Hormigas
Rojas
Los
movimientos migratorios representan una de las mayores preocupaciones en la
actualidad y seguirán siendo uno de los grandes desafíos a los que se
enfrentará el mundo en los próximos años. Bajo su influencia se han
incrementado las dificultades para comprender y explicar muchos de los
acontecimientos del mundo en que vivimos: guerras; colonialismo; crecimiento
demográfico; desempleo y precariedad; desigualdad, pobreza y exclusión social.
Incluso, en España, el fenómeno de la inmigración está siendo en estos momentos
el principal motivo de confrontación política, alentado, desde la demagogia y
la irresponsabilidad más absoluta, por el PP y VOX.
En
todo caso, es oportuno y necesario afirmar que la inmigración es un fenómeno
muy reciente en España. Lo más destacable es que ha crecido más rápido de lo
previsto, puesto que nuestro país ha sido, en términos históricos, un país de
emigración hasta la década de los años ochenta del pasado siglo, aunque no lo
parezca en estos momentos. En los siglos XIX y XX la emigración tuvo motivos
políticos, pero sobre todo económicos, y se dirigió principalmente a
Iberoamérica y Europa. En 1939 se produjo, además, el exilio político como
consecuencia del levantamiento militar franquista y la derrota de la II
República. En torno a 470.000 exilados atravesaron la frontera con Francia a
raíz de la caída del frente catalán. De ellos, posteriormente, unos 35.000 se
desplazaron a diferentes países del continente americano. A finales de la
década de los cincuenta, y hasta 1973, la emigración económica (en torno a 2.750.000
emigrantes) se desplazó, sobre todo, a Francia, Suiza, Bélgica y Alemania,
procedentes en su mayor parte de la España profunda.
En
ese periodo se llevaron también a cabo migraciones del campo a la ciudad, que
alcanzaron a cerca de 5 millones de personas (en torno al 14% de la población
media del periodo); particularmente de las zonas rurales a Cataluña, País Vasco
y Madrid, como consecuencia del crecimiento económico, la mecanización agrícola,
el proceso industrial y la fuerte concentración urbana puesta en marcha en
aquella época. Paralelamente, se llevaron a cabo las campañas agrícolas en
Francia y Bélgica (sobre todo en zonas de vendimia), que alcanzaron sus cotas
más altas durante las décadas de los años sesenta y setenta, para ir
disminuyendo paulatinamente a pesar de que todavía se mantienen con cifras
sustancialmente menores.
En
España, según datos recogidos por el diario El País (11.07.2025), viven 9,3
millones de personas nacidas en otros países De ellas, más de 3 millones tienen
nacionalidad española (alrededor del 30%), mientras que 6 millones conservan su
nacionalidad de origen. Como se ha señalado anteriormente, el incremento de la
inmigración ha sido muy rápido; debemos recordar que en 2002 la población de
origen extranjero representaba sólo el 5,6%. Este crecimiento meteórico se frenó
con la crisis económica de 2008 y comenzó a recuperarse de nuevo a partir de
2015. Desde esa fecha, ha pasado del 12,7% al 19% de la población total en
nuestro país. Casi uno de cada tres inmigrantes tiene actualmente la
nacionalidad española y entre ellos se encuentran muchos hijos de españoles que
emigraron a Alemania, Francia o Suiza a mediados del siglo pasado, además de
nietos y bisnietos de quienes lo hicieron a América latina a finales del siglo
XIX y principios del XX. En definitiva, España es en la actualidad el quinto
país de Europa con mayor proporción de población extranjera por detrás de
Austria, Suecia, Alemania y Bélgica.
