionista, revolucionario en su ala izquierda, se diferenciaba del anterior en que planteaba una resurrección del idioma hebreo y la creación de una patria judía.

La alta burguesía judía, muy conservadora y anticomunista, se agrupaba en Aguda, que en mayo de1926 apoyó el golpe militar en Polonia. A finales de los treinta, cuando Hitler aceleró su programa antisemita, la mayoría de estos judíos adinerados, integrados y cultos del Pale y Centroeuropa pudo escapar, por ejemplo, al Reino Unido adonde acudió una ola de sesenta mil personas que, por supuesto, no se alojaron en los tradicionales barrios judíos (los llamados East End de muchas grandes ciudades británicas).

Mientras, en la URSS, como antes había sucedido con la Revolución Francesa, su emancipación legal fue rápida y la mejora de sus condiciones existenciales, radical. Por ejemplo, entre 1926 y 1939 la población de judíos creció desde 2,7 millones a más de 3 millones no por aumento de la natalidad sino por la caída de la mortalidad infantil. Entre 1926 y 1939 la proporción de judíos rusos que declaraban el yidis como su primera lengua cayó desde el 70% al 41%; los matrimonios mixtos crecieron enormemente. Tanto en la universidad como en ciertas profesiones como la medicina, los judíos estaban sobrerrepresentados en la población total, como lo estaban en los funcionarios del nuevo Estado, en el ejército, en la policía y en los altos puestos de la Administración y el Partido. No es pues de extrañar que, en un momento en que en el resto de Europa se ponían en marcha las leyes antisemitas, los judíos desplazaran masivamente sus simpatías hacia la URSS.

Fuera de la URSS, este éxito de integración de los judíos en una sociedad cristiana produjo en los ámbitos reaccionarios una identificación inseparable de lo judío con lo soviético.

Y fue en este entorno de antisemitismo, nacionalismo y crisis sistémica en el que apareció el partido que provocó la mayor catástrofe de la Humanidad: el Partido Nacional Socialista Obrero Alemán (Nazi).

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