Se
trata de una inmigración joven, heterogénea, en constante evolución, muy ligada
al fenómeno de la globalización y a factores estructurales de nuestra economía
y de nuestro mercado de trabajo y, como consecuencia, con una cierta dosis de
exclusión social, a lo que hay que sumar un porcentaje reducido y reciente de
asilados y refugiados políticos. En este
contexto globalizado nadie pone en duda que el nuevo subproletariado está
formado por inmigrantes, que son los que sufren las políticas más regresivas que
se producen en los mercados de trabajo de los países más avanzados. Por lo
tanto, los inmigrantes sufren también el desempleo y, de manera más agravada, la
precariedad, la subcontratación, los bajos salarios; en definitiva, la
marginación, la desigualdad y la pobreza, cuando no el racismo, la xenofobia y
la exclusión social. Eso explica que tengan tantas dificultades de integración
social hasta la segunda o tercera generación, lo que puede ayudar a comprender
las movilizaciones (muy esporádicas) desatadas en su día por jóvenes
inmigrantes en algunos países.
Por
eso, es comprensible que los sindicatos y diversos partidos de izquierda pongan
el foco en las desigualdades que sufren los trabajadores inmigrantes jóvenes y mayores
en nuestro país. Efectivamente, la tasa de pobreza laboral alcanza el 7,7% de
los jóvenes españoles entre 16 y 29 años y a un 8,6% de las mujeres. En el caso
de la población extranjera, el porcentaje llega al 17,8% de los hombres en el
mismo tramo de edad y al 20,1% de las mujeres. El riesgo de pobreza o exclusión
social de los hombres españoles mayores de 65 años llega al 14,5% y al 17,2% de
las mujeres. La tasa, en el caso de las mujeres mayores de terceros países es
más de cuatro veces superior y llega al 69%. En el caso de los hombres alcanza
el 66,5%. Dichas tasas de pobreza han de relacionarse con el bajo porcentaje de
personas pensionadas en comparación a las de nacionalidad española y con el
menor importe de sus pensiones medias. En resumen, llegar a la edad de
jubilación y acceder a una pensión es una realidad para el 93,1% de los hombres
españoles mayores de 65 años y para el 53,7% de las mujeres españolas. Sin
embargo, sólo el 46,6% de los hombres extranjeros y el 36,6% de las mujeres
extranjeras reciben una pensión. No es extraño, a falta de otra renta o red de
apoyo familiar, que continuar trabajando después de la edad de jubilación no sólo
sea una opción, sino una imperiosa necesidad para algunos inmigrantes.
El
fenómeno de la inmigración se aborda, en general, desde una política cimentada
en tres pilares básicos: la difícil ordenación de los flujos migratorios, sin una
referencia común y adecuada en la Unión Europea (UE), la siempre problemática
integración social de los inmigrantes y la escasa cooperación al desarrollo,
sobre todo con los países origen de la inmigración.
La
ordenación de los flujos migratorios es una competencia exclusiva del Estado,
según dispone el artículo 149.1.2 de la Constitución Española: “El Estado tiene
competencias exclusivas sobre nacionalidad, inmigración, migración, extranjería
y derecho de asilo”. Sin embargo, se trata más que de competencias exclusivas
de competencias concurrentes, ya que las políticas estatales de admisión de
trabajadores extranjeros, de concesión de permisos de residencia y de
reagrupamiento familiar, están teniendo importantes repercusiones sociales en
los ámbitos competenciales de las comunidades autónomas (CCAA) y municipios.
Por estas razones, las CCAA deben participar más activamente en la gestión e
integración social de los inmigrantes, junto a los interlocutores sociales, con
el propósito de garantizar los derechos de los trabajadores, emerger la
economía sumergida y promover el trabajo decente y con derechos. En coherencia
con ello, debemos exigir a los empresarios una apuesta firme por una
contratación laboral cierta y efectiva y al Gobierno, el acceso normalizado de
los inmigrantes a los sistemas públicos de bienestar social: vivienda,
educación, sanidad y servicios sociales. Por otra parte, la izquierda y los
sindicatos deben defender activamente que los inmigrantes participen también en
la pretendida redistribución de la riqueza y en la superación de las
desigualdades con las mismas condiciones que los nativos.
En
todo caso, la inmigración se reconoce, en general, como beneficiosa para la
economía de los países más avanzados de la UE: en España ha aportado durante la
última década el 12% anual al crecimiento del PIB, al margen de que los
inmigrantes se encargan del servicio doméstico, cuidan de nuestros mayores y
desarrollan las actividades más duras y penosas que desechan nuestros jóvenes.
Por otra parte, se trata de una inmigración joven que está contribuyendo al
rejuvenecimiento de unas poblaciones muy envejecidas, a pesar de que no siempre
se percibe así por unas sociedades más preocupadas por los problemas derivados
del desempleo, el terrorismo, las drogas, la inseguridad o la delincuencia. No
debemos olvidar que muchos, irresponsablemente, acusan a los inmigrantes (sin pruebas
veraces ni fundamentadas) de ser los máximos culpables del desempleo, de la
precariedad y de los bajos salarios, además de la delincuencia y de todos los
males que nos aquejan.
Desde
luego, los problemas a los que se enfrentan los países desarrollados, entre
ellos España, por las recurrentes y dramáticas llegadas de inmigrantes por
tierra y mar (a pesar de que la mayoría de ellos llegan por avión) no se
solucionan con barreras artificiales (“más muros y menos moros”), deportaciones
masivas y cacerías racistas; simplemente, porque la desesperación y la pobreza
extrema pueden con todo (no se puede poner “puertas al campo”). En esta tarea
deben intervenir particularmente los países del norte de la UE, asumiendo la
obligación y la responsabilidad de encauzar y participar en la regularización
de los flujos migratorios, revisar los acuerdos de cooperación de la UE, y de
nuestro Gobierno, con varios países del África occidental, así como a crear en
los países de origen de los inmigrantes unas condiciones que garanticen a sus
jóvenes un futuro digno y esperanzador, única manera de evitar la llegada
penosa e irregular de todo un mundo de esclavos.
Ello
es compatible con asumir que nos encontramos ante un fenómeno muy complejo, de
carácter universal y no transitorio. Lo que requiere medidas que tiendan a
producir efectos a largo plazo y marcos regulatorios compartidos por los países
de origen, tránsito y destino. Estamos hablando de una política basada en el
principio de igualdad de trato en las sociedades de acogida entre inmigrantes y
autóctonos, en el respeto a los derechos humanos y en compartir la lucha contra
las formas delictivas vinculadas a la inmigración irregular. En todo caso, esta
es la mejor política para frenar el auge de la extrema derecha, de los
nacionalismos excluyentes y de un proceso insolidario de renacionalización de
las políticas migratorias, como está ocurriendo en algunos países de la UE. Se
trata de defender una política radicalmente progresista y solidaria, que
resulta incompatible con el populismo y la demagogia y que, por lo tanto, debe
ser asumida por todos los demócratas europeos.
En
España esto es más necesario que nunca ante la brutalidad de las propuestas de
marcado carácter provocativo, irresponsable y montaraz de VOX y del PP
difundiendo irresponsablemente a través de las redes sociales y medios de
comunicación afines, que atentan contra la propia democracia, la convivencia
ciudadana, el crecimiento económico y el bienestar social: los incidentes de
Torre Pacheco son especialmente significativos. Por lo tanto, en estos
momentos, hay que frenar (“con todo lo que esté legalmente a nuestro alcance”) la
ofensiva reaccionaria, que se produce a todos los niveles, encaminada a
alimentar el odio y el racismo. En este sentido, la respuesta del actual Gobierno,
de la izquierda y de los sindicatos a este fenómeno, así como el desarrollo y
aplicación de las políticas económicas, sociales y medio ambientales progresistas,
marcará el futuro de esta legislatura y, desde luego, las futuras confrontaciones
electorales. No debemos olvidar que en democracia los ciudadanos pueden,
incluso, equivocarse en detrimento de los más vulnerables. Por eso, es el
momento de que actúen los ciudadanos más conscientes y comprometidos para que
esto no ocurra. La democracia tiene instrumentos para hacerlo y, en coherencia
con ello, la obligación de defenderse de un fascismo golpista, provocador e intolerante.
